EDUARDO OMAR HONEY ESCANDÓN
Soy Dios y estoy aburrido. Ayer practicaba, sin mucho afán, con un Paraíso bien hecho. Quise que el Adán comiera del fruto sin influencia de la Eva, pero no me hicieron caso. Estaba demasiado bien diseñado ese Paraíso. Con fastidio bajé a cenar a solas con Luzbel.
—¿Te acuerdas cuando creamos un género? Costó casi una eternidad hacer que probara el fruto.
—¡Ajá! Y eso fue porque tuve que sugerirles que te hicieran caso.
—¿En serio? Pensé que había sido por mi propio esfuerzo…
—¡Qué te crees! ¿Muy habilidoso o qué?
—Claro que sí, pero siempre has sido tú el favorito de la familia. ¿Te acuerdas de lo divertido que fue cuando enviaste a tu profeta y….
—¡Ja! ¿La Iglesia de la Partenogénesis Inmaculada? Llevan varios eones discutiendo sobre la santidad o no de los seres microscópicos.
—¿Y crees que la resuelvan?
—No me acuerdo por dónde los dejé. Hace un buen rato que no les presto atención. ¿Recuerdas a esos que dejamos sin milagros y luego hicimos que aparecieran? ¡Toda su ciencia quedó devastada! Me decepcionó que hubieran optado por un suicidio colectivo. Esperaba más de ellos.
—¿O cuando les dimos una tabla periódica en vez de tablas de la ley?
—¡Fue excelente! La pasaron infernal tratando de igualar las huestes celestiales con los elementos y derivar leyes morales de esa tabla. Al final decidieron que todos viven en pecado ya que carecen de pureza química suficiente.
—Pero fue mejor cuando les cambiamos el sentido del Cielo y del Infierno. ¡Qué ideas se les ocurrieron!
—¿O esa vez que no paramos el Diluvio?
—Es mucho mejor a los que tenemos espera y espera con la primera venida. ¿Cuántas promesas y largas les hemos dado?
Y la plática siguió con el recuerdo de grandes y pequeños avatares que habíamos tenido en los últimos tiempos. Fatigados de tanta risa, nos callamos media eternidad.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—No lo sé, ¿hay algo que no hayamos intentado?
—No se me ocurre nada.
Me levanté a observar los cismas religiosos que se estaban dando en algunos universos de bolsillo que había sobre una mesita de al lado. Distraídamente, en uno, metí un predicador monoteísta donde el politeísmo era la norma. No duró ni un cuarto de vida.
—¿Y si creamos un dios a nuestra imagen y semejanza?
—¡Excelente! Uno sin sentido del humor.
—Un poco visceral.
—¿Que crea que es omnipotente pero no lo sea?
—Sí, pero que no nos perciba.
—Está bien, pero debe creerse la verdad absoluta en su universo, ¿te parece?
—¡Perfecto! Si nos aburre, lo deshacemos.
—Hagámoslo! Hay espacio por allá atrás, en el cuarto de trebejos. Así nadie nos verá.
Nos pusimos a trabajar. Limpiamos el espacio en medio de la habitación. Tomamos a placer materias, espíritus, flujos y energías de todos los estantes y cajas que teníamos alrededor. Ubicamos un infinito cerrado que cupo muy bien y aventamos todo adentro. Luzbel se encargó principalmente del escenario y yo del nuevo dios, aunque luego intercambiáramos ideas o le metiéramos mano al trabajo del otro. Cuando tuvimos todo listo, nos escondimos en un pliegue del Más Allá. A la cuenta de tres le enviamos a nuestro dios un soplo vital.
Ese dios se despertó y vio que estaba solo. No nos preocupaba que se diera cuenta de que era una falsificación. Con suficiente tiempo y materia, un dios no se pone a filosofar; solo intenta crear, entonces sigue su impulso nato. Armado solo con el poder del verbo, empezó a nombrar todo lo que lo rodeaba. Cuando dijo sus primeras palabras (que fueron «hágase la luz»), me di cuenta de que llevaba la sangre de la familia. Todos habíamos dicho lo mismo. Le comenté a Luzbel que la próxima vez mejor hiciéramos un dios al que le bastara de su respiración para crear y destruir, o alguno que no tuviera boca.
Mientras tanto, el dios estaba ordenando el caos que le habíamos dejado. Nos divirtió mucho que todo lo hiciera de manera casi simultánea. Esto sería un dolor de cabeza cuando sus devotos trataran de saber el orden de la creación para emularlo. Si realmente supieran de nuestras capacidades e intereses, dejarían de hacerse preguntas absurdas y se dedicarían solo a existir.
Se cansó rápido después de unos siete u ocho ciclos de ordenamiento. Tuvo la necesidad de compartir la palabra y creó diversas órdenes celestiales que se pusieron a cantar a coro. Se quedó extasiado eones y eones por las alabanzas de sus Valinor (quién sabe de dónde sacó el nombre). No se veía que tuviera otro impulso, por lo que optamos por congelar su singularidad. En lo que cocinábamos dos Big Bangs y sumábamos ocho nuevos pecados capitales a un mundo que estaba en el balcón de la casa, Luzbel y yo platicamos:
—¿Viste que todo iba bien?
