JORGE MENESES
“B” llega a la casa de “Z” y se vuelven a mirar las caras luego de diez años. Hace ya una década desde que estuvieron involucrados sentimentalmente, pero un mal entendido, nimio, por cierto, provocó que “Z” se alejara, y salvo por un par de tentativas de reencuentro, nada fructificó sino hasta ahora que “B” —su mano izquierda tiembla— llega a la casa de “Z” por invitación de éste. Se abrazan, pero el abrazo es tan torpe que sus frentes chocan. Se ríen. Hay fiesta en la casa de “Z” y no hay motivo para no reírse.
Están sentados y platican tan animadamente que pareciera nunca se hubiesen separado.
—¿Por qué te fuiste? —pregunta “B”, de pronto.
—Sabes por qué me fui —responde “Z”, quien tiene que pararse para recibir a su hermano y a los amigos de éste.
“Z” y su hermano se abrazan, pero pronto se apartan de la fiesta para hablar sobre la delicada situación de su madre. El personal del asilo, al que la confinaron, es incompetente, pero no hay dinero para más —a pesar de que la fiesta es amenizada por una muy famosa agrupación de rock, y un célebre cuenta chistes ha sido contratado para cerrar la velada con broche de oro. Entre tanto, los amigos del hermano de “Z” han tomado asiento. Uno de ellos —al que me referiré como “G”— ha quedado muy cerca de “B”, y sin dudar, se anima y le pregunta su nombre. Ésta responde sin mucho ánimo y “G” sonríe. No obstante, “B” piensa que “G” tiene una sonrisa muy bonita y le pregunta su nombre, éste no duda en responder y agrega: “Eres realmente bonita”. Ambos sonríen mientras “Z” y su hermano deciden qué hacer para solucionar el asunto relacionado con su madre.
—Podemos cambiarla de asilo —dice “Z”.
—Nos ahorraríamos mucho dinero —agrega su hermano.
Se abrazan por tan adecuada solución. El hermano de “Z” regresa a la fiesta, destapa una cerveza y brinda con todos sus amigos, todos excepto “G”, pero el hermano de “Z” pasa por alto la ofensa cuando se percata que “G” tiene una nueva conquista; se limita a sonreír y chocar su cerveza con las del resto de sus contertulios.
“Z” está en el umbral de la puerta mirando a “G”. Siente celos. Mira con los párpados entrecerrados a “B”. “G” tiene entre sus manos la blanca mano de ésta. “Z” destapa una cerveza, se acerca hasta ellos, toma un sorbo y escupe en la cara de “G”.
—Ella está conmigo —advierte “Z”.
—Ella es mía —grita “G”, y el grupo de rock detiene la música.
—Sí, él es mío —le grita “B” a “Z”, luego pasa su lengua sobre el rostro de “G”—. Tú siempre te vas y yo no quiero estar sola. Él me dijo que quiere quedarse conmigo.
—Por ahora —grita “Z”.
—¡Cállate! —grita “B”, y escupe a “Z”. “Z” escupe a “G”, éste al que está a su diestra, este último a “Z”, “Z” a “B” y “B” se pone a llorar y escupe al hermano de “Z”.
—¡Salud! —grita este último. Todos brindan—. Y que siga la música —grita.
—Quédate con ella —le grita “Z” a “G”.
“Z” se dirige hacia su hermano, algo le dice al oído y se apartan, nuevamente, de la fiesta mientras el famoso grupo de rock toca uno de sus más recientes éxitos. “G” y “B” se miran los labios como dos cazadores que miden a su presa. Ella se rinde y coloca su cabeza en el hombro de él.
—Sí, “G” tiene novia —confiesa, finalmente, el hermano de “Z” luego de un exasperante cuestionario—. Ten, toma mi teléfono y busca su contacto. Está como “R”. Llámale —dice, entre lágrimas, luego se aparta, se sienta y llora amargamente mientras musita el nombre de alguien.
Cuando “Z” termina la llamada sonríe, satisfecho, por lo que acaba de hacer. Sentado al lado de su hermano toma nuevamente el teléfono y marca el número del asilo donde está internada su madre. Contestan. “Z” dice que la razón de su llamada es para notificar que los dos hijos de la señora “M” fallecieron en un accidente automovilístico, por lo que ya no hay manera de cubrir los gastos. La persona que contestó la llamada menciona, entonces, que la señora “M” pasará a manos del departamento de asistencia social donde se determinará su suerte, lo que significa, en otras palabras, que la señora “M” será obligada a pasar sus últimos días en la calle.
“Z” termina la llamada y sonríe. “El problema está resuelto”, piensa. Frente a él hay una joven mujer. La novia de “G”.
—¿Dónde está? —pregunta ésta a “Z”, y éste indica—. Gracias —dice la mujer, luego se dirige hacia la fiesta. “Z” le revuelve el cabello a su hermano mientras éste repite un nombre.
—La extrañas mucho, ¿verdad? —pregunta “Z”.
—Sí.
—Pero, tú tuviste la culpa. Se te pasó la mano —dice “Z”.
El grupo de rock detuvo, nuevamente, la música. En la casa se escuchan los reclamos airados que la novia legítima hace a “G”.
—Ya sé que yo tuve la culpa —responde el hermano de “Z”.
—Bien sabes que nada sucede dos veces de la misma manera —sentencia “Z” mientras la novia de “G” arrastra a éste hacia un automóvil color amarillo y la música vuelve a llenar el aire. “We get these pills to swallow…”, se escucha.
“Z” vuelve a la casa. Su hermano se queda hablando solo.
