OCTAVIO CANO SILVA
Retras Mihai Rude inventó el alcohol en polvo.
El científico Rude sostiene que tu origen familiar es, al fin y al cabo, tu propia cicuta. En el día menos esperado, el veneno comienza quitándote la vista, luego el oído, el tacto, el movimiento y, al final, te deja en el mero discurso repetido. Sí, para él, la lengua es un burdo badajo de campanas de pueblo.
En su gran apartamento sigue faltando una cucharita. Dulce, su mucama, se la llevó para rizarse las pestañas.
Sócrates se tomó la cicuta a pesar de la disuasión de sus discípulos. El veneno le paralizó el cuerpo de abajo hacia arriba (a diferencia de la cicuta imaginaria de los orígenes de las personas que empieza por dejarte ciego) y, en pos del conocimiento último del filósofo, el ateniense dejó de hacer preguntas.
Dulce tiene un cuerpo hermoso. Desde su niñez, con su carita de ángel, rellenaba la ropita prefigurando sus atributos. En la pubertad, sin embargo, su rostro fue tomando el gesto de la angustia. Le cayó la paranoia lasciva, esa triste enfermedad que afecta sobre todo a las mujeres que son tan nalgonas como mojigatas. Por azares del destino, a Dulce le ha tocado ser mucama.
Dulce cree que en la calle, en la panadería, en la lechería, en la iglesia o en las reuniones familiares, los hombres le miran lascivamente las nalgas y los pechos. Cuando siente una mirada comienza a sudarle el bigote y las manos, segrega bilis, se le seca la boca, aprieta los dientes, le duele la garganta por el esfuerzo de tragar, se le arruga la frente y dobla la pierna derecha al caminar debido a un dolor agudo en la ingle. Este desequilibrio metabólico le ha hecho el rostro de una anciana, pero el cuerpo más joven y voluptuoso. Por supuesto, Dulce es virgen. El simple pensamiento de unos excitados brazos la llega a poner muy triste.
Además del alcohol en polvo, Retras Mihai Rude inventó la superficie supratérmica de doble cara, la SSDC, que se utiliza, sin peligro para la salud, sobre todo en las tazas de café. Colocando una taza de SSDC entre las manos, el calor del cuerpo (funciona bien desde los 34ºC) calienta hasta hervir el líquido del interior. Con la patente de sus inventos, Retras Mihai Rude vive sin preocupaciones económicas entregado a sus pensamientos.
La soledad para Retras Mihai Rude es un paraíso incomparable. Las horas en su sillón, el olor a limón en cada caricia a su afeitada barbilla y sus largos pensamientos sin interrupciones lo hacen un hombre feliz. Su estricta alimentación vegana lo mantiene en excelente forma, por esto lo asedian las mujeres de sociedad y las de la academia, pero él, amante de su soledad, pasa de largo sin titubear. De hecho, su alimentación y su soledad guardan cierta relación. Contrario a cualquier tipo de persona vegetariana, Mihai Rude no es defensor de los animales, ni suspira ante un perro, un perrito o un perraco. Le dan muy igual las corridas de toros o si en ellas indultan o matan al animal. Simplemente, Retras Mihai Rude abomina a los animales. Para él, es igual de atroz que se le cruce en su camino un gato negro que un perro blanco y una caca de paloma en la chaqueta no puede significar otra cosa que mala suerte. Incluso, le han parecido inconcebibles las representaciones de los animales en los cuentos para niños. En su adolescencia, la comisión de profesores del colegio lo catalogó como misántropo. Estaban muy equivocados, el joven Mihai no despreciaba ―ni desprecia ahora― a los humanos; por el contrario, desde entonces ha agradecido la elegancia, la buena educación y el aire aristocrático de las personas. Lo que desprecia Retras Mihai son los animales que se traslucen en los gestos o comportamientos de los humanos. Cuando alguna compañera de mesa llegaba a parecerse a un gato, entonces la despreciaba; cuando alguna maestra se parecía a una gallina, el más rotundo desprecio; los mandíbulas de caballo, un horror, y ni qué decir de los ataques de los lobos hambrientos; igualmente le eran de sumo desagrado los profesores que parecían osos, reales o de peluche (este último parecido es inevitable en los hombres calvos con pelo en la parte de las sienes, como Sócrates). A pesar de esta manía, en su juventud se detuvo a pensar en las mujeres. Supo muy rápido que no podía concluir nada acerca de ellas y que el interés que le despertaban no daba para tanto.
