PATRICIA CEPEDA
Treat
Él, violento como huracán sin dios, su pelo una medusa incorregible. Agravios de niño solitario, de voces sin rostro. Un día, otro día, lo mismo. El reloj y los segundos, una bomba de tiempo. La madre con el rictus, como cualquier madre con monstruo en casa. Un lunes como todos, como ninguno. Un juego. Un lápiz sobre la mano regordeta de otro niño. La punta cada vez más adentro. Rojo escarlata. La sirena. La ambulancia. El niño medusa y su gran sonrisa. Nada más placentero que la sangre, tan delicioso como un helado de vainilla con chispas de chocolate.
MAURICIO URIBE
Sirena III
De nada le valieron los epítetos homéricos. En estos días, las sirenas se venden muy mal en las pescaderías.
MARCIA DONATO
Nieve
Tendida sobre el sillón roído se encuentra Nieve, una maltés rechoncha que apenas puede moverse. Lleva meses sin tocar la pelota de goma que le regalaron la Navidad pasada. Debajo de su cuerpo hay una cucaracha muerta. La última travesura de Nieve fue masticarla, para luego escupirla y olvidarla.
Come porque la obligan, caga porque su cuerpo se obliga. Por la mañana, a eso de las nueve, el niño menor le da una salchicha con una pequeña pastilla de Valium dentro, Nieve no mueve la cola para él, ni para nadie, cada quince días la llevan a bañarse, le pegan moños fluorescentes, regresa a casa a echarse al mismo sillón.
El abuelo ha preguntado: ¿Qué tiene Nieve?
La madre responde: Es depresión cánida, no quiere hacer nada, nada la anima, nada la molesta, solo está triste sin razón.
El abuelo susurra: Nieve ¿Tú también te quieres morir?
CARLOS CÁRDENAS
Neblina
Como todos los días, me perdía a través de la ventana. El movimiento hipnótico de los árboles y los suspiros del viento helaban mi cuerpo desgastado por una enfermedad que me marchitaba poco a poco. Observaba la ciudad que se movía ante mis ojos, una ciudad gris, llena de niebla, que no parecía haber notado mi ausencia. Recordaba perfectamente el sonido de la fuente, el olor a pan recién horneado, las risas de los niños, el color del caos. Los sollozos de Sofía me hicieron encontrarme parado frente a la ventana. Al voltear, vi a Sofía llorar desconsoladamente sobre la cama en la que dormíamos. Supuse que no se había dado cuenta de mi presencia, siempre se mostraba fuerte y llena de esperanza, aunque la mía estuviera vacía. Traté de acercarme a ella, quería abrazarla, hacerle saber que todo estaba bien, que contaba conmigo. Me acerqué y, con cada paso que daba, la cama se alejaba un poco más. Me asusté y traté de correr. A cada paso se hacía más grande la distancia que nos separaba y la neblina de la ciudad parecía invadir la habitación. No tuvo que pasar mucho tiempo para darme cuenta de que yo, ya no estaba con ella.