MAIRA COLÍN Y MANLIO GUTIÉRREZ
La preparación para romper un récord
—¿Compraste la sangre? —pregunta Marcela casi sin voltear a ver a su esposo.
Gabriel duda y tarda en contestar, lo que hace evidente que olvidó pasar a la tienda de maquillaje. “Sin sangre no hay zombis, cualquiera lo sabe”, piensa ella mientras —un poco molesta— toma su bolsa y se dirige a la tienda de disfraces especializada en prótesis y maquillaje para efectos especiales, que está cerca de su casa en la colonia Roma. Con suerte encontrará un frasco de sangre coagulada listo para recrear a los que, desde hace algunos años, son sus monstruos favoritos: los zombis.
Piensa que hay mucho en juego: no sólo quiere pasar una tarde jugando con su familia a ser muertos vivientes, ese día México va por el récord mudial de participantes en un Zombie walk. No puede evitarlo, por sus venas corre ese gen dominante chilango que incita, a quienes viven en lo que alguna vez fue Aztlán, a batir los récords que se imponen en otros países: la rosca de reyes más grande, un árbol de Navidad sobre Reforma, miles de personas haciendo la coreografía de Thriller de Michael Jackson.
Romper el récord de la marcha de los zombis implica un reto especial, pues México nunca fue un país identificado con los zombis y su cultura, tan presente en otros lugares del mundo. De hecho, hace algunos años, una marcha zombi hubiera sido casi impensable: habrían asistido algunos pocos fanáticos del género, quienes se hubieran enfrentado a un público divertido, así como a algunas miradas reprobatorias. En México el cine y, en general, cualquier manifestación artística relacionada con el terror ha sido bien recibida, sin embargo, aquí los zombis nunca han reinado: vampiros, hombres lobo, La Llorona y toda suerte de historias de demonios y fantasmas ocupan lugares más altos entre los seres sobrenaturales que amenazan a la humanidad que los muertos vivientes.
Aún así los Díaz –ella, él y su pequeño hijo, Lucas—se alistan presurosos para que su piel luzca pálida y sanguinolenta. Pase lo que pase, saldrán a tomar las calles del Centro Histórico de la ciudad de México y a marchar, con miles de personas a su lado, para diluirse en una masa uniforme de seres grotescos: la más fiel alegoría al fin del mundo.
Marcela tiene que arreglárselas; en la tienda de maquillaje solo queda sangre líquida que difícilmente permite emular la putrefacción y la carne desgarrada propia de los muertos vivientes. Sus conocimientos de maquillista amateur le dan herramientas para intentar resolver esta situación; busca en blogs y páginas de Internet. Después de una consulta intensa decide utilizar chocolate para que la sangre de utilería obtenga la consistencia adecuada, para así evitar que la primera incursión de los tres Díaz en el mundo zombi sea un desastre.
¿Por qué los zombis?
El fenómeno zombi ha explicado o ha sido utilizado como barómetro de distintas manifestaciones sociales: el extremo consumismo que aqueja el siglo xxi; la eterna decidia de las nuevas generaciones; la forma en la que nos comportamos como sociedad automatizada y estandarizada ante los fenómenos humanos; el corte igualitario en el que los gobiernos y la iniciativa privada encasillan al sujeto.
La primera gran película de zombis modernos, The night of the living dead, dirigida por George A. Romero, es quizás uno de los mejores ejemplos. El reconocido director de culto realizó, con un bajísimo presupuesto, esta cinta que llegó a las salas de cine en 1968. La trama se resume en que las radiaciones procedentes de un satélite provocan que los muertos salgan de sus tumbas para alimentarse de seres humanos. Como parte central de la historia, un grupo de sobrevivientes busca escapar de la horda de muertos vivientes y se refugian en una granja que han fortificado con las pocas herramientas y materiales con los que cuentan.
