HERSON BARONA
Mi madre murió de cáncer. Un miércoles se plantó frente a mí mientras almorzaba y dijo: tengo cáncer. Eso fue todo. No sé lidiar con el dolor ajeno. Reaccioné mal o reaccioné mal para lo que la gente espera en situaciones así; solo recuerdo que la abracé. Poco después me encontraba a bordo de mi Plymouth Barracuda del 67 —lo único que dejó papá antes de huir para siempre—, sin rumbo, para dejar atrás el temor y la idea de mi madre siendo consumida poco a poco, que no es lo mismo que decir lentamente.
Me gustaba sentarme al volante y conducir a altas velocidades todo el día. Me gustaba mirar cómo la luz se iba atenuando hasta oscurecer y los edificios se desvanecían uno a uno detrás de mí. El olor a pavimento caliente, a gasolina quemada.
A partir de entonces no visité la casa de mi madre más de un puñado de veces, y solo una de ellas tuve el valor para verla: macilenta, empequeñecida y calva. Ingrávida. Pútrida. Olía a enfermedad. Es todo, hijo, dijo entre bocanadas de aire —se ahogaba al hablar—, y se despidió de mí. Me quedé callado, con la mirada fija en sus labios mortecinos; sin llorar, como ella me enseñó. No soporté estar mucho tiempo ahí, le tomé la mano y salí del cuarto. Afuera, mi hermano dijo que ya no había nada por hacer. Cuando mi madre decidió iniciar el tratamiento ya era muy tarde, pues en un principio se negó a aceptarlo —como si bastara con negar algo para que no fuera verdad—. El cáncer había hecho metástasis en los pulmones y el páncreas. Las quimioterapias no resultaron, así que, por deseos de ella, la sacaron del hospital. El doctor iba a verla todos los días y le suministraba fuertes dosis de morfina que, a juzgar por sus gritos apagados, en nada le ayudaban.
Aquella tarde y noche no hice más que pensar y recordar. En algún momento de la madrugada un escalofrío recorrió mi cuerpo, era miedo e impotencia. Conocía la sensación. Comencé a tenerla a los seis años y no se fue hasta seis años después —en ese entonces yo creí que para siempre—. Mis problemas para dormir se originaron en aquel periodo de mi vida. No me gustaba la noche porque en mi cama la oscuridad, el silencio y la soledad no me permitían distraerme; entonces, mientras intentaba dormir, llegaba la idea de pronto y, como un tsunami, arrasaba con todo lo demás: mis padres iban a morir. No podía pensar en otra cosa. Morirían, era inevitable. Tal vez no mañana —aunque a veces sí llegaba a pensarlo y la posibilidad me angustiaba a tal grado que me mareaba y tenía náuseas y al día siguiente, invariablemente, vomitaba en la escuela, enfrente de todos—, pero algún día se morirían y yo no quería que eso pasara nunca. Más de una vez se me ocurrió que todo sería más fácil si yo muriera antes, así no tendría que enterarme de la muerte de mis padres. Ahí estaba yo, un niño de seis años que ahogaba su llanto en la almohada porque las personas fuertes no lloran, decía mamá, y yo no podía dejar que Isaac, mi hermano menor, se enterara de que yo era débil. Ahí estaba yo, un niño de seis años, pensando que sería mejor morirse. Nunca se lo dije a nadie, me acostumbré a dormir mal, a llorar en silencio, a vivir con el miedo. Ahí estaba yo, despavorido, corriendo hasta la recámara de mis padres, a quienes les decía que no podía dormir, que tenía pesadillas y me metía en su cama, donde, después de un rato, me tranquilizaba y terminaba dormido.
Ahí estaba yo esa noche, un imbécil de veintiocho años, muriendo de miedo. Y ahí estaba mi madre, a quien nunca vi llorar, muriendo de muerte a los cincuenta y cuatro.
Entonces ocurrió algo que podría expresarse con metáforas, pero que jamás podré definir con claridad. Había tantas cosas que deseaba decirle a mi madre; tenía que disculparme, decirle que la quería —tal vez nunca lo había hecho—. Debía estar a su lado; tenía que llorar.
Iría a verla.
El alba me sorprendió reclinado contra un viejo álbum fotográfico familiar. Minutos después, sonó el despertador y cerré de golpe el álbum, como si clausurara mi pasado. Me eché agua en el rostro y cerré los ojos. Al abrirlos, mi hijo estaba frente a mí con su uniforme del kínder y las manos extendidas y abiertas mostrándome un pescado japonés negro. ¿Qué le pasó, papá?, dijo afligido, estaba flotando en la pecera, al revés, y no se movía. Está muerto, le dije, no pasa nada. Cuando me preguntó por qué murió le respondí, quizá con una frialdad que no calculé, que nada dura para siempre, que todas las cosas mueren. Echamos el pescado en el escusado y lo vimos irse en círculos concéntricos.