Dulce se llevó la cucharita cuando pensó que su patrón le podía dar su apellido. Nunca frente al patrón ha sentido los males de la paranoia lasciva, con él sus nalgas y sus redondeados senos están a salvo. El Dr. Rude la mira sólo a la cara. Se detiene en sus ojos hasta que rompe el silencio dándole una orden.
La ilusión de Dulce nació ese día que el doctor Rude la llamó a su despacho. Él, vestido como de costumbre, la esperaba de pie. Al entrar Dulce, el doctor se quitó el saco y lo colocó en el perchero de madera. Su elegancia se acrecentó al quedar en chaleco y gemelos de oro. Cada prenda del señor había pasado por las manos de Dulce. Ella había planchado la blanca camisa y la corbata, ambas, un motivo de orgullo para la dedicación de una auténtica mucama de gente rica. El científico avanzó hacia Dulce, puso sus manos en sus hombros y le preguntó si tenía algún problema. Ella respondió negativamente. Quiero que estés siempre a cargo de la casa, siempre. ¿Puedes prometerme esto, Dulce?, dijo con cálida voz Retras Mihai Rude. Ella se sonrojó y movió la cabeza para dar su respuesta. Por un momento, la lozanía de su edad volvió a su rostro.
Ese día, antes de dar por terminada su jornada de trabajo, tomó la cucharita y se rizó las pestañas. Sin darse cuenta, después de escribir la nota con los gastos y los faltantes de la despensa, guardó la cucharita en su bolso y salió de la casa. Como todas las noches, el señor miró la nota de Dulce con agradecimiento y recordó la cara de la joven, el vivo retrato del sufrimiento humano.
La alegría de Dulce había sido contraproducente. Su caminar alegre rumbo a su casa había atraído un número infinito de miradas hacia su cuerpo, o así lo creía ella. Incluso le pareció ser motivo de un accidente automovilístico en las callejuelas de la ciudad. Un dolor insoportable en la ingle la tiró al suelo generando un gran tumulto. Una ambulancia la llevó al hospital. “Apendicitis”, decían los paramédicos, pero no, era la extraña enfermedad de Dulce que muy pocos conocen todavía. Fue la noche más terrible que pudo vivir jamás una joven doncella. Al amanecer, escondiéndose por los pasillos, abandonó el hospital para ir a su trabajo.
Era muy temprano para escuchar ruidos en la cocina. El señor Rude se puso su bata y fue a averiguar. Al abrir la puerta vio a Dulce sentada en un banquillo en medio del cuarto. Retras Mihai Rude miró por primera vez los pronunciados senos bajo el desaliñado suéter, los muslos blancos, lisos y redondeados que dejaban ver las piernas abiertas de esa muñeca de trapo arrojada al suelo que era Dulce. Con los brazos caídos a sus costados, la mirada perdida y un marcado arco de tristeza, Dulce intentaba responderle al señor Rude, pero le era imposible emitir palabra alguna. ¿Dulce?, ¿Dulce?, decía desde el umbral el doctor Rude. La miró a los ojos detenidamente. Esta vez no pidió un café o que se abrieran las ventanas, simplemente abandonó la cocina con rostro taciturno. Dulce, reponiéndose poco a poco, agradeció calladamente la nobleza del señor.
La joven doncella aceptó que no llegaría a ser la señora Rude, que no iría nunca del brazo de ese hombre generoso en las galas científicas o de paseo por el lujoso centro comercial. Él no la ha vuelto a tomar de los hombros ni le ha hecho prometer cosas sobre el futuro, podríamos decir que no le ha vuelto a dirigir la palabra. Esta actitud, sin embargo, le ha permitido a Dulce ser feliz. Saber que la emoción del amor le destruye la vida, hace que Dulce agradezca cada día la indiferencia de su patrón. En Dulce hay una flama regulada que va cociendo continuamente la felicidad en su corazón. El control de esa llama, colocada bajo el nombre del doctor Retras Mihai Rude ha evitado otro espeluznante golpe de miradas en la calle. Todos los silenciosos años al servicio del doctor le han dado el conocimiento de sí misma. No ve por ninguna parte un juicio mordaz a su mañana ni sentencia alguna que le imponga la cicuta. Su rostro de finísima piel plagada de manchas y arrugas, sus párpados cansados caídos sobre sus pestañas y su tenso cuello que proyecta la tráquea como un tubo de aspiradora son los rasgos de una mujer que ha encontrado la felicidad. Ninguna dicha puede haber más mutilada a favor de la propia dicha que la de la señora Dulce Rude, así es como ella se nombra a sí misma al mirarse al espejo antes de dormir, cuando recuerda la promesa que le ha hecho al bello Retras Mihai.