Los que han estudiado el fenómeno zombi han encontrado en esta película una sólida crítica social que se muestra en varios frentes: en el “enjambre” de muertos se han querido encontrar los matices de las personas controladas por diferentes poderes fácticos como los medios masivos de comunicación, por la política, por el poder económico o la ideología; en las radiaciones del satélite se ha montado todo un discurso ambientalista y del abuso del hombre sobre la naturaleza, y Ben, el protagonista, que —a diferencia de la narrativa de esa época— es un hombre de color, ha sido tomado como una declaración frontal de Romero a la discriminación social y el apartheid, aunque el director siempre ha dicho que la única razón del porqué Duane Jones fue el protagonista es que era el único actor dentro del pequeño grupo involucrado en el filme.
La película tuvo un buen recibimiento aunque no consiguió ser un gran éxito comercial hasta años después, sin embargo, logró establecer la fundación del fenómeno zombi, así como la configuración de las historias de terror que incluyen a estos seres. Así, el pánico hacia los zombis se fincó, sí, en su hambre por la carne humana y en la capacidad de contagiar a otras personas si los muerden, pero lo fundamental es el enjambre: la gran cantidad de infectados que persiguen a un puñado de sobrevivientes. Una multitud contra unos pocos.
A partir de esto, el fenómeno zombi ha ido creciendo de manera un tanto lenta, pero consistente en todo el mundo, casi de la misma forma que sus interpretaciones sociológicas y sicológicas.
En el libro Filosofía zombie de Jorge Fernández Gonzalo, finalista del Premio Anagrama de Ensayo, se hace un análisis muy profundo sobre lo que significa la cultura zombi y su relación con la sociedad contemporánea. Fernández Gonzalo encuentra en el mundo de los zombis un reflejo de los miedos más profundos de la humanidad. Los “caminantes” han ganado popularidad porque no solo llenan ese vacío arquetípico, sino que también reflejan el miedo de la sociedad a que algo nos posea, nos haga menos humanos o, peor aún, nos convierta en las víctimas de esos “menos humanos”.
En su interpretación, eso que nos transforma en “menos humanos” es la sociedad de consumo; su necesidad de estandarizar y eliminar la individualidad para generar una masa uniforme de seres incapaces de pensar por sí mismos, motivados únicamente por la necesidad de tener cada vez más cosas. ¿Esto explica el éxito del fenómeno zombi en México? Es posible, no obstante, quizás el auge zombi en nuestras tierras tenga que ver con miedos más inmediatos, más tangibles y más sobrecogedores.
Zombis en Aztlán
Los Díaz están listos para salir rumbo al monumento a la Revolución. Ataviados con la ropa hecha jirones y los prostéticos emulando el cuerpo en descomposición, los tres miembros de la familia se dirigen a San Cosme. El más espeluznante de los tres es Lucas, el pequeño hijo de esta pareja que discute la trilogía zombi de David Wellington y que se acurrucaba mientras leía los ejemplares de The Walking Dead.
Los organizadores del Zombiewalk han pedido que los participantes lleven consigo productos alimenticios que serán donados a una causa social. Marcela sabe de esta solicitud, pero, a medio camino, se da cuenta de que ha olvidado la bolsa del supermercado en la puerta de su casa. No dice nada, probablemente nadie se dé cuenta de su falta; está segura de que los hermanos zombis los aceptarán con o sin donativo.
Llegan al lugar. Conforme se acercan al punto de encuentro, la extrañeza de los transeúntes es menor. Cada vez hay más que se parecen a ellos; cada vez más cuerpos mutilados, pútridos, desgajados, sanguinolientos. Al principio, el pequeño Lucas teme; sin mucho ímpetu le dice a sus padres que no quiere ir, que tiene miedo, pero no lo escuchan; sus progenitores conducen el pequeño coche rojo de plástico en el que va sentado su hijo mientras miran todo a su alrededor.