Rumbo a la escuela de Daniel noté que no había nubes en el cielo. Noté, también, un grupo de papalotes surcando el viento y se los mostré a Dan. Él alzó la mirada hacia donde apuntaba mi dedo índice. Dos de ellos se enredaron y cayeron sin pausa y sin vértigo hasta quedar colgando del cableado eléctrico. También los papalotes van a morir, dijo después de un momento. Pensé que era una pregunta, pero me percaté de que no esperaba que yo dijera nada. Lo miré de manera incierta, que bien podía mostrar aprobación o escepticismo al mismo tiempo.
Volví a casa para bañarme. Al entrar, Laura no me recibió con una taza de café, sino con la noticia. Acaba de llamar Isaac, tu mamá murió en la madrugada. Quise gritar y que todos callaran, que alguien me acompañara en mi dolor o lo sintiera. (Siempre deseé tantas cosas, pero nunca hice algo para obtenerlas.) La miré fijamente, apreté la boca y asentí en un gesto resignado. No volvería a ver a mi madre, ni me escucharía decirle que la quería; estúpidamente me molesté con ella por dejarme solo. Laura y yo nos desvestimos para coger en un vano intento por sentirnos vivos. Quería sacarme el odio del cuerpo, pero terminé más triste.
Fuimos juntos por Daniel al colegio. De regreso íbamos los tres en el auto y yo no había abierto la boca. De pronto, en un alto, se hizo un silencio insoportable. El sol a través del parabrisas me deslumbró ligeramente y dije, mirando a Daniel por el retrovisor mientras mis pupilas se adaptaban a la luz, se murió tu abuela. Daniel abrió mucho los ojos y atinó a decir que había muerto el mismo día que su pez. Los llevé a casa y me fui.
Realmente me fui.
Conduje sin rumbo por un tiempo que ni yo ni los relojes podríamos precisar. Iba perdido sobre el asfalto, aunque mi cabeza estaba en otra parte. Buscaba algo; no sabía qué ni dónde, pero perderse es una forma de búsqueda. No sé explicarlo, sólo sucedió. Me desentendí del trabajo y de mi familia. No fui al funeral de mi madre y mi mujer me dejó. Un día pensé que tal vez mi vida era un listado de cosas que iba dejando precipitadamente por miedo a que terminaran y, por eso, guardaba una especie de resentimiento contra mi madre. Todo lo hacía por inercia, como un sonámbulo. Ahogué mis penas en alcohol, como dicen, y poco tiempo después, como también dicen, toqué fondo.
Poco a poco fui cediéndolo todo. Me sentía cómodo en las profundidades, donde nadie espera nada de ti. Y es que nada de lo que hasta entonces había vivido, absolutamente nada, me preparó para sobrellevar la muerte de mi madre. Ese hecho, baladí para el resto del universo, es el hoyo negro que me consume de a poco, la herida que duele como si cada día volviera a abrirse.
Si pudiera hacer un diagrama de mi vida, dibujaría una línea recta, aburrida, larguísima y dolorosa, que, por más rápido que se recorra, parezca no terminar nunca; la mirada no podría abarcarla. Como la autopista de Tucson sobre la que ahora me deslizo y que tantas veces he recorrido, con un paisaje fotográfico e inmutable atravesado por esta franja de asfalto que no corta nada y parece una cicatriz sobre la tierra, a cuyos lados se encuentra lo mismo: desierto, vegetación exigua y un polvo amarillento que cubre todo y por momentos se amontona formando rocas en una suerte de túnel por el que apenas se vislumbra un cielo de nubes blanquísimas, largas. Un cielo sin papalotes que anuncia un ocaso que lastima los ojos y al cual me dirijo con el acelerador hasta el fondo, con las dos manos en el volante y la certeza de que no lo alcanzaré porque siempre llego tarde a todo. Voy dejando mis sueños tras de mí sobre el camino y el recuerdo, o los vestigios del recuerdo, de una vida cancelada hace ya mucho tiempo. De pronto, bajo la velocidad. Uno nunca llega a ninguna parte, pienso. Doy un giro de noventa grados —humo negro, marcas de llantas sobre la carretera— para volver por un camino que jamás quise recorrer. Quiero huir de los crepúsculos y los finales fáciles en busca de un mapa que me muestre el camino de vuelta.
Fragmento del cuarto paso del programa de recuperación de A. A.