—Pero es flojo.
—No lo creo, se debe a ese gusto excesivo por escuchar. ¿De dónde lo habrá sacado?
—No de mí.
—Oye, ya me conoces, tampoco de mi.
—¿No habrá sido un descuido en el azar que añadimos?
—No lo creo.
—Tenerlo así es insoportable, y sin hablar del coro… ¿Cómo hacemos para que se ponga a trabajar?
—Vamos a dejarlo un poco sordo.
—¿Quitamos al coro?
—Claro que sí y lo regresamos al momento antes de que creara las órdenes.
—¿Al dios o al coro?
—No seas simple, a nuestro «sujeto experimental».
El énfasis en las comillas nos dio risa. Ya más serios, procedimos según nuestro acuerdo. Al detestable coro lo movimos a un lado por si nos servía a futuro. Dimos marcha atrás al tiempo. Volvió a crear las órdenes. De nuevo congelamos su moméntum para evitar que repitiera su obra. Luzbel escogió a un arcángel que le había caído bien y, en un rapto de romanticismo y necedad, lo nombró Lucifer, después de una breve discusión conmigo. Me ganó con el argumento de «y ese dios, ¿no se llama como tú?». Le aumentó el libre albedrío, sazonó algunos malos pensamientos y lo reinsertamos en el continuo. Activamos el tiempo de nuevo. Los enfrentamientos y rupturas que vinieron a continuación fueron de antología, especialmente cuando el «Gran Jefe» expulsó a todo mundo, fuera de algunos fieles ayudantes.
Empezó a ordenar el desastre que habían dejado los rebeldes. Separó de nuevo la luz y las tinieblas; la expansión de las aguas; la tierra de los mares; el día y la noche; y siguió así un rato. Y resultó que sí era flojo. Centró sus esfuerzos en un mundo de su universo. Se puso a experimentar con decorados de flora y fauna paso a pasito. La primera vez fueron seres unicelulares. Cuando notó que estaban más o menos equilibrados procedió con organismos más complejos, pero tomaron iniciativa propia y modificaron la química de su entorno provocando una gran extinción. No se arredró. Los volvió a multiplicar y se lo tomaron tan bien, que Luzbel y yo nos maravillamos de su creatividad. Había de todo, aunque nos encantaron algunos que ni en pesadillas se nos hubieran ocurrido.
Sin embargo, algo estaba mal y se le murieron casi todos sus seres. Herido en su amor propio, tomó a los pocos sobrevivientes, los volvió a multiplicar y les enseñó a andar en tierra. Sus seres le tomaron la palabra y procedieron a seguir esa iniciativa. El dios tenía un orgullo tal que no disminuía ni un ápice aun cuando sucedieron otras extinciones masivas de vez en vez. La única ocasión en que se molestó (que hizo que nos riéramos hasta el éxtasis) fue cuando, por no haber limpiado bien su cosmos, un pedrusco que andaba suelto llegó de súbito y se estrelló en una bonita explosión. Fue excelente su berrinche porque todo su globo había quedado cubierto de polvo y casi se había convertido en un desierto.
Finalmente, después de tantos ensayos (ya le reconocíamos su imaginación y empeño) y enardecido por las experiencias previas con las potencias que se le habían rebelado, optó por crear adoradores sin poderes. Fue cuando la idea de Luzbel y mía (principalmente mía, ya que así era por lo general el asunto), de haberlo hecho de un sexo rindió frutos. El Adán le salió a la primera, pero hasta el tercer intento no logró crear una Eva, y eso porque usó una parte de Adán para tal propósito. Las posibilidades de juicios e interpretaciones de sus sacerdotes, basados en esta decisión, pintaban a futuro como muy interesantes.
Sus seres, tras un arranque lento basado en la ideología de Eva como centro y forjadora de la vida, dieron un golpe de estado mítico e implantaron una cosmogonía adánica. Dios intervino para reorientar este sistema de creencias, pero me distraje porque había descubierto que al lado de este infinito estaba el de la Iglesia de la Inmaculada Partenogénesis. Ya habían resuelto su dilema: los microorganismos eran divinos y ahora ejercían el Santo Holismo. Pensaba cómo hacerles una mala jugada cuando Luzbel me hizo volver mi atención al centro de nuestra diversión. El dios pedía a gritos a uno de sus seguidores que, si creía en él, debía sacrificar a su hijo.
—Así ha sido con casi todos sus fieles. Le da por ponerse caprichoso. Les exige, les grita, los amenaza y juega con ellos. ¿No es encantador? Se parece bastante a ti.
—No te hagas al cuento, eso viene de ti. Además, ¿qué esperabas? Le falta experiencia, lleva un único intento de creación.
—Pero ya lo vimos experimentar un buen rato.
—Eran seres sin consciencia.
—Aún así sacó conclusiones precipitadas, ¿no ves que se lanzó muy rápido a buscarse acólitos?