Están extasiados; comienzan a calificar los outfits de los asistentes, los huesos de fuera, los cerebros desbordados del cráneo, los ojos que se balancean en la cara. Parece que Lucas termina por aceptar su entorno, por difuminarse, por mimetizarse con aquellos que parecen apelar al infierno y que, al igual que él —por imposición o por suerte— se han disfrazado. Todos sonríen, momentos intímos llenos de risas en descontrol. Máscaras para perder singularidad; disfraces que, por tiempo escaso, los disipa en un colectivo en donde los apelativos “papá”, “mamá” e “hijos” no importan; donde no hay que velar por la vida porque, hipotéticamente, ya se está muerto. Y ya estando muerto, uno es capaz de todo.
El inicio de la Guerra Z
Como ya se dijo antes, uno de los rasgos del miedo primigenio a “los muertos vivientes” es la situación límite en la que en una hecatombe zombi los seres humanos pudieran representar una ridícula minoría en un mundo sobrepoblado por seres sin pensamiento y con hambre de sangre. De repente, los grupos de sobrevivientes se verían sobrepasados por una realidad dominada por los “otros”; seres alienados que tienen un solo objetivo destructivo y en los que no cabe el mínimo resquicio de humanidad. ¿Es México un lugar en el que pudiera generarse un miedo colectivo capaz de hacer florecer una cultura de los zombis?
Para muchos, el 2006 es un año que quedará tatuado en la historia de México como aquel en el que se inició la guerra contra el narco. Los expertos dicen que el crecimiento de la violencia de los grupos de criminales en el país responde a muchos factores. La clara corrupción imperante en distintos niveles de gobierno que ha permitido que los delincuentes se adueñen de territorios enteros; la transición del mero transporte de drogas hacia Estados Unidos al narcomenudeo en México; el afán de grupos especialmente violentos como Los Zetas o La Familia Michoacana por controlar y obtener beneficios no solo de la venta de drogas, sino de todas las actividades económicas que se desarrollan en una comunidad, y la lucha iniciada por el gobierno de Felipe Calderón que ha enviado al Ejército y a la Marina a las regiones más afectadas por la criminalidad.
La violencia del crimen organizado, en un principio, se restringía a los enfrentamientos entre los propios criminales; sin embargo, la barbarie narco fue cada vez más notoria y pública hasta llegar al grado de que comunidades enteras quedaron sometidas al insaciable apetito de dinero y poder de los narcotráficantes y sus redes, así como a los embates entre el crimen y las fuerzas federales.
En este sexenio, el noreste del país ha padecido, en mayor medida, el dolor y el sufrimiento provocado por los criminales y por la carencia de autoridades capaces de hacerles frente. Tamaulipas es, desgraciadamente, un ejemplo muy claro de lo que ha pasado en la guerra contra el narco. La policía local, que debería estar ahí para defender a la población, se ha coludido con los grupos criminales, lo cual significa —literalmente— que los habitantes de los pueblos han quedado indefensos ante el embate bestial de los delincuentes.
El comportamiento depredador de los criminales se asemeja mucho al de los zombis de las películas; actúan en manada como poseídos por un virus que se propaga rápidamente y que convierte a la gente de bien en una minoría hasta que, inevitablemente, los pocos sobrevivientes montan barricadas dando la batalla final por salvar a la humanidad.
Algo así fue lo que ocurrió en Ciudad Mier, Tamaulipas, que es considerada una zona estratégica para el transporte ilegal de drogas hacia Estados Unidos. La lucha entre el grupo conocido como CDG y los Zetas fue convirtiendo a esta ciudad, considerada como Pueblo Mágico por su atractivo turístico, en un pueblo fantasma que —en cierta medida— recuerda al Londres filmado por Danny Boyle para su película 28 días después. Las imágenes que se pueden ver en Youtube son desoladoras. Después de los secuestros, las desapariciones y los asesinatos de ciudadanos inocentes, de los cuales ambos grupos se culpan mutuamente, vino un éxodo de personas hacia Monterrey o Estados Unidos que redujo a la población en un 80 por ciento.
