He sido habitante de la zona oriente de la Ciudad de México prácticamente toda mi vida.
Empecé a vivir aquí cuando la mancha urbana apenas llegaba hasta la calzada Ermita y cuando los límites más cercanos entre las delegaciones Coyoacán e Iztapalapa estaban entre la colonia Avante y el pueblo de Culhuacán. Avenidas que hoy son fundamentales para la zona como el Eje 3 Oriente, Av. Santa Anna, Calzada de Las Bombas o Calzada del Hueso eran si acaso lodosos caminitos entre grandes maizales; la Calzada México-Tulyehualco serpenteaba con sus dos carriles entre pueblos que conservaban (y aún ahora lo hacen) sus costumbres tradicionales de feria de provincia, y el Periférico Oriente —actual paso obligado de millones de coches que se amontonan al amanecer y al atardecer— ni siquiera existía, porque la ciénaga de Xochimilco convertía en un lago veraniego todos esos terrenos de siembra que llegaban hasta donde hoy está el Cetram de la estación del metro.
Todavía recuerdo que, si pretendíamos salir de la entonces naciente colonia Lomas Estrella, teníamos que caminar algo así como 1.2 km hasta el Súper Pan el único mini-supermercado con panadería que había en, literalmente, kilómetros a la redonda; los otros más cercanos a 7 km de distancia eran los Gigante (hoy Soriana) de Taxqueña y Ermita, y los Aurrerá también de Ermita y de Miramontes y Acoxpa (que actualmente son una Bodega Aurrerá y un Walmart, respectivamente). En ese Súper Pan, estaba la única parada de los Delfines que, cada dos horas, recorrían las avenidas Taxqueña y Tulyehualco hasta nunca supe dónde, pero sé que pasaban por San Lorenzo Tezonco, porque ahí trabajaba mi tía como maestra de matemáticas en la secundaria del pueblo, y llegaban hasta Tláhuac, que era para mí el paseo dominical por excelencia: ahí me llevaba mi madre a comer nieves y elotes, a comprar un globo y a alimentar a las garzas en el embarcadero. Porque, en ese entonces, avistar a esos blancos visitantes del invierno no era tan extraordinario como ahora: apenas teníamos que caminar unas cuatro cuadras de las actuales (hasta donde está hoy la unidad donde vivo) para cortar calabacitas y otras verduras frescas y ver a las garzas pescando en el curso claro del Canal de Chalco, que por supuesto no era ese riachuelo apestoso que cercaron hace unos años para evitar que siguieran abandonando ahí cadáveres y coches robados…
Dicen que, para la literatura mexicana contemporánea, un momento clave en su transformación fueron los terremotos de 1985, pero yo podría agregar que también fue la ruptura con ese mundo idílico de mis primeros años. Los daños materiales en esta zona no fueron tan considerables como en el centro, pero sus efectos cambiaron para siempre la faz de lo que hoy se llama pomposamente “el Oriente profundo” de la ciudad…
En cuestión de semanas, los maizales cedieron su lugar a inmensas unidades habitacionales de casas solas de cincuenta metros cuadrados, como la Unidad Mirasoles, cuando no a edificios de departamentos de espacios todavía más reducidos, como las diez secciones de la CTM Culhuacán. Los carriles de la Calzada Tulyehualco mágicamente se duplicaron y hasta recibió un nuevo nombre más “moderno”: Avenida Tláhuac (Eje 10 sur). Hoy ya casi nadie recuerda ese cambio de nombre, pero, hasta antes de la inauguración de la Línea 12 del metro, los señalamientos decían “Avenida Tláhuac” y, con letras chiquitas en la esquina izquierda, “Antes Calzada México-Tulyehualco”.
Sin embargo, una de las transformaciones más radicales posterremoto la vivió, sin duda, la zona de San Lorenzo Tezonco, precisamente el lugar en el que nace Travel-sía. Bocetos de la Ciudad de México en 22 relatos. El inmenso panteón civil, con su casco de hacienda del siglo XVIII abandonado, representaba los límites del pueblo y se extendía hasta las faldas del volcán Yuhualixqui, ese menguante cerro rojo que es tan parte del paisaje oriental defeño. Tan grande era el panteón, y tan poco utilizado estaba entonces, que a las autoridades capitalinas, desbordadas por la tragedia de los terremotos, se les hizo muy fácil utilizar el extremo más cercano al cerro para depositar ahí todos los desechos de los edificios caídos, desechos que, vox populi vox Dei, incluían no sólo escombro y fierros retorcidos, sino los restos de los miles de capitalinos de los que nadie volvió a saber nada…
Quizá los estudios sociológicos que se han hecho de esta parte de la ciudad me desmientan, pero yo creo que la utilización de la zona como válvula de escape al problema que representaban los escombros y las miles de familias sin hogar contribuyó en gran medida a que se convirtiera en lo que ahora es: colonias de muy alta marginación, con índices de violencia casi incontrolables, de servicios públicos que nunca son suficientes y a donde la modernización no termina de llegar. Ni siquiera la prolongación del Anillo Periférico a finales de los ochenta ayudó a mejorar la distribución urbana de la zona; más bien, hizo claro el límite de hasta dónde llegaba la ciudad “civilizada” y dónde empezaba la tierra de los bárbaros.
