URIEL AARÓN CADENA TORRES
Todo lo demás no es nada.
Andrés Ciro Martínez
El amor es ciego, pero el matrimonio le restaura la vista.
Georg Christoph Lichtenberg
Me acerqué por tercera vez al mostrador. Eran casi las seis y, al contrario de lo que pensé, en las farmacias del Centro había mucha gente a media quincena. No me gusta estar en el mostrador de La París esperando y siendo aplastado por las mujeres que compran cremas, los hombres que se llevan navajas y lociones y los ancianos que compran toda clase de suplementos. Por eso, casi siempre me quedo en la pared para esperar que cierren la entrada y sólo se dediquen a entregar; ahí es cuando me acerco y pido la dotación de medicinas.
Pero hoy no puedo hacer eso: afuera está Oliver esperándome. Acabo de verlo; seguro, va como en el tercer cigarro. Lo que menos quiero es que se meta y me diga alguna tontería como: “ya déjalo, mañana vienes por eso” o “¿y si mejor te doy un billete y lo compramos en otro lado?”. Por eso, aunque incómodo, me acerqué; pero fui ignorado por las dependientes hasta que me desesperé y le alcé la voz a la más joven: “Señorita, mis medicinas”, le dije, y tomó mi recibo. Se tomó el tiempo de buscar en todos los anaqueles, más por molestar que por otra cosa, y levantó la bolsa. “Tenga”, dijo al dejar caer las pastillas que si no fuera por el ruido de todos pidiendo sus pedidos, hubiera sido grosero.
Salí y en la puerta guardé la bolsa en mi morral. Oliver llevaba un cigarro en la boca a punto de apagarse y tras seguir con la mirada a un par de chicas, mucho más jóvenes que nosotros, volteó a la puerta desesperado y me habló:
–¿Por qué te tardas tanto?
–Algunas medicinas me las tienen que preparar.
–¡Ajá! –balbuceó y, tras escupir, exhaló la última bocanada de humo–: Tu mujer siempre trayéndote problemas.
–Bueno, últimamente se ha sentido un poco más mal.
–Ni me cuentes, pero dime, ¿a dónde vamos a jalar?
–…No sé. Está empezando a chispear. ¿Y dijiste que querías tomar algo, no?
–Todavía es temprano, ¿comiste?
–Un poco.
–Pues vamos por algo, yo traigo un chingo de hambre.
–Vamos, pues.
–Pero algo cerca: no quiero mojarme.
Caminamos sobre República del Salvador. Él fumó otro cigarro y se fue fumando con prisa y cuidando que la lluvia no apagara su Marlboro. Dejé de fumar cuando me casé. Y como sabía a dónde íbamos a comer, traté de recordar si las medicinas habían subido o mantenían su precio. La ansiedad de siempre llegó y mientras sentía las píldoras y jarabes en mi morral, pensaba si había pedido correctamente y que a pesar de ir con Oliver debí checar que mi pedido fuera el correcto. Pero no lo había hecho. Y fuera de la tortería, ya era inútil.
Comimos sin prisa. Me contó lo que había pasado; ahora, tras tantos años de ser amigos, sólo nos veíamos en los cumpleaños, en las bodas, funerales de nuestros compañeros, y en alguna de las fiestas de mis hijos, o cuando él se peleaba con Rosa, su mujer.
–¿Cómo ves, mi buen? –dijo al terminar de contarme cómo Rosa lo había vuelto a correr de la casa.
–Pues, ¿qué te digo?
–Nada, nada, ya sé.
–¿Y qué, te vas a separar?
–No creo. Rosa es peleonera, pero no creo que quiera divorciarse. Sólo me corrió en lo que se le baja el coraje, como cuando me peleaba en los bares. Voy a pasar una o dos semanas en algún cuartito. A menos que me quieras llevar a tu casa.
–Ni borracho te llevo. En la Universidad supe lo que era vivir contigo y ni mis hijos ni Teresa deben pasar por algo así.
–Ja, suenas como Rosa –y bebió un trago de su cerveza.
–¿Cómo le haces? Todos decíamos en la universidad que te la ibas a pasar cuidando a Teresa, pero aun así te casaste. Yo soy el que no entiende cómo vives.
–No sé…
Siempre hemos hablado de este modo: él me contaba los problemas que tenía y yo le decía lo que pensaba debía hacer y terminaba convenciéndolo en lo que le planeaba cómo hacerle creer a Rosa que, por fin, se volvería un buen hombre: jurarse en la iglesia por el problema del momento era su jugada preferida. Supongo que ahora sería igual: él rezaría y prometería que no volvería a acostarse con alguna chica de su trabajo; siempre me ha dicho que lo que debería hacer más bien es jurar no volver a ser cachado o no ser tan descuidado.