Las calles de la ciudad se vaciaron, los comercios cerraron, las fachadas de las casas se llenaron de agujeros de bala. En la contundente crónica realizada por Diego Enrique Osorno para la revista Gatopardo, “La batalla de Ciudad Mier”, es posible darse una idea de lo que se vivió en esta comunidad del noreste del país. Hay una frase que resume lo que significaba caminar por las calles del pueblo: “Aunque no ves a nadie, sabes que hay alguien viéndote a ti. Lo sientes mientras caminas entre el metal escupido por las bocas de los fusiles, regado entre vidrios rotos que, pese a tu cautela, es inevitable hacer que crujan con la pisada de las botas.” La llegada de los zombis que todo destruyen, que atentan contra la libertad y lastiman lo que encuentran a su paso, ya sea exterminándolo o convirtiéndolo en seres iguales a ellos.
Muy cerca de Ciudad Mier, después de que la “infección” del crimen se propagara, un hombre quiso defenderse hasta el último momento. Alejandro Garza Tamez, conocido por los lugareños como don Alejo, y quien tenía un rancho maderero en Padilla, Tamaulipas, emprendió una lucha imposible. El 13 de noviembre de 2010 un grupo de sicarios de los Zetas llegó hasta su rancho para exigirle que les entregara su propiedad; que ya estaban apalabrados con un notario que haría el trámite de escrituración. Sin autoridades a quien recurrir, don Alejo tomó una decisión. Según cuentan las crónicas y reconstrucciones de ese día, llamó a sus empleados para pagarles y pedirles que no se presentaran a trabajar al día siguiente. Después fue a buscar las armas con las que contaba y que había acumulado a lo largo de su vida debido a su afición a la cacería y las comenzó a colocar en las ventanas de su rancho.
Después, se sentó a esperar su destino.
Al día siguiente apareció frente a su propiedad un grupo de treinta Zetas armados con fusiles de alto poder y comenzó una batalla tristemente épica que ha quedado marcada como una página heroica para los lugareños, pero que es un claro ejemplo de la descomposición que se ha alcanzado en diversas regiones del país.
Don Alejo puso todo su empeño en la defensa de su propiedad. Sus escopetas de caza disparando contra seres despiadados que portaban AK-47 y AR-15, armas que, muy probablemente, llegaron a México por contrabando gracias a la deplorable política armamentista de Estados Unidos. Por supuesto, la acción heroica de don Alejo no daba para un final feliz: después de matar a cuatro agresores fue abatido por las balas de los Zetas, quienes terminaron huyendo ante el temor de que el Ejército llegara al lugar.
La imagen concuerda tanto con la película de Romero que da vértigo pensarlo: una granja, la ansiedad que provoca la invasión incontrolable, el sacrificio de quien prefiere dejar la vida antes que sucumbir. Un superviviente defendiéndose con armas contra esos muertos vivientes, el lugar confinado y la raza humana deshecha. Un escenario apocalíptico. Y sí, en el caso de don Alejo, lamentablemente, la sangre no fue de utilería.
La mirada de los no humanos
En el monumento a la Revolución la masa uniforme es gigantesca; invade gran parte de la plancha. Todavía hay algunos sujetos que apresuran a los maquillistas patrocinadores del evento: “Ya déjame como sea, ésto ya va a empezar”, se escucha entre los zombis a medio terminar.
Los organizadores toman la palabra; le recuerdan a los asistentes que es una marcha pacífica, divertida, tolerante. Con orgullo le hacen saber a la familia Díaz y a los otros 9797 asistentes que el récord se ha roto: Bye, bye, Sydney; Welcome, Mexico City. Las instrucciones son muy claras: del Monumento a la Revolución al Zócalo.
Inicia el recuento; a la de diez todos dejarán los rastros humanos y se volcarán en un otro que representa la antítesis de lo que somos; superarán su cotidianidad, la transgedirán para, a su vez, recrear una simulación de cómo luciría el centro de la Ciudad de México si una pandemia tomara nuestras calles, a nuestra gente, nuestro posible futuro.
Los Díaz se aprietan las manos, el paseo está a punto de comenzar. ¡Cuatro, tres, dos, uno!, se escucha desde un altavoz y con furia los zombis emprenden su recorrido. Caminan arrastrando las piernas y se comunican a punta de gruñidos y lamentos. Cuerpos en descomposición, entrañas, huesos y cerebros que se asoman de entre las carnes de quienes, con ímpetu, se hacen llamar a sí mismos los muertos vivientes.