“Z” se queda en la puerta y mira a “B”. “B” está sonrojada y permanece inmóvil en su asiento, como si no quisiera moverse para no llamar la atención de nuevo. Sostiene una cerveza que lleva rato destapada. “Z” se sienta cerca de ella, en el lugar que tenía “G”. “B” lo mira.
—Tenía novia —dice “B” cabizbaja. Está ya algo bebida.
—Vamos, te llevo a casa —dice “Z”.
Antes de salir de casa, “Z” se acerca al famoso cuenta chistes y le confiere la responsabilidad de la casa. “A las cinco de la mañana se acaba todo”, ordena. El cuenta chistes asiente.
En el automóvil de “Z”, “B” intenta tomar la mano de éste.
—No me toques, por favor —dice “Z”.
Durante gran parte del trayecto no hubo mucho que decir salvo algunas preguntas e indicaciones elementales: “Aquí a la derecha”, “¿en esta calle?”, “en la siguiente a mano izquierda”. Sin embargo, en algún momento del viaje de vuelta a casa, “B” se atrevió y miró a “Z” sin que éste se diera cuenta y entonces recordó viejos tiempos en los que “Z” le besaba tiernamente la mejilla y le decía al oído: “Me gusta cómo huele tu piel”. Aquél fue un romance breve —apenas dos meses— pero muy intenso. Las emociones comprometidas fueron tantas, que diez años después “B” y “Z” van en un automóvil juntos.
—¿Aún te gusta dormir en ropa interior? —pregunta “Z” de pronto y sonríe. “B”, que lleva rato mirando a “Z”, contempla esa sonrisa que “Z”, en más de una ocasión, ha dicho es el resultado de una embolia. A “B” se le ilumina la mirada—. Recuerdo la primera vez que nos fugamos y fuimos a dar al centro —continúa “Z”—. Primero llegamos al hotel para apartar habitación. Fuimos al que te gustaba por el peristilo abarrotado de árboles de jazmín. Pediste una habitación con dos camas porque, según dijiste, una la utilizaríamos para brincar y tirarnos las almohadas en la cara, y la otra para dormir y hacer el amor. Llegamos a la habitación y lo primero que hiciste fue ir al baño para cerciorarte que no había nadie escondido. Antes de ir a cenar hicimos el amor sin cerrar las cortinas del gran ventanal, a expensas de ser vistos por algún burócrata del edifico de enfrente. Siempre me gustaron tus preámbulos amorosos: te ponías detrás de mí para desnudarme. Primero la camisa, luego el pantalón. Desnudo ya, me masturbabas con ambas manos mientras mordías suavemente mi espalda. Luego me decías que yo hiciera lo mismo. Hicimos el amor y luego fuimos a cenar. ¿Recuerdas qué pasó entonces?
—No —contesta “B” que va sentada de lado, con las piernas recogidas, y mira a “Z”.
—Te creo —contesta “Z”—. Terminaste tan ebria que pediste al mesero te diera la cerveza restante para llevar. Cuando el mesero se negó a hacerlo porque dijo que no había manera de hacerlo, ¿sabes qué respondiste?
—¿Qué?
—Que te diera la cerveza en una bolsa de plástico.
“B” y “Z” ríen.
—¿Fuimos felices mientras duró, no es cierto? —pregunta “B”.
“Z” sonríe.
“Z” se estaciona al lado de un automóvil amarillo. “B” baja, pero apenas “Z” sale del auto recibe un empellón. Es “G” y busca revancha.
—Decide con quién te vas —grita “G” a “B” mientras desenfunda una pistola—. Decide bien porque de eso depende la vida de uno de ustedes. Si te vas con él te mató, pero si te quedas conmigo lo dejó ir —agrega y corta cartucho.
“Z” mira a “B”. Sabe que las cosas no suceden dos veces de la misma manera. Nadie dice nada.
—Sí —dice “Z” de pronto—, fuimos felices —agrega, y a “B” se le llenan los ojos de lágrimas—. ¿Recuerdas quién le pidió a quién que fuéramos novios? —pregunta, y “B” niega con la cabeza. “Z” sonríe—. Sé feliz —dice, se mete al automóvil, cierra la puerta, enciende el auto y echa de reversa. “G” mantiene la contingencia con la pistola apuntando hacia el auto de “Z”. “B” de veras lo está intentando, trata de recordar, pero sólo hay escenas, nada concreto y se desespera porque siente que pierde algo valioso mientras se esfuerza por construir una historia.
—Eso quiere decir que te quedas conmigo, ¿cierto? —dice “G”, pero “B” sigue recordando.
—Fui yo —grita “B” y trata de alcanzar a “Z”, pero es tarde, el carro está ya muy lejos. Además, “G” la sujeta y le dice que lo deje ir.
“B” se logra zafar de “G”, da la media vuelta y se dirige a su casa. “G” no intenta detenerla. Está avergonzado, las piernas no le responden, se orinó en los pantalones.
“G” se queda parado ahí un buen rato. Mira la pistola que sostiene con la mano derecha mientras “B” echa llave a su puerta y “Z” acelera hasta llegar a los 100 kilómetros por hora.
En su habitación, “B” decide hacer las maletas para irse lejos y no volver. Entretanto, el hermano de “Z” está en una cama con dos hombres. “Una noche extraña”, recordará después, en el funeral de su hermano —quien se volcaría a once kilómetros de la casa de “B”—, y el famoso cuenta chistes pregunta a los sobrevivientes de la fiesta:
—¿Saben qué le dijo un ciego con corbata a un sordo con sombrero?
Nadie responde. Son las cinco de la mañana.