ARNULFO LÓPEZ GÓMEZ
Inquieta, muy inquieta, la aprensiva jovencita, gimoteando, yacía recostada en una cama especial de esa solitaria sala. Ya dominada a ratos por una angustia bien entendible, con la mirada fija en el techo ensombrecido; ya en otro momento con el pensamiento rondando cerca del cielo y, asomándole al rostro una sonrisa arrepentida. Sólo se cubría con una bata color pastel que dejaba adivinar parte de su adolescente anatomía: sus turgentes formas, el armonioso vientre oval. Su blanca piel vibraba en forma apenas perceptible. De repente, la sensación de un sudor frío recorría todo su cuerpo. Pudorosa, escondía los ojos anegados por un silencioso llanto. Su rostro mostraba evidencia del intenso dolor que le taladraba la vida. Con gran estoicismo soportaba este esperado sufrimiento, ella lo había intuido, lo había imaginado; sin embargo, la realidad era fría: agua helada en la espalda, toque eléctrico en la cintura, hiel en la garganta, sequedad en la boca. Por momentos escuchaba, con cierta cercanía, una voz firme que con insistencia la animaba en este trance. Sintió también, más de una vez, que le secaban con suavidad el sudor de la frente. Ella profería, de cuando en cuando, frases entrecortadas que era difícil entender. Un grito prolongado anunció la crisis. Empezó a temblar en forma incontrolada. Jadeante y con gruesas gotas de sudor surcándole el cansado rostro, pedía que esto terminara. Su cuerpo se tensó más de una vez. Sintió que las piernas en alto se le acalambraban. Cerró los ojos e hizo una mueