MIGUEL TONATIUH
Lo encontré un día en el monte sórdido. Se perdía en el desgaje de la avenida principal y la parte de la vegetación seca. Lo vi accidentalmente y me lo llevé a casa.
Al inicio no poseía un nombre; finalmente, él lo eligió, justo en un periódico echado sobre la mesa. No era un animal común, no parecía más que una cornamenta superior y fue cuando lo identifiqué: un camaleón cornudo del desierto. El último, quizá, de este territorio inculto que era Dos Sacrificios. Luego, comenzó la historia cuando le compré la pecera, porque lo mantuve algunos meses en un cubo vacío hecho de plástico verde. Le agregué unas piedras redondas. Podría jurar que estaba cómodo hasta que su coloración cambió a verde, como el tono del cubo, en señal de protesta. Me esforcé entonces y conseguí arena y un poco de hierbas artificiales.
Cuando la pecera llegó, lo trasladé. Él permanecía inmóvil. Se golpeaba, de vez en vez, contra el cristal. No reconocía los límites invisibles del vidrio. Luego, con más atención, vi en sus ojos la verdad. Mis palabras eran inteligibles para él. Lo asombroso fue cuando escribió en la arena fina una palabra que acababa de pronunciar: “estulticia”. Vi esa articulación en una caligrafía hermosa. Todo en mayúsculas y podría jurar que la tipografía era Verdana. Debo decir, si no fuera editor, que probablemente no distinguiría una letra itálica de una fuente común; digamos de una Tahoma a una sinuosa Verdana que infiere un acto estético en la voluntad del animal. Una elección difícil para un mensaje tan sencillo y profundo.
Cualquier otro preferiría una tipografía Argelian o una clásica como la New Times Roman. Quizá sin sorpresas, podría elegir una tipo Arial, hija ilegítima de la Helvética
Evidentemente, el mensaje debía emanar de esta forma sinuosa y blanda. Como un mensaje maleable, voluntariamente hecho en la arena. ¿Por qué lo supe? El animal sagrado había puesto entre guiones el nombre de la caligrafía mágica.
Por otra parte, digamos que la mente (no quiero decirlo) elemental del camaleón seleccionó este diseño para crear el impacto adecuado en su lenguaje. Lo hizo para impresionarme, para crear esa expectación por el entendimiento: cuando dos seres comprenden la cualidad de los mensajes del otro se crea un vínculo especial, un contacto cómplice. El camaleón me comprendía, reconocía mi voz y logró, indefectiblemente, traducirla en palabras.
Al inicio pensé, bajo el auspicio de la percepción aristotélica del hombre, aquello que dice: “El hombre es el único ser racional”. Ser antropocéntrico es solo un vicio humano heredado, una especie de enfermedad congénita.
Lo tomé como una respuesta espejo, un acto previo al pensamiento elaborado del hombre. Luego, me percaté de que las respuestas pertenecían al orden lógico humano. Grité. El camaleón nunca ha sido considerado un animal que se iguale al delfín, nuestro único par en pensamientos dentro del reino animal.
Me respondió de la siguiente manera: “Me parece imposible tu pensamiento; la pregunta no se articula así.”
Solo se me ocurrió decirle:
—Dime tu nombre.
El camaleón no tardó en responder en cuarenta caracteres que era un ser sin nombre; en su clan o grupo los camaleones se distinguen por su olor. “Yo huelo a ébano…”, allí se acabó, luego borró todo y continuó “…blanco del templo”. Borró y continuó.
Mi lectura fue audaz y rápida. Tuvo que serlo por la velocidad del camaleón; infinito en sus desplazamientos, movió los ojos y puso las garras en el cristal.
Su nombre, Ébano Blanco del Templo, decía él, era un olor único, un espécimen que yo creía igual a otros como nosotros; era único. Según me explicó, los nombres pertenecen a los olores. No se pronuncian, se perciben; es así como sabes su naturaleza.
Cuando ellos se llaman entre sí imitan un olor. Cada uno de ellos está compuesto de microolores que representan los nombres de esos seres.
Escribió frases como: “Hasta hace poco tiempo me encontraba confundido; no distinguía tu olor, etcétera” para explicarme cómo, los de su especie, mostraban a las hembras su deseo.
Después me contó cómo aprendió el lenguaje de los hombres: vivió mucho tiempo en cautiverio con un anciano ermitaño en el monte, lo encontró atrapado en unas matas salvajes a merced de una serpiente. El viejo sabía comunicarse con olores. Le hizo fácil el entendimiento. El anciano escribía todas las noches en una prosa ligera y sencilla. Escribía en su ceguera. Según describió, solo distinguía los colores y las siluetas. Hablaba en un tono pausado y se auxiliaba de un cayado. Vestía de traje siempre.
Un extraño asunto cansó al camaleón. Me dijo que se retiraría a dormir. Necesitaba un poco de sol.
Prendí, entonces, la lámpara de la pecera; lo vi enterrarse en esa arena atípica. Dormí poco. En la madrugada me asaltaron tantas preguntas y me espabilé para escribirlas. Así comencé esta historia con una serie de preguntas: ¿Cuánto sabes del hombre? ¿Cómo se transmite nuestro entendimiento? ¿Por qué ustedes siempre están solos? ¿Entienden a otros animales?
Después de escribir las preguntas, comencé a sentir escalofrío. Enfermé de pronto. Sudaba y sentía asco. Tuve la presión alta. Recuerdo que cerré los ojos y ya nadie supo de mí.
