ASMARA GAY
Sólo es artista quien puede convertir la solución en un enigma.
Karl Kraus
Recordado, entre otras cosas, por su afición al béisbol o al fútbol —uno de sus cuentos, “Hoy juegan”, formó parte de la antología que Marcial Fernández compiló bajo el título También el último minuto (Ficticia, 2006)—, Vicente Leñero (1933-2014) es una pieza clave en la construcción de diversos referentes literarios y periodísticos, aunque, lo más importante, un referente de cómo la vida juega una partida de ajedrez con el destino del hombre sin que éste siga la estrategia que había ideado para enfrentarla, sino que avanza, en muchas ocasiones, a partir de lo que hace el contrario, es decir, a partir de las circunstancias que le da la vida.
Ingeniero civil de profesión, amante de las matemáticas y de Julio Verne, Graham Greene y Gilbert Keith Chesterton en su juventud, Leñero se puso en contacto con el que habría de ser su oficio por primera vez en 1958, cuando ganó un concurso universitario de cuento. Por aquel tiempo entró al taller de Juan José Arreola y más tarde, como becario, al Centro Mexicano de Escritores. Si en principio sus lecturas las había hecho por placer y sin método (en la charla que dio el 7 de octubre de 1965 en el Palacio de Bellas Artes dentro del ciclo Los narradores ante su público comentó: “Luego de Greene: León Bloy, Mauriac, Bernanos, Pascal el matemático; el regreso a Dostoievsky, Proust, Freud; pero también Ellery Queen, el insoportable Sartre, los escritores mexicanos —¿por qué no?—… Siempre sin orden, pero también sin prejuicios. Buscando y disfrutando lo que a mí, concretamente a mí, me satisfacía” [Acevedo, 2012: 196]), en este período en que entabla amistad con otros escritores y se empieza a relacionar con gente del medio, la angustia se asoma en el joven escritor cuando se da cuenta de que sus “pobres lecturas” no coincidían con las de sus compañeros y maestros:
Cuando era incapaz de adivinar de qué autor eran esos versos que Arreola estaba declamando en francés, cuando me daba vergüenza confesar que no había leído a Stendhal, ni a Baudelaire, ni a Tolstoi, ni sabía quién era César Vallejo. Si en ese tiempo no me volví mitómano fue por verdadero milagro y porque siempre había tiempo de encerrarse a leer para ponerse al día y a la altura de las nuevas circunstancias. Aunque en más de una ocasión, al terminar con Camus, por ejemplo, e ir muy orondo y decidido a comentarlo, resultaba con que ahora ya nadie quería hablar de Camus, sino de Melville… Entonces leer a la desesperada a Melville —el resucitado en turno— corriendo el riesgo de que volvieran a sepultarlo a la semana o al mes siguiente (Acevedo, 2012: 196).
Sin embargo, como decía el mismo Vicente Leñero, lo difícil es empezar, pues precisamente gracias a ese afán de snobismo literario, de no quedarse rezagado frente a sus compañeros y maestros, devoró libros que de otra manera no hubiera conocido y autores a los que jamás se habría acercado. Por su distintiva timidez, que le había hecho defender con empeño la soledad que le gustaba, siempre consideró que estas relaciones estaban bien, a ratos. Incluso llegó a creer que fue precisamente esta falta de pertenencia a un grupo lo que en algún momento dificultó su carrera de escritor. Sergio González Rodríguez, en un artículo que publicó recientemente en su columna Noche y Día del periódico Reforma (6 de diciembre de 2014: 20), recuerda que el dramaturgo aborrecía a la “mafia literaria” y señala que Leñero “marcó un punto y aparte con su máquina de escribir”, tanto por su calidad literaria como por sus principios éticos y, a propósito de esto, cita al escritor rumano Mircea Cartarescu:
Cartarescu ha escrito que los mediocres, los artificiosos, los inofensivos, los oportunistas, los cómplices del lugar común son los grandes triunfadores en la feria de las vanidades literarias, “mientras que los verdaderamente buenos están rodeados por el famoso cordón sanitario: o bien no se habla sobre ellos en absoluto, o bien se habla mucho, pero a sus espaldas; o bien se les somete —para que se les baje los humos— a un encarnizado tiroteo de insultos”.
Para quedar bien, para ser aceptado, a veces el escritor traiciona sus ideas y se apostola en favor de las opiniones de otros, dejándose influenciar por el estilo de los creadores o críticos consagrados a los que sus contemporáneos observan como vacas sagradas. Pero Leñero siempre renegó de esto; de los dogmas de fe, de admitir sin discusión las presiones literarias más insistentes, del prestigio cultural a rajatabla, de la divinización del escritor a cambio del oficio.
