JUAN CARLOS ASTUDILLO SARMIENTO
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Mi bisabuela murió en el sueño y sobre la cama que dividía, mitad a mitad, la habitación. Con la puerta y el closet, abiertos; las manos cruzadas en su rosario enredado y tibio. Tenía 103 años. La vi esa misma mañana: arrugadita, pálida, silenciosa la habitación que parecía de adobe, con un foco y una lámpara amarillentos, encendidos.
No recuerdo mucho más de ese día ni puedo decir que me haya conmovido demasiado. La muerte, como la vi, era hermosa.
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Algunos años después mi abuela ingresó al ancianato. No la visité demasiado… poco, diría. Visitas breves, austeras, complejas. La vejez es un tesoro difícil de apreciar cuando la vida es una vorágine que no se entiende y la vejez es una pausa ajena.
El ancianato era amplio, con patios llenos de árboles, flores y rostros perdidos; mi abuela, entre ellos, chispeaba.
No tardó en organizarlos, en ganar todos los premios y cederlos a quien nunca los ganaba y se volvió, de repente, la voz que rompía lo mustio de los años. Algunas veces pensé que así debería envejecerse, como ganándole espacio a la apatía en la alegría de los demás.
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La abuela nunca se quejó y, así, lo hacía. Siempre tenía algo bello que decir aunque a veces, no lo hacía. Creo que dejó varias palabras sujetas en el temblor, y que me hubiera gustado escucharlas.
3
Cuando la pandemia estalló, las puertas del ancianato se clausuraron, como debía de ser. Nuestra alegría era saber que se volvía, así, un fortín.
Durante los siguientes cuatro meses escuché las llamadas diarias de mi ma a su ma para hablar cosas de abuelas y, extrañamente, me sentí en derecho de no llamar: ¿qué le iba a decir? ¿Le importunaría sin saber qué preguntar, o contar?
Una noche, sin embargo, mi esposa (que lo sabe todo) dijo: “sería lindo que le llames a la Tete (todas las abuelas tienen sobrenombres tiernos, ¿verdad?); tu ma se alegraría”.
Llamé enseguida… Fue bello, triste, tarde en la noche. Ella estaba cansada.
Me dijo que tenía trancazo, o gripe, o algo. No se sentía bien. Le hice un par de chistes, le hablé de mis hijas, de la vida, de Dios o lo que creo es Dios; de dormir, de descansar, de confiar.
Ella se despidió. No quería seguir hablando.
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Un par de días después entré a la cocina de casa y vi a mi ma sostenida en un hilo que jamás vi, implorando perdón al techo, al cielo, a Dios, a sí misma, a su mami (es raro escuchar a tu mamá decir mami, ¿verdad?)… lloraba con hilos invisibles sosteniéndose desde una esquina invisible de la pared lisa y mi papá con la mirada perdida, a su lado, me miraba, mientras también la sostenía. Me acerqué con un abrazo pero mi pa me pidió agua. Regresé con el vaso en un gemido largo de mi ma, sentada ahora, sin estarlo.
Mi pa dijo: “salió positivo”. Mi ma gritó.
Horas después la abuela dejaba el ancianato para ir al Seguro. Tenemos una foto de ella, en silla de ruedas, a 30 metros del nieto que la tomó, bendiciéndolo.
Nadie, nunca, la volvió a ver.
Solo noticias, a medias:
ꟷEstá reaccionando bien al antibiótico. Es lo más fuerte que podemos darle…
ꟷHoy comió.
ꟷSufrió una recaída.
ꟷDeben ser fuertes…
Cuenca es una ciudad extraña en donde siempre, en todo lugar, alguien se conoce y resultó que una amiga de alguien nos mandaba diariamente fotos de los estados clínicos de la abuela, y que la esposa del primo era jefa de algún área en otro hospital y, además, el hijo de la vecina de mi ma era jefe en el Seguro: “su abuela está bien cuidada, no podría estar más cuidada”.
5
Yo solo podía pensar que estaba sola, que no reconocería ninguna voz porque todas eran lejanas. Nunca lo dije, pero lo pensé y para callarme, recé.
6
La familia, que es amplia, empezó a reunirse todos los días, muchas horas cada día, para el rosario. La fe es un asunto infinito y, a veces, fluctuante. Unos rezaban para que se curara, otros, para que no sufra, otros por cualquiera de las dos y otros, me atrevo a sospecharlo, sin saber bien para qué… Lloramos largas horas, juntos. Nos reímos otras, menos largas.
Un día sonó el teléfono de casa, yo contesté:
ꟷ¿Qué relación tiene Ud. con…?
ꟷEs mi abuela.
ꟷLe hemos dado el alta, pueden venir al medio día por ella…
ꟷPero ayer nos informaron que agonizaba, ¿está seguro?
ꟷSí, ¿puede venir al medio día?
Entré, a tientas, al zoom (sabía que estaban ahí, como cada día a cada hora); di la noticia: gritos, histeria, alabanzas…
Alguien preguntó:
ꟷ¿Te dijo los dos apellidos?
