JONATHAN J. OCMIN GÁSLAC
“Ayúdame
a quedarme cuando me encuentre lejos”
César Calvo
Cuando el perro llegó, como de costumbre, el reloj marcaba las 10:50 a.m. Atravesó el umbral de la calle y se escurrió entre las descuidadas paredes de cemento del pasadizo hasta llegar a la cocina. Hacía semanas que nadie lo veía, pero, en esa casa, acostumbrados a no echar de menos ni siquiera lo necesario, no había sido un problema para nadie. Los habitantes, al percatarse de su regreso, lo trataron igual que siempre: miradas evasivas, indiferentes y algún tenue asentimiento. Ya estaban acostumbrados a sus desapariciones espontáneas. Esa tarde, como cualquier otra, todo siguió su rumbo. Así era siempre cada día, cada hora.
El hombre salió de su habitación y cerró el maltrecho rectángulo apolillado que separaba su mundo del resto de la casa, su casa, aunque ya no podía decir que fuera enteramente suya. El terreno obtenido por sus abuelos, hacía ya tantos años, había costado sacrificios -no solo económicos- a tres generaciones familiares. Fue su arrojo y perseverancia quienes le otorgaron la estructura definida de aquel lugar que, a pesar de todo, hoy podía llamarse un hogar. Era cierto: faltaban muchas cosas, como pintar, arreglar ventanas y puertas, pero eso no impedía que él se concentrase en el momento en el que estaba, en cómo había cambiado todo desde aquellos recuerdos infantiles. No podía evitar sentirse orgulloso de que el tiempo, si bien inevitable, siempre hacía que las cosas llegaran a buen puerto. El asunto consistía, entonces, en dirigirlo hacia la dirección correcta. Pero ahora, todo se había estancado.
La sarta de parásitos, sí, parásitos, decía –y lo repetía constantemente para sus adentros o entre susurros–, no había hecho más que prolongar su miserable existencia en el abominable ejercicio de consumir oxigeno sin tener mayor satisfacción que los años cumplidos bajo ese techo. De ese modo, su atención se concentraba de forma exclusiva en suplir las necesidades biológicamente inevitables. En ese apretujado espacio, nada o nadie, podía incluirse. Caminó con rumbo a la cocina, saludando levemente con la cabeza a los que se encontraban en la sala, un grupo de muchachos que lo miraron de forma fugaz. Al entrar, encontró al perro encima de un trapo. Marlon, le dijo con voz cálida. El perro que estaba tumbado relamiéndose el hocico, levantó las orejas y lo miró en actitud interrogante. Sus ojos lagañosos se encontraron con los de él. Dónde has estado, susurró mientras servía en un plato restos de comida y ponía agua en una desvalida taza de porcelana. –Buenos días –interrumpió, intempestiva, la mujer que acababa de entrar. El perro, al verla, perdió el interés y regresó a su posición inicial. –Mañana vienen a poner la instalación –soltó mientras se movía mecánicamente de un lado para otro sacando platos, queso y otros comestibles del refrigerador. Los olía antes de ponerlos en el plato, echaba algunos al basurero e iba acomodando el resto con tal agilidad y ferocidad que parecía querer acabar lo que se hallaba en buen estado antes que alguien más se adelantara. Y qué tengo que ver, pensó el hombre. –No te olvides dejar el dinero –profirió la mujer como si hubiera adivinado sus pensamientos.
―¿Dinero? Yo pague la instalación.
―Sí, pero la instalación era aparte. Además fuiste tú el de la idea de poner gas natural.
El hombre miró con indignación a su sobrina. Ella prosiguió agitándose, huracanada, en la selección de comestibles. Sintió la mirada del viejo a sus espaldas, pero no se detuvo. Resignado, el hombre cogió el plato y la taza:
―Si pretendes que pague todo, por lo menos haz que esos muchachos se dignen saludar ―ladeó la cabeza en dirección a la sala.
―Ellos son educados.
―En esta casa ya no hay educación.
―Si no te gusta la forma en que educo a mis hijos pues deberías haber tenido los tuyos.
El hombre se quedó rígido en su sitio y, al cabo de unos segundos de insoportable silencio, salió del lugar a paso lento. Por eso mejor estar solo, pensó. Marlon, que se había acercado a olisquear entre la basura, lo acompañó hacia la sala. Detrás de él, la mujer venía con lo recolectado en la cocina. Apenas llegaba a poner los platos en la mesa de la sala cuando los muchachos, que seguían sus movimientos desde que escucharon el ruido de la cocina, se lanzaron al ataque. Atravesaron el espacio raudamente y, sin reparo alguno en el viejo que se encontraba a unos pasos de la mesa, se embutieron el plato entero. Su imagen era la de un grupo de hienas, aglomerándose a empellones por un pedazo de pan.
Al mediodía, como de costumbre, ya estaban todos fuera de casa, excepto el hombre y su perro, quienes se acompañaban lánguidamente mirando el televisor o llenando un crucigrama diario, así el periódico fuera de hace días. Marlon, que ya tenía sus años, lo miraba recostado al pie del sofá cuya tela cedía al desconsiderado uso de generaciones adolescentes de la familia y al mal paso del tiempo. Los muchachos y su madre nunca se fijaban en la mascota, salvo cuando andaban aburridos y querían fastidiarlo o alguna travesura lo señalaba. Por eso, creía él, el perro lo seguía casi siempre, reconocía su voz cuando pronunciaba su nombre y lo esperaba, a veces, si salía a realizar alguna diligencia. Era el único que tenía, anexada en su rutina, la presencia del animal, de modo que lo alimentaba y, cuando el tiempo le alcanzaba, lo bañaba; también, era el más consciente de sus ausencias, el más preocupado de que, al menos, siguiera vivo. A cambio, obtenía en retribución a sus atenciones la cercanía del único integrante de la familia que parecía ser inmune a la indolencia humana.