Mejor alejarse un poco, convivir a distancia, charlar de cuando en cuando con fulano o con mengano que son buenas personas, inteligentes, lúcidos. Nada más.
[…]
Conozco de saludo, de quihúbole-quihúbole, de sonrisitas, de conversaciones más o menos breves en la calle o en alguna reunión, a varios escritores de aquí. Leo sus libros porque sí me interesa la literatura mexicana. Ni modo. Pero soy inofensivo; no les causo problemas ni ellos me los causan a mí. Puedo escribir, sobre todo, como me da la gana. Mi soledad es mi libertad (Acevedo, 2012: 199-200).
De su estancia en el Centro Mexicano de Escritores, recordaba las enseñanzas, críticas y comentarios que sobre su obra le hicieron Juan José Arreola, Henrique González Casanova, Sergio Galindo, Arturo Souto y Ramón Xirau, sin los cuales es posible que se hubiera quedado con un incipiente librito de cuentos mal terminado. Al contrario, aquellas críticas le abrieron camino a la gestación de una obra que será evocada por todos aquellos que recuerden a este autor jalisciense: Los albañiles.
Con la novela Los albañiles, Leñero obtuvo el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en 1963. Esa misma obra, años después, fue llevada al teatro (Dirección: Ignacio Retes, 1969) y al cine (Dirección: Jorge Fons, 1976), con adaptaciones hechas por el mismo autor. Su afán de perfección le ocasionó enfrentamientos con los directores y actores que la representarían y con autoridades, escritores e intelectuales que no compartían su criterio creativo. Recientemente, Carlos Paul, en su artículo “Leñero, el dramaturgo”, publicado en el diario La jornada (3 de diciembre de 2014), recuerda el impacto que Los albañiles causó entre el público mexicano y que Leñero comparte en su libro Vivir del teatro:
El estreno teatral de Los albañiles, que rebasó las 300 representaciones, generó opiniones encontradas. Unas criticaban el intento de llevar una novela al lenguaje teatral y otras fueron elogiosas, tolerantes y entusiastas.
En esa ocasión, Leñero descubriría que no hay que “engolosinarse” con los aplausos.
“Retes me confió esa noche que nunca presenciaba la primera función de sus puestas en escena, y me contagió su hábito. Salí con él a caminar por las calles interiores de la Unidad Tlatelolco bajo el chipi chipi en el que se había resuelto la lluvia.
“Regresamos al teatro para el aplauso final. Se oía bonito. Fuerte, tupido como la lluvia de la tarde. Engolosinado me deje llevar por su ruido sin caer en la cuenta de lo que años después, a fuerza de asistir a estrenos, descubrió Estela (su esposa) antes que yo:
—Desconfía —me decía mi mujer—. Los aplausos de un estreno nunca son de a de veras”.
Con Los albañiles, el autor no sólo expuso el acontecer de una parte del pueblo mexicano (por relatos como éste se le ha acuñado el término de “realista” a la obra de Leñero), sino que intentó jugar con la estructura formal de su libro: renuncia al orden cronológico y anuncia desde su inicio la búsqueda de nuevas formas narrativas de la novela (propuesta muy en boga a raíz de la publicación de los textos de Alain Robbe-Grillet, teórico del movimiento llamado Nouveau Roman, recogidos en el libro Por una nueva novela). En esta novela, don Jesús, el velador de una obra en construcción, es asesinado y la trama intenta reconstruirse a partir de la búsqueda del culpable, pero va más allá de la anécdota que cuenta, pues tanto el personaje como la reconstrucción del homicidio le sirven al autor para reflexionar sobre la condición humana en una época en que la sociedad asume la vida de manera maniquea.
Como en el ajedrez, arte y juego que por cierto le enseñó Arreola mientras fue discípulo de su taller, sus textos están estructurados de manera ardua, apasionante, con tramas intrincadas, de forma semejante a como se mueven las piezas en un tablero: el control del centro, el inicio como una apertura que no revele la estrategia al contrario (el lector), las acciones de sus personajes enlazadas a partir de una secuencia narrativa, la improvisación en el momento justo (cuando el lector más aventajado piense por dónde se irá la resolución del conflicto, Leñero da una vuelta de tuerca), el uso de la imaginación para disparar un desenlace, la precisión de la atmósfera en la que trabajaba como una parte vital del juego de la escritura.