Desperté al tercer día.
Me rehíce en un hospital pequeño. Una monja me atendía. El olor a desinfectante y alcohol era intenso. Alguien me llevó hacia allá. De inmediato pensé en el camaleón cornudo. Después de un tiempo me di cuenta de que el hospital era una jaula. No lograba convencer a nadie que me sentía mejor. Pedí que me dejaran llamar y se negaron. Comentaron que mi visita estaba aquí.
Milena entró un poco después:
—Estás mal, Gastón.
No entendí sus palabras. Creí que era un juego.
—No puedo estar mal. Me siento íntegro. ¿Cuándo nos vamos?
Milena respondió:
—Debes comprender y tener paciencia. Pasaste dos días hablando de un camaleón que te escribía no sé qué cosas. Cuando quisimos devolverte a la realidad atacaste a mi padre y a mi hermano. Ahora mi padre está en el hospital.
—No sé de qué hablas.
—Quédate unos días, solo eso.
Todo era claro. Yo estaba en el psiquiátrico y el camaleón era un invento producto de mi enfermedad, decían.
El delirio, argumento de Milena, apareció cuando me quedé solo. Según su relato pasé más de un mes sin salir de mi dormitorio. El tiempo era subjetivo para mí. No lo sabía. Quise creer que era un desfase. ¿Cuántos días para ver al camaleón? ¿Cómo fue que pasó el tiempo? ¿Qué era esa lucidez? ¿Entré al tiempo del camaleón y pude leer sus mensajes?
Para Milena, mis reacciones eran lentas. Algo distante a la mente humana. Atrasaba las palabras, hacía hincapié en las sílabas fuertes y en la división de los fonemas. En un segmento de texto podría tardarme horas, calculó. La verdad, no recordaba nada.
No sé si alguien había pensado en el camaleón en este tiempo. Me angustiaba su desaparición, fuera capaz o no de comprender mis palabras. Me aterraba su muerte; pensaba que podría regresar a mi habitación en renta.
Luego, Milena dijo:
—Me he llevado tus cosas. Estarás algún tiempo en mi casa.
—¿Y el camaleón? —me miraba la enfermera.
—No había nada. Llegué y solo vi una pecera con arena. Un poco sucia, por cierto.
Quizá fue esta frase la que salvó la situación. Milena había desviado la atención de la enfermera.
La posibilidad de muerte del camaleón me hacía temblar. Pero sentía un alivio porque no quedarían huellas de mi delirio. Me sentí a salvo.
Cuando entramos a la casa de Milena descubrí un olor secreto que se ocultaba, quizá, en la humedad de los rincones y se perdía ante un olor de hierba salvaje que provenía de la parte trasera del departamento.
Existía un dejo de piedra del desierto; un sutil requiebro, como una sombra encima del aroma de toda la casa.
Recuerdo los primeros días; me sentía tranquilo. No hacía más que pasear de la habitación de Milena hacia la estancia, de la estancia a la pequeña sala y de la sala a mi habitación. Su apartamento no era muy grande: solo tenía cinco habitaciones y la dichosa zotehuela, lugar donde se respiraba algo de aire envenenado de la ciudad.
Fue al siguiente mes, quizá, lo recuerdo vagamente porque culminaba la canícula y yo tenía cada vez más vigor, que salí a mirar las plantas de Milena, algunos helechos, margaritos salvajes y un pequeño jazmín que no tenía olor. El sol entraba perpendicularmente sobre las trampas de hierro donde se enredaba una planta rastrera. Dejó de llover y el aire era seco.
Lo primero que vi fue su cola. Lo vi correr hacia una zona donde una piedra sostenía un macetón con lilas. Se posó un instante sobre la piedra. Me miró.
Lo vi dibujar lento con la uña sobre la piedra.
Tiene que ser una broma, pensé; no me dejé seducir por sus movimientos, podía recaer; lo ignoré, volví a la estancia y Milena llegó, al fin.
—¿Ya lo viste?
—¿Ver? ¿Qué? —sabía que era la pregunta nefasta.
—Está a salvo.
—No sé de qué hablas —ganaba tiempo para escabullirme de la incomodidad.
—Lo rescaté de tu cuarto.
—¿Es un juego? ¿Por qué no lo mencionaste en el psiquiátrico?
—No quería que nos internaran a los dos —dijo en tono dulce.
Estaba enfurecido por el sarcasmo. Ella bajó la vista apenada.
—No pude sacarte antes, no me reproches.
El sol desaparecía de la zotehuela y dejaba un sopor benigno a su paso.
—Nadie lo puede ver —continuó—. No lo entenderían.
En señal de desahogo solté un botón de mi camisa. El calor de sus palabras me hacían imposible el aire del lugar.
—¿Lo conservaremos? Necesita una pecera —dije confundido aún.
—Es mejor así… dejarlo libre. Él comprende. La pecera lo mataría —dio un suspiro y me miro fijo—. Te ves mejor.
Me tocó el mentón. Yo me retiré poco a poco. Luego retrocedí hacia el cuarto. Ella me siguió como jugueteando. Se quitó la ropa.
—Es la velocidad del camaleón —me dijo—. Pero escribe muy hermoso.
—Es un calígrafo —respondí.
Y le devolví la mirada antes de darle un beso. Yo miraba caer el cuerpo de Milena en la cama. Y ella escribía con su dedo mi nombre.
—Nos escuchará —le dije.
—Mañana le buscaré una novia —se dejó mirar y me abrazó.
La recuerdo al cerrar los ojos.