No entendí. Se abrió un silencio. Alguien llamó al hijo de la vecina, el jefe. Colgó. Todos en la pantalla expectantes, con el corazón más frágil que la conexión:
ꟷSe equivocaron ꟷdijo sin ver a la pantalla o, mejor, viéndola sin dirección, demasiado cerca, dejando ver el temblor en sus sienes.
Minutos más tarde sonó el teléfono de la casa. Contestó mi ma, tiembla. Le escuchamos decir: “no pueden hacer eso, ¿saben lo cruel…? ¡no pueden!”
Terminó la llamada agradeciéndoles, bendiciéndoles, expiándoles…
De vuelta al rezo y, sin embargo, algo cambió entre esas 3 llamadas, para siempre.
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Pasaron varios días, como 15… demasiados días, demasiado largos, demasiado llenos de nada, de noticias vagas, de esperas al teléfono, de la agonía anunciada, compartida, del entrar al coma, de mis hijas de 3 y 6 años jugando en la sala solas, se preguntan por qué llora la abuela y responden que por el coronavirus, que le mató a la Tete.
“La vida”, pienso al verlas jugar en la sala, a dos metros del estudio de mi pa en donde estamos, pendientes de ese hilo que nunca encontramos.
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Una tarde mi esposa, desde la grada y hacia arriba, me dice: “vida, baja a verle a tu mami…”. Su voz me urge, “lo más suavito posible”. Todas las gradas de los 3 pisos son un hipo por el que caigo para ver a mamá, entregada a la noticia, ahora sí, real.
Nos abrazamos. No necesito llorar, ella lo hace por todos. Tiemblo, temblamos. Le escucho. Mi pa está al lado, estoico y destrozado (ahora sé que eso es posible, y noble). Lloramos más, ahora sí me lo permito. Mi hija nos espía, me siento desnudo.
Me sonríe y se va.
Todos al zoom, como tabla de náufrago, como punto de encuentro… todos a llorar en la pantalla. A rezar, a tambos y ecos.
9
La resignación es más compleja en la virtualidad, en el abrazo caído, en el velorio transmitido por megas y la conexión inestable que congela los pasos y los devuelve en la urna; en las palabras de dolor o aliento que se entrecortan y te obligan a pensar y completar lo dicho, lo sugerido.
Mis tíos decidieron tener las cenizas de su madre en cada casa, para velarlas, para burlar la distancia impuesta, para vencerla y despedirse lo más humanamente posible.
Estoy hospedado en la casa de mis pas desde que empezó la pandemia primero, por cuidarles / acompañarles y, luego, porque perdí mi empleo. Ahora entiendo ese por qué: estuve aquí, todo el tiempo.
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A media mañana llegó mi tío. En una bolsa grande, en las manos, me dejó a la abuela. Pensé que la caja sería más pequeña. Nunca ponderé en cuánta ceniza resultamos.
En la entrada de la casa me descubro limpiando con alcohol la caja de cenizas de mi abuela y al hacerlo me doy cuenta de lo que estoy haciendo. Dolió.
En casa preparamos un altar. Llevo la caja y en la grada me espera mi ma. Le tengo que entregar a su ma. Algo se achica en mi corazón. Lloramos, sin decir nada, en la grada.
No sé cuánto duró, pero fueron tantas noches, en la grada.
Subimos al altar. Estoy cansado de verle llorar a mi mami, porque nunca lo hace.
Lloramos.
Me pide que salga y, mientas me voy, le dejo bien claro que nunca lo haré.
Esa tarde y noche le velamos en el cuarto de huéspedes en donde armamos el altar con Cristo (nunca en la cruz, nunca) y la Dolorosa. Esa tarde / noche mi compu se quedó prendida, frente al altar, escuchando el rezo de la familia y, a ratos, el silencio abismal de mi ma.
Tres días lloramos, temblamos, regresamos a la infancia.
Al cuarto día mi tía se llevó la caja, y deshicimos el altar.
Al sexto, le llevó al cementerio y vivimos, de nuevo frente a la pantalla, la catarsis.
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Mi abuela murió a los 87 años, con covid, lejos de todos los que la amamos. Nadie vio sus manos ni el rosario ni la pared y el closet se quedó en el ancianato. Nunca vimos la habitación en donde exhaló, ni sabemos si dormía.
Algo se quebró para siempre desde ese día y, en sus grietas, la familia encontró una pulsión.
Juan Carlos Astudillo Sarmiento (Cuenca, Ecuador) es escritor, fotógrafo, periodista y académico. Ha publicado los libros de poesía: Los caminos del espejo (1999), mención de honor del Premio Jorge Carrera Andrade; del Profundo Albedrío (2003) y Espiralia (2013); los de fotografía: Reflejos y armonía, Parque Nacional Cajas (2014) y Cuenca, paso a paso (2016). Ha sido incluido en antologías de poesía ecuatoriana en Venezuela, México y España; y sus fotografías han aparecido en revistas especializadas en Argentina, Costa Rica, EE.UU. y España. Es director del proyecto Salud a la Esponja, de creación literaria y visual. En sus libros más recientes, El tiempo semejante (2020) y El vértigo del nido –ganador de la convocatoria 2020, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (2020) – explora las posibilidades expresivas de la fotografía y la poesía.