Quisiera que las cosas fueran más fáciles, pero no lo son. Tal vez si no me preocupara tanto por el mecanismo, que según me han dicho es el mayor defecto de mis novelas, si las trazara en forma lineal, de principio a fin, si me dejara de búsquedas formales, si tuviera más ambiciones por conseguir una obra de verdadera trascendencia, si esto o si lo otro… llegaría yo a mejores resultados. Los amigos y los críticos pueden tener toda la razón del mundo —su propia razón—, pero yo siento que tengo las mías y limitado por mí mismo hago lo que siento, lo que quiero, lo que neciamente puedo hacer (Acevedo, 2012: 202).
En su primer libro, La polvareda y otros cuentos (1959), está aquel primer cuento con el que ganó el Primer Concurso Nacional de Cuento Universitario, “La polvareda”, escrito bajo la influencia del estilo de Rulfo; en el mismo libro está el cuento que obtuvo el segundo lugar: “¿Qué me van a hacer, papá?”, en el que utilizó técnicas faulknerianas. Envió ambos cuentos al concurso con diferentes seudónimos y escritos con distintas máquinas de escribir para evitar que lo descubrieran. Desde esa época a la fecha el cuento en la mano de Leñero se vio reducido a pocas entregas: Cajón de sastre, 1981; Puros cuentos, 1986; Autorretrato a los 33 y seis cuentos, 2002; Sentimiento de culpa: relatos de la imaginación y de la realidad, 2005, y Más gente así, 2013. Es precisamente en Sentimiento de culpa: relatos de la imaginación y de la realidad (en el cual, por cierto, se siente la admiración hacia otro maestro del cuento, Edmundo Valadés), en donde la mirada ajedrecística de Leñero cobra mayor fuerza, no sólo porque incluye relatos en los que la trama está dispuesta a partir de este juego, sino porque en algunos de estos relatos el desenlace es un jaque mate fulminante, como en su cuento “Pieza tocada”.
Entrevistado por Christopher Domínguez Michael para la revista Letras Libres en abril de 2013, Leñero recuerda que cuando ganó la beca del Centro Mexicano de Escritores él envió una propuesta para el rubro de cuento, pero le dieron el premio para que escribiera una novela. Ramón Xirau le aconsejó: ya te dieron el premio, tú escribe la novela. Así nació Los albañiles, obra que se gestaría tras ser rota varias veces por su autor: “Rompo mucho de lo escrito. Padezco una obsesiva enfermedad por estructurar la obra de manera que funcione —digo yo— como un aceitado mecanismo” (Acevedo, 2012: 201-202). Esta nueva faceta en su carrera de escritor, escribir novelas, sería un sendero marcado por el destino que le abriría posteriormente las puertas del teatro, de la adaptación cinematográfica, del silente oficio de hacer telenovelas que, junto con el periodismo, le valdrían premios y reconocimientos diversos (beca Guggenheim, 1967; Premio Mazatlán de Literatura, 1987; Premio Xavier Villaurrutia, 2001; Mayahuel de Plata 2007 en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, por sus aportaciones al ámbito cinematográfico mexicano; Premio Nacional de Periodismo Carlos Septién García, 2010, y la entrada a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro de número en 2010).
Es por eso que don Vicente veía a la vida como una partida de ajedrez, pues para él lo importante no era llegar o ganar (“Pero llegar a dónde. ¡Qué demonios significa llegar!”), sino escribir, vivir, jugar, estrechar lazos con los amigos, con la familia, lo más importante de la existencia, lo que te ata a la Tierra, pues de lo otro, dirá Leñero: “Cada quien —insisto— trata de resolverse a sí mismo. Cada quien es como puede ser, no como quiere ni como debe ser” (Acevedo, 2012: 199).
Fuentes
Acevedo Escobedo, Antonio (comp.) (2012). “Vicente Leñero”, Los narradores ante el público. Primera serie. México: UANL/CONACULTA-INBA/Ficticia, pp. 193-205.
Domínguez Michael, Christopher (19 de abril de 2013). “Entrevista a Vicente Leñero. El realista en el mundo”, Letras Libres, pp. 56-60.
González Rodríguez, Sergio (6 de diciembre de 2014). “Vicente Leñero (1933-2014)”, Reforma, Cultura, p. 20.
Paul, Carlos (3 de diciembre de 2014). “Leñero, el dramaturgo”, La Jornada, Cultura, últimas [en línea], <http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2014/12/03/lenero-el-dramaturgo-6182.html>.