MIRANDA MARÍA GUERRERO VERDUGO
Un grupo armado se aproximaba a Tonatiuhichan. Los aldeanos escondieron a las mujeres. “¡Se aproximan! ¡Aquí vienen!” Las más valientes decidieron pelear y resistirse: “¡Nos coseremos las piernas si es necesario!” Una mujer le suplicaba al hijo que la matara con una piedra: “¡Un golpe y te prometo que muero!”.
Llegaron.
Tonatiuhichan estaba solo. Se dispersaron. Algún escurridizo notó la tierra. Dio gritos. Varias manos comenzaron a cavar. Encontraron algunas mujeres. Muertas. Inútiles para la tortura. Registraban el pueblo, forzaron las entradas de los hogares. Nada. Prosiguieron. El viento del sur acarició su espalda. Las plantas se agitaron. Los asesinos estaban impacientes. Oyeron un grito. Corrieron: “¡Es una mujer, debe serlo!”
No.
Uno de los hombres rompió en llanto. Tenía una erección y no podía quitársela. Se rieron de él. Para compensar la decepción decidieron matarlo: lo sujetaron de los hombros, jalaron su cabello. Él se rió. Era una broma, se repitió lo mismo mientras le metían hojas de maíz en el ano. Fantaseó con vengarse. Lo abandonaron. Quedó tendido en la tierra. Tenía una hemorragia en el recto. Sentía cómo sus intestinos salían por ese pequeño orificio. Escuchó un ruido. Cerca del maizal las hojas se movían. Vio a una mujer; la frente la tenía hundida y en su mano derecha llevaba una roca cubierta de sangre. “¿Me vas a matar?” preguntó él. Ella no contestó. Estaba tan muerta como él.
Al fin había llegado a Tonatiuhichan.