El martes en la mañana todos salieron más temprano de lo usual. Sabían que se tenía que supervisar la instalación del gas y que él solo no bastaba, pero nadie estaba dispuesto a quedarse. Cada uno por su lado, iba pensando mientras llegaba a la agencia. A cierta distancia, Marlon lo seguía con sigilo. Entró, retiró dinero y salió. Si al menos los reclamos de los vecinos no se dirigieran a él cuando saliera, podría tolerarlo. “Vecino, otra vez los hijos de su sobrina, Carmelita…”, él escuchaba callado la perorata y terminaba diciendo que hablaría con ellos, aunque en los últimos años la respuesta había ido cambiando por un directo “díganle a su madre”. Sin embargo, la cosa nunca mejoraba pues ella nunca estaba en casa lo suficiente para poder ser asediada por los vecinos quienes veían en Hilario, al dueño de la casa, al Sr. Hilario Martínez, un título que hacía mucho era solo honorífico.
Al regresar, una carta del seguro lo esperaba. Leyó los resultados médicos de su revisión anual con solemnidad, reviso todo lo escrito en cada documento. El último le cayó como un rayo. Un saldo por pagar. Cogió el teléfono y llamó. Discutió una hora y quince minutos solo para recibir la misma respuesta. Que el seguro había redirigido sus fondos debido a problemas máximos de administración económica lo que llevó a la congelación de sus beneficios por al menos seis meses, que esperaban entendiera y se disculpaban por los probables problemas ocasionados. ¿Problemas? Estaba jodido. La miserable pensión apenas le alcanzaba para vivir al día sin necesidad de andar contando sus respiros. Seis meses pensó. El teléfono de la sala se sacudió, la compañía de gas llamaba para decir que iría a realizar la instalación y que debían esperarlos con lo necesario, sin olvidar, sobre todo, la cancelación de la deuda. Llegarían cerca a las once. Hilario cogió sus cosas y salió. Caminó largo rato entre las cuadras del distrito, se detuvo en una tienda a comprar un paquete de cigarrillos que fue lentamente consumida.
Mientras caminaba con el cigarro en la boca pudo apreciar lo que tenía, lo que decía tener: la casa, solo era un recordatorio de quien era o había sido, pero en el presente no existía nada que pudiera darle la certeza de la satisfacción de haber hecho algo útil. Las cuadras parecían grises, cada calle era interminable. La mañana estaba cálida y el sol jugaba a esconderse, por momentos, entre los techos de las casas. El hombre consumía sus cigarros, mientras con la mano en el bolsillo apretaba un puñado de monedas que tendrían que durar ya no una semana, sino el mes entero. Por lo menos. Botaba ya el último cigarrillo consumido al suelo cuando tuvo una idea. En ese instante, Marlon, que estaba detrás de él, cruzaba intentando llegar a olfatear un par de bolsas de basura en la acera del frente. De la esquina surgió una camioneta que, llevaba lunas polarizadas y aceleraba por la calle estrecha. El hombre miró a Marlon y gritó al tiempo que daba un par de pasos hacia él, pero el perro seguía oliendo la bolsa en el borde de la berma. El ruido del motor los confrontó a los dos.
Todo transcurrió en cámara lenta: los ahogados gritos de horror, el expresivo silencio, las respiraciones entrecortadas segundos antes; miradas atónitas, exorbitadas, los pronunciados vasos carmesí en decenas de ojos incrédulos y desconocidos que hervían hasta la saciedad de ese solo instante, que reducía a todos –espectadores y participantes–, implícitamente, al recuerdo borroso y vago de una estadística. Mientras, el hombre miraba el cielo, aliviado; se concentraba en la interjección del cielo azulino y el blanco de las nubes, en lo aparentemente conectadas que estaban, pero cuya verdadera dimensión formaba parte de planos diferentes. Sus oídos escucharon el largo eco de un silencio límpido, sacro. Todo le pareció perfecto.
Su golpe contra el pavimento fue seco como la caída de un costal arrojado desde el techo de una casa. No se movía. Nadie lo hacía. El espectáculo parecía tan ficticio que habría bastado un solo respiro adicional para romper la magia y caer en el horror. Las bolsas de basura estaban regadas por el suelo, hechas pedazos. Terminó de cruzar la pista y siguió hasta la casa, su andar era algo lento, pero caminaba por instinto después de haber recorrido tantas veces las mismas calles. Innumerables cuadras, esquivando los mismos autos, viendo a la misma gente durante años enteros de idas y venidas para hacer las mismas cosas a la misma hora. Nada lo interrumpía, ni siquiera la aparición de otros carros o rostros desconocidos.
La mujer estaba en el techo, impaciente, llamando por teléfono a la empresa para saber a qué hora exactamente llegarían los hombres del gas, cuánto demorarían en terminar; a su tío, para saber en cuanto tiempo llegaría con el dinero. A la distancia, una silueta que podía verse desde el techo se acercaba, pero ella no la vio. El perro apareció en la puerta y, sigilosamente, siguió su recorrido habitual hasta la cocina para echarse en el trapo. En sus patas traseras la natural coloración marrón se mezclaba con un tono rojizo que apenas se divisaba. Cuando se durmió un carro se oía a lo lejos, cada vez más cerca. Eran las 10:55 a.m.
Jonathan J. Ocmín Gáslac (Perú) es bachiller en Literatura por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Autor del blog cinentremeses, corrector de estilo y actualmente profesor. Cursó la maestría de Escritura Creativa en la UNMSM.