Marcela se siente orgullosa; los tres se ven espectaculares. Lo mejor de toda su creación es la herida en la cabeza de su esposo, realmente es asquerosa, tangible, perfecta. Por su parte, Gabriel decide honrar el esfuerzo y dedicación de su mujer con una actuación monumental, y cuando Lucas le dice que tiene sed, Gabriel le contesta: “está en personaje”. Los pasos entrecortados; la posición de los brazos que caen lánguidos a su costado; la inclinación del cuello, la cabeza que parece rebotar sobre su hombro derecho; los sonidos guturales que recuerdan los rumores de las noches en las que uno teme lo peor.
De todo, lo que más destaca en Gabriel es su mirada: esos ojos que no dicen nada, que parecen no registrar el mundo; la vista de un autómata, contemplación estéril. Cuando Lucas se percata de que en los ojos de su padre se delata la ausencia de su padre, decide ponerse a llorar honda, sentidamente. Gabriel regresa en sí; toma al pequeño entre sus brazos mientras lo calma y le dice que todo es un juego, que nada de lo que ve a su alrededor es real, que se ría y que lo disfrute.
La ausencia que se delata en los ojos.
Andrés es amigo de los Díaz. Hace un par de años se vino a vivir a México para trabajar en una empresa de desarrollo agrícola. Por su trabajo tenía que viajar constantemente a Tamaulipas para supervisar el trabajo de los productores con los que está asociado.
Hace algunos meses realizó su último viaje al noreste del país y, según cuenta, en una parada para cargar gasolina se acercó a él y al grupo con el que viajaba, una camioneta llena de hombres armados que bajaron para encararlos. Los tipos, como si fueran un grupo policial, les pidieron sus documentos de identificación, les preguntaron qué hacían, de dónde venían y hacia dónde iban. Andrés, temblando por el miedo que le provocaba la situación, entregó su pasaporte colombiano lo que, tomando en cuenta las circunstancias, podría haber sido una condena a muerte. Sin embargo, quienes los detuvieron no entendieron lo que significaba el pasaporte, probablemente no sabían leer. Entre graznidos incomprensibles se subieron a su camioneta y se fueron señalando muy claramente que les iban a perdonar la vida, pero que no los querían volver a ver.
De ese momento, algo quedó grabado en la memoria de Andrés, más allá del miedo de saber que había estado tan cerca de no contar lo que recién le acababa de suceder. Reviviendo la escena, dice que quien lo encaró y farfulló cosas en un español poco inteligible, no tenía la mirada de una persona; por el contrario, todo el tiempo sintió que estaba hablando con un autómata y que lo único que pudo ver en sus ojos era un vacío difícil de explicar, una carencia absoluta de alma o cualquier vestigio de humanidad. “Era como estar frente a un muerto que se movía”, dijo. Justamente era como estar frente a un zombi.
Estética zombi
A lo largo del Zombiewalk se ve de todo: desde producciones al más alto nivel de Hollywood, hasta heridas que parecen haber sido trazadas con marcador rojo Esterbrook. Pero, en general, ningún espectador grita ante las tripas salientes, la falta de extremidades o los decapitados que deambulan por las calles del centro de la ciudad. Imposible saber si la tolerancia a esas imágenes es la filia que nos hizo crear y celebrar el Día de Muertos o si es que la vista se asemeja muchísmo a la de cualquier periódico nacional.
Hace solo un par de años, imágenes que antes estaban reservadas para medios sensacionalistas como Alarma o La Prensa, comenzaron a ser más comunes en medios más tradicionales. Restos descuartizados, cabezas abandonadas en zonas urbanas, cuerpos colgando de puentes peatonales con claras muestras de tortura. Los delincuentes han ido entendiendo a los medios de comunicación como un vehículo para enviar mensajes a sus rivales y, sobre todo, para sembrar el miedo entre la población.