Esta historia es la que hace de Travel-sía. Bocetos de la Ciudad de México en 22 relatos una obra trascendente en la geografía literaria de la Ciudad de México: recuperado el tiradero de escombros por parte del gobierno del entonces Distrito Federal, se construye en él, en 2003, el Plantel San Lorenzo Tezonco de la recién inaugurada Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), centro escolar alrededor del que gravitamos todos los autores reunidos en esta antología, como quien esto escribe.
Que hubiera una universidad en una zona que llevaba casi dos décadas olvidada de todas las políticas de gobierno parecía una utopía, tanto como que el campus estuviera proyectado para albergar a 15 000 potenciales estudiantes que saldrían, ni duda cabía, de los miles de rechazados anuales por la insuficiente oferta de las otras instituciones públicas de educación superior de la capital (UNAM, UAM, IPN). La promesa y el sueño se hicieron realidad y, desde 2004, el campus San Lorenzo Tezonco de la UACM, aún en obras y sin poder aprovechar todo el potencial que puede tener, alberga al mayor número de estudiantes de la institución, distribuidos en las licenciaturas que en ella se ofertan, entre ellas, la licenciatura en Creación Literaria, de la cual egresaron muchos de los participantes en el libro. Los antologadores, todos titulados de esta licenciatura, son profesionistas formados en esas aulas, de la mano de escritores y críticos de renombre, que ahora expanden sus horizontes en las muchas áreas afines a la carrera.
Como me ha pasado con la vida del oriente de la Ciudad de México, he tenido también la fortuna de atestiguar el crecimiento de la universidad y de la licenciatura, amén de las transformaciones que la apertura del plantel ha traído a la zona. No me refiero únicamente a las docenas de centros de fotocopiado, cafeterías, fondas y papelerías que se han abierto en las calles aledañas, a las que quince años atrás nadie se atrevía siquiera a entrar, ni tampoco en exclusiva a la famosa Línea dorada del metro. Hablo del orgullo que representó para muchos de los habitantes de la colonia el tener “su propia universidad”, como muchas veces me dijeron los vecinos cuando recién me incorporé a la planta docente en 2005. Hablo de la oportunidad de crecimiento social que es para las familias el que haya un hijo o hija que termine una licenciatura y hasta tenga oportunidad de entrar a un posgrado. Hablo de las novísimas voces de la literatura mexicana (narradores, poetas, dramaturgos, guionistas y ensayistas) que estamos viendo nacer entre estas calles polvorientas y que, poco a poco, empiezan a figurar entre los nombres del relevo generacional en las letras nacionales. Hablo, en general, de la vida que vivimos todos los que, cada mañana, sentimos todavía, a pesar de los años que ya han pasado, un leve vuelco en el corazón cuando vemos los letreros que anuncian “Tláhuac UACM” sobre la avenida homónima a la altura de Santa Anna o del Periférico, o cuando abordamos el pesero que también anuncia a la universidad como destino.
Travel-sía. Bocetos de la Ciudad de México en 22 relatos es como una de esas grandes fotografías familiares en las que posan, orgullosos, padres e hijos, hermanos, tíos y primos, y que, cuando uno vuelve a verlas años después, detonan de inmediato recuerdos de un tiempo que no volverá a ser. A las voces de Mónica Lavín, Héctor Carreto, Armando Alanís, Isaí Moreno, Javier Perucho, Pilar Morales y Adriana Azucena Rodríguez, maestros todos de la UACM, se unen la de los antologadores Rocío Contreras, Leticia García, Marcela López, Marco Antonio Díaz, Giovani Arreola, Enrique Juárez Flores y las de los demás participantes como Aldo Flores Escobar, Cynthia Alvarado Gómez, Cony Vera, Jorge Córdova, Carolina Quiroz, Mario Abel Fernández Juárez, Mary Cruz Ortiz, Martha Tiza y César Eduardo Rivera Zaragoza, todos ellos forjados como escritores en las aulas del plantel San Lorenzo Tezonco.
En los relatos que conforman el volumen, vemos desfilar personajes de todo tipo que concurren al llamado de un mal necesario en esta ciudad: los medios de transporte, ya sean públicos o privados, y los compañeros inseparables de choferes y pasajeros: el tráfico, las aglomeraciones, el tedio, la violencia… Son 22 visiones de habitantes de este “Oriente profundo” o visitantes regulares, entre los que es marcada la relevancia que tienen los taxis y los microbuses como abundantes decorados de las calles y avenidas capitalinas, al igual que el metro y su Línea dorada, que representó, desde el momento de su inauguración, que Tláhuac es, ahora sí, parte de la ciudad.
Los capitalinos estamos cosidos a fuerza de obras y proyectos que prometen mejorar nuestras vidas, reducir la contaminación o poner orden en el tránsito de esta megalópolis, como lo fueron las grúas monumentales que levantaron las ballenas para crear los rieles del metro. Esas escenas, nos decíamos, pertenecen al poniente, a los segundos pisos del periférico y a las súper vías, no a las atestadas avenidas del oriente. Sin embargo, ahí está la Línea 12, con todo y sus fallas, uniendo este oriente con el resto de la ciudad. Y desde las faldas del Yuhualixqui, maestros y estudiantes de la UACM volveremos a contemplarla mientras trabajamos en nuestros salones para formar a esas novísimas voces que están haciendo de la narrativa mexicana —y harán en los años por venir— una literatura en constante ebullición.