—Tienes razón, todo lo hace muy diferente a como nos enseñaron y a las reglas que se deben seguir. Mira en cuál generación puso a Caín y Abel. También toma nota de su diluvio con el registro de seres que poblaban antes y después el mundo.
—Veo que tuvo que corregir de emergencia los registros para que todo fuera congruente.
—Sí, pero ha dejado un tiradero de todas sus pruebas anteriores. Con razón no creen en él.
—Noto que le encanta ser efectista, en especial con objetos ardientes, como zarzas. Fue muy pirotécnica la manera en que destruyó las ciudades pecadoras.
—Y es impráctico. ¿Ya viste que usó siete plagas para convencerlos de que dejaran salir a sus elegidos? Después de la cuarta no sabía qué improvisar.
Lo dejamos seguir, sus extravagancias nos estaban divirtiendo bastante y además nos estaba dando nuevas ideas. Continuó con sus experimentos. En otra parte de su mundo puso a varios seres con poderes limitados, pero también con las pasiones y virtudes de sus seguidores. Interactuaron entre ellos, se crearon muchos mitos e innumerables guerras. Tomó notas, desarrolló conclusiones y colocó a varios iluminados en varias culturas. Algunos fueron exterminados rápidamente (lo que demostraba que las creaciones habían heredado su carácter, a ratos, intolerante), otros pasaron desapercibidos y dos o tres, en especial uno que fue llamado Venerable, dejaron profunda huella. Tomó más notas, pensó unos momentos y precipitadamente (a nuestro juicio) puso a un mesías en medio de su pueblo elegido. Como había permitido que se escribieran las profecías del advenimiento en varias lenguas, y a varias manos, durante un largo periodo, había una enorme confusión. Apenas unos pocos lo aceptaron y se empezó a desarrollar una pasión en el sentido extremo de la palabra.
Luzbel y yo no pudimos evitar reír a carcajadas con todas las situaciones que se le presentaban a cada rato y que se le salían de control. Fue verdaderamente especial cuando su hijo, en pleno calvario, le preguntó «Señor, ¿por qué me has abandonado?» El rostro del dios era una mezcla de sorpresa y perplejidad, porque pensaba que todo había estado en su lugar y momento.
En eso un grito resonó en el cuarto de los trebejos y nos hizo brincar:
—¡Niños! ¡Qué han hecho!
Tanto por el grito, como porque nos descuidamos, el dios se dio cuenta de lo que pasaba. Mamá nos sacó del pliegue donde nos escondíamos, tomó a nuestro dios creado y lo ubicó al lado de nosotros. Luzbel, sin éxito, trató de deshacer nuestra travesura. Nuestro dios nos veía con una cara que mezclaba muchas emociones. Creo que quería llorar. Cuando intenté descrear, mamá me paró en seco:
—Ni lo intentes.
—Pero mamá, es una pequeña broma.
—Ya lo dije, no.
—¿Y si le dices a este —señalé nuestra creación— que extinga todo y nos olvidamos del asunto?
—¿No te acuerdas de las reglas que debes de seguir? Eso y esto que señalas son responsabilidad tuya y de Luzbel.
A espaldas de mamá traté de corregir la situación. No pude destruir ni al dios ni al universo de juguete. Mis poderes estaban bloqueados.
—¡Mamá, estás haciendo trampa!, no me dejas actuar.
—Estás equivocado. Inténtalo de nuevo. O tú, Luzbel. ¿Pudieron?
—No.
—Todavía les falta mucho por aprender en la escuela. No han sabido balancear el nivel de azar, mezclaron muchas cosas que encontraron tiradas por ahí y pusieron tanto de ustedes que ahora este infinito es bastante independiente.
—Pero antes podíamos pararlo y modificarlo, mira el coro. Además es muy chico.
—Lo pudieron afectar al inicio porque la mezcla todavía no se asentaba bien. Díganme, ¿no empezó a actuar por su cuenta a cada rato?
—Sí.
—Ya ven. Y además hay tal desorden y tiradero adentro de él, que no hay manera de asegurar algo a futuro, o que ustedes lo controlen. Se han portado muy mal.
—Pero no es tan malo lo que hicimos, ¿o sí?
—¡Ay, niños! Si supieran…
—¡Pero soy Dios!
—¿Qué sabes tú de eso?
—Pero, mamá…
—No se preocupen, yo me encargo. Al menos los mecanismos de finalización los colocaron más o menos bien. Esperaré a que se les acabe el tiempo —echó una mirada al desastre que teníamos en el centro del cuarto—… o a que se autodestruyan. Bueno, no importa.
Dicho esto, mamá arrinconó el universo de nuestra diversión en algún ático; inscribió en primer grado al nuevo miembro de la familia; y nos regañó severamente. Como castigo nos encerraron en nuestras habitaciones por el resto de las vacaciones escolares.
Pero soy Dios y estoy aburrido.
Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) es ingeniero en Sistemas. Publica en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Ha sido finalista y obtenido primeros lugares en concursos literarios. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.