La constante aparición de estos retratos sangrientos ha tenido diversos efectos. Una sociedad asustada por momentos, harta en otros. Una sociedad que, sin quererlo, se ha acostumbrado a las imágenes violentas y a considerarlas parte de la vida diaria. Las primeras masacres en las que estuvieron claramente implicados los narcotráficantes, indignaron a todo el país; lo mismo sucedió cuando empezaron a aparecer los colgados, los encajuelados y las cabezas. Sin embargo, hoy han dejado de ser noticia, los periódicos las han relegado a pequeñas notas en las páginas interiores y los lectores, muchas veces, pasan por ellas sin prestarles atención.
Se oyen las voces de quienes ven a los zombis marchar hasta el zócalo; algunos toman fotos mientras otros enuncian la estupidez del mexicano y la vanalidad de participar en un evento al que, simplemente, no le ven sentido. Y entre reclamos y flashes se distingue un cúmulo de personajes que llaman la atención de todos. Son un grupo de siete, no todos son zombis: cuatro de ellos son narcos convertidos en muertos vivientes y tres son elementos de la Policía Federal, quienes les apuntan a los zombis en la cabeza con armas de utilería. Pequeña coincidencia: las estrellas del Zombi walk son las mismas que las de la guerra contra el narco.
Zombitlán
El contingente llega al centro de la ciudad y en cuanto los zombis pisan la plancha del zócalo se termina el embrujo: aparecen las voces normales que ríen y piden fotografiarse con sus zombis favoritos; las caras —a pesar del maquillaje— revelan una humanidad que se mofa y se divierte con lo que acaban de hacer. Se miran unos a otros, casi se auscultan; la apariencia de todos es la de muertos vivientes, pero en los ojos se puede ver que no le harán daño a nadie, que son los de siempre, que son humanos, que son el lado bueno de la historia.
Casi diez mil personas jugaron a ser un otro corrupto, la antítesis de lo humano, un algo vivo y muerto a la vez. ¿Por qué? ¿Era necesario un despliegue narrativo de esas dimensiones o solo se trató de un evento que marcó el hito de la ociosidad mexicana?
La reciente guerra contra el narco tiene un escabroso parecido con el fin del mundo versión zombi; nos ha enajenado y quitado muchas libertades que antes dabamos por hechas. Incluso, es probable que los zombis, en este caso, el crimen organizado, sea una representación de nuestra propia sociedad y de lo que somos: ese otro “yo” putrefacto y descompuesto en el que no podemos dejar de reconocer a México.
Como sucede con la muerte y el Día de Muertos, hemos entendido el crimen como una parte presente y, hasta cierto punto, inevitable de lo que es México, así que usamos a los zombis como una alegoría de ese horror; nos disfrazamos de ellos, y nos damos permiso de —por unos segundos y sin agredir a nadie— actuar como esa masa de seres violentos que se alimentan de la vida de los demás. Nos hemos hecho expertos en sobreponernos al horror que nos supera en todos los sentidos.
Los zombis vienen a instalarse entre lo que consideramos un mexicano de bien y un sicario. Haber adoptado la narrativa del fenómeno zombi justo en este momento de la historia de nuestro país, probablemente sea nuestra manera de decirnos que hay cosas que develar. Quizás es probable que éste sea un momento en el que a los mexicanos nos toque vernos de frente; asomarnos a esa manera que tenemos de darle la vuelta a las tragedias, a lo terrible, a lo irremediable. Existe la posibilidad de que los narcos sean el resultado de una mirada real al espejo; a lo mejor son un reflejo muy cercano a lo que somos, un destello que hemos querido ignorar porque nos da un miedo terrible; un “nosotros” que se ubica cada vez más cerca del crimen organizado que el de la sociedad operando bajo los principios del pacto hobbesiano. ¿Son los narcos la descomposición virulenta de México o son ese irremediable destino que aniquilará los restos del mito de ese México bondadoso que tanto valoramos?
Las preguntas son muchas y un simulacro zombi como el ZombieWalk ha dejado todas al descubierto.