IVÁN MEDINA CASTRO
Hay cosas que están ahí.
No sé si en la mente o en algún otro
lugar que no alcanzamos a identificar.
Probablemente habiten en el entrecuzamiento
del mundo interior con el exterior.
Bernardo Esquinca
A Fernanda García
El día que visité la corporación farmacéutica me invadió una sorprendente sacudida de intenso calor. Raro en invierno, pero con eso del cambio climático a las cosas meteorológicas más fenomenales tendremos que acostumbrarnos. Pero como dije, fui a Bayer nada más porque alguien me había dicho que por aceptar un tratamiento médico, a prueba, pagarían mucha plata. No podía despreciar la oportunidad, el año apenas pasado trajo incertidumbre. Ya estaba harto de quedarme en casa aguantando las quejas de mi mujer y los llantos de mi hija. Por momentos yo también quería llorar y lamentarme cuando no lograba vender las tapas de las coladeras que mi amigo Víctor y yo robábamos de las calles pues apenas tenía para adquirir algo de pan de centeno, salchichas y la leche en polvo para la niña. Pero nunca lo hice, no tenía con quién hacerlo ni tiempo para eso. En una noche de esas, de total desesperanza; fue cuando recibí la llamada de Víctor con la propuesta.
Ya en la recepción, una señorita, vestida como para ir un domingo a adornar con tulipanes la tumba de su marido, me atendió con desmedida cortesía convenciéndome de participar en el estudio. Tuve mis dudas pero aquel ser risueño me aseguró que nada negativo podía pasar. Salí del complejo y afuera estaba despejado, había un soplo de viento muy suave que hacía temblar las hojas de los eucaliptos. Por un momento también temblé al recordar que sostenía entre mi brazo un fólder con el contrato de aceptación: voluntaria, debidamente informado y sin ningún tipo de amenaza. Me senté en una banca mientras esperaba el transporte público y leí con detenimiento las disposiciones a seguir hasta dar con unas letrillas que decían: “La compañía químico farmacéutica se abstendrá de responder dado el caso en que el medicamento ingerido cause cualquier complicación inesperada o algún efecto secundario”.
Después del primer mes de ingerir cada mañana una gragea púrpura, las cosas en el hogar nunca antes fueron mejor. Yo me sentía pleno, el rostro de Fernanda volvía a manifestarse la dicha y las carcajadas de mi hija rebosaban a cada instante, incluso mi esposa permitió que tuviéramos relaciones sexuales detrás de meses de no hacerlo. Transcurrido el primer semestre del tratamiento, mi vida era feliz. Hasta que de pronto, durante mis noches de sueño, tuve la sensación de oír una danza de voces amplificadas en mi mente que irrumpían demandando desatar el fuego proveniente del Averno. Eran voces desquiciantes como un enjambre, o a veces, parecidas a un susurro que se confundía con la brisa. Externé mi malestar a Fernanda y ésta me recomendó consultar a una pariente siquiátrica suya, y aunque el tratamiento de barbitúricos dio resultado en un principio, las voces castradas que resonaban como un diapasón dentro de mí, regresaron demandantes y con mayor intensidad. Los días desfilaron así, llenos de ansia y sometimiento. En un estado de sopor y una extraña fase de duermevela. Vivía con la obsesión de hacer sonar el reino imperecedero de la oscuridad iluminando con llamas sus campanarios. Hasta que un día, un pesado y calcinante silencio se apoderó del ambiente. Llegué muy noche a casa, la habitación estaba a oscuras y hacía mucho frío. No encendí la luz pues no quise despertar a Fernanda. Me metí a la cama y gocé de su calidez. Por la mañana, Fernanda subió el volumen del televisor y la Deutsche Welle anunciaba: “un gran incendio fue provocado en un asilo de ancianos, las llamas eran tan densas que alumbraron por horas el cielo nocturno de Dresden como estrellas centellantes”. En eso, Fernanda, mientras mezclaba mi pastilla púrpura con avena, me reclamó con enfado por qué había dejado la cama oliendo a hollín. No supe qué responder, en vez, solté un suspiro largo y profundo. A continuación, miré mi rostro ante el espejo y sentí cómo las piernas se paralizaron y cómo el terror se arrastraba hasta las raíces capilares. Fue la primera y última vez en experimentar semejante sensación.