A Teresa no le caía bien Oliver. Y aunque iba a las fiestas de mis hijos, tenían prohibido hablar con él. “Qué bueno que no tiene hijos”, me dijo una vez, “¿con qué cara los regañaría, eh? Yo creo que buena parte de la educación de un niño está en la ética de sus papás, ¿no crees?; no conozco a Rosa, pero tampoco debe ser una buena mujer si deja que su marido sea así. Tú eres bueno, te portas bien: en las fiestas de los niños no te emborrachas ni te peleas y hasta me ayudas… Los niños no te guardarían rencor si un día les rompieras el hocico o les pegaras como hombre, claro, si un día hicieran alguna tontería”. Yo no le contesté nada esa ocasión.
–¿Vas a pedir algo más?
–No, ¿tú sí?
–No, no, ya con eso estoy bien.
–¿Por qué pediste una Coca, pinche princesa?
–Ando medio agripado –mentí–, mejor en el bar me pido un whisky para calentarme.
–Bueno, pero no te pongas sensible.
Pedimos la cuenta, él pagó. Nos levantamos y decidimos no ir a los bares de Regina; sino a los bares que están sobre San Jerónimo, los que tanto le gustan. Volvimos a caminar en silencio. Ahora llovía y mientras nos cubríamos y corríamos, pensaba en qué clase de lugar terminaríamos.
Llegamos a una puerta que parecía más un matadero que un bar.
–Como ya comimos, aquí nos conviene más. No dan botana, pero las botellas están más baratas. Para que nos echemos un whisky, como tú dijiste.
Entramos y el lugar estaba casi vacío; eran unas ocho o diez mesas y desde la entrada sólo vi dos ocupadas. En la primera mesa de la entrada había un par de sujetos que se veían a punto de caer por el licor, parecía que iban a vomitar.; en la segunda había un tipo solitario, con una botella de tequila, parecía que esperaba a alguien.
–¿Dónde? –le pregunté.
–Al fondo, vente, seguro ya me están esperando.
–¿Cómo?
Antes de poder reclamarle, pues se suponía que íbamos a estar solos (yo también quería hablar con alguien, contarle cómo estaba Teresa, cómo los cambios de humor habían aumentado, cómo nos habíamos pasado toda la madrugada de un sábado en el baño mientras ella vomitaba, cómo me sentía yo…), guardé mi voz en cuanto las vi. Eran dos mujeres: una más grande que nosotros, quizá unos cincuenta años, y otra que parecía de nuestra edad.
Se levantaron y caminaron para saludar a Oliver. Besó a ambas en la boca y las abrazó por separado. Me presentó como “un gran amigo, pórtense con él como conmigo”. No me extendieron la mano, sólo agitaron un poco el brazo y se sentaron a sus lados. Como en la prepa, me sentí excluido de la plática cuando llevaba a sus “novias” o “amigas”.
–Entonces… ¿qué?… ¿un whisky o… un ron?– me preguntó Oliver, mientras se quitaba la chamarra mojada.
–¡Un ron, un ron; el whisky no me gusta! –dijo la mujer que parecía más joven.
–Sí, lo que quieran…
–¿Seguro?
–Lo que pidan está bien… Da igual –dije sin ánimos.
Oliver pidió un ron al único mesero del lugar. Trajo la botella y un agua mineral y dejó un plato con hielos y otro con cacahuates. Empezamos a tomar y como no quería emborracharme, sino platicar con mi amigo, dejé que se fueran acabando la botella. Tomaba un sorbo por cada vaso con tres cuartos de ron y una pizca de agua que ellos se tomaban. Hablaban de gente que no conocía, contaban chistes que no entendía y mientras miraba el reloj, esperaba que Oliver se emborrachara para que nos fuéramos.
Nos dieron las once, afuera recién había parado de llover, y Oliver se veía más alegre y patético que siempre. Yo llevaba, a lo más, cuatro copas, pues conforme avanzaba la noche me servía menos. Ellos llevaban dos botellas y media de ron. Entonces, Oliver se levantó y pensé que me diría que nos fuéramos; pero al recuperar su equilibrio, y tras poner las manos en la mesa, tomó la mano de la mujer que para mí lucía más vieja, que en medio de un brindis me dijo se llamaba Ángela, y la levantó.
–‘horita venimos –dijo Oliver.
–…sí…– dijo la mujer sin poder verme a los ojos.
Seguí con mi último vaso en la mano, creo que desde hacía media hora sólo jugaba con él. Ya había un poco más de gente, pero el lugar seguía con el ambiente apagado; nadie había encendido la rocola. Tomé un sorbo y antes de poder pensar en algo que me distrajera, la mujer de mi edad, que había escuchado le decían “Vale”, se cambió de lugar y se sentó a mi lado. Siguió bebiendo callada un par de minutos, hasta que por fin, me habló:
–Seguro están cogiendo en el callejón.
No quise responderle.
–¿Sabes? Yo soy más bonita que Angie. Pero todos parecen preferirla pues grita, y me consta, con lo que sea que le metan. Hace mucho que nadie me busca.
–Pues… – balbuceé: mi silencio me parecía una grosería.
–¿Te parezco más bonita? –dijo mientras ponía su manos sobre mis piernas.
–Yo no…
–Anda, dime, ¿soy más bonita?
Se acercó a mi cara y como si tuviera quince años y yo fuera su primer novio, despacio, quiso besarme. No era fea, es verdad, pero yo no podía hacer algo así. Lo único que se me ocurrió hacer fue toser; toser como si fuera asmático; toserle en la cara. Y en el show, quitar sus manos de mi entrepierna y tomar mi morral, levantarme de la mesa, continuar, y salirme como si necesitara aire. En la puerta saqué un clínex y en la calle seguí tosiendo.
Me di la vuelta para regresar, pero llegó Oliver.
–¿Qué haces? –me dijo.
–Nada, yo…
Sentí que la puerta se abría y vimos a Vale que nos empujaba y gritaba: “¡Pendejo!”. Y se alejó hacia Izazaga.
–Órale, cabrón, pues ¿qué hiciste?
–Nada… oye, me tengo que ir. ¿Te dejo quinientos?
–No, no, cómo crees, hermano. Yo te invité, yo pago. Gracias por todo. Me aclaraste la mente, como siempre.
–Bueno, pues, te dejo –me fui sin hablar con Ángela.
Caminé primero hacia el eje, después hacia el metro; pero al final me desesperé y paré un taxi. Le dije cómo irse y cerré los ojos para que creyera que me iba durmiendo y no me hablara. Bajó el volumen de su radio. Y yo me quedé pensando en lo que había pasado.
Llegué rápido. Pedí que me dejara en la esquina de mi calle, por una paranoia que Teresa me había impuesto. Quise fumar un cigarro, pero no veía ninguna tienda abierta. Abrí el morral y sentado en la banqueta bajo la luz de un farol revisé la bolsa de medicinas: las pastillas, los jarabes, hasta que vi que en nada me había equivocado. Fui despacio hasta mi casa… Abrí la puerta con calma y traté de no hacer ruido. Sorprendentemente, Teresa estaba en el sillón viendo la tele.
–¿Cómo te fue? –habló sin quitar la vista de la pantalla.
–Bien –dije mientras me quitaba la chamarra.
–¿Ya no pudiste pasar por mis medicinas?
–Sí, sí pude –tomé la bolsa y caminé hasta ella; dejé las bolsas en sus piernas.
–¿Tomaste? –preguntó en el tono al que estoy acostumbrado.
–Un poco, Oliver se acabó la botella, sólo me serví dos o tres copas, como siempre.
–No entiendo por qué son amigos.
–Así somos… ¿Cómo te sentiste hoy?
–Como siempre, no quise bañarme, tuve migraña y la pastilla que tenía no me hizo efecto. No quise ni desayunar con los niños. A medio día vino mi hermana y me preparó un té para los dolores de espalda, el que te dije. En la tarde me sentí mejor.
–Qué bueno…
–¿Te sirvo algo de cenar?
–No, mejor ya duérmete.
–Ahorita…, dime mejor, ¿crees que, por fin, Rosa y Oliver se divorcien?
–No creo.
–Pues llamó hoy en la tarde, preguntó por ti, y al final me confesó que no estaba enojada porque él anduviera con otra, entendí que eso no le importa, sino porque tu amigo la contagió de algo. Casi me vomito cuando me dijo.
–Oliver no me dijo eso; a lo mejor, y sí se separan.
–Ojalá –dijo mientras se levantaba del sillón–. Deberías decirle que la deje, es lo mejor, en una de esas ella lo termina perdonando. Andar de loco es una cosa, pero pegarle sífilis o algo así a tu mujer ya no tiene perdón, pues ¿con qué clase de gente anda?
–Le voy a decir…
–Gracias por ir por las medicinas, ahorita voy a tomarme las de la migraña y la gastritis, si me siento mejor mañana, salimos al parque con los niños, ¿no? –y contrario a la costumbre me dio un beso en la mejilla.
Me senté en el sillón que dejó vacío. Escuché cómo se lavaba los dientes y caminaba al cuarto de los niños para checar que estuvieran dormidos. Vi el reloj; ya era sábado. No me sentía mejor por lo que había pasado: no había hecho nada, pero me sentía tan simple, tan idiota como Oliver; sin saber por qué.
No sirve de nada, pensé. Y me quedé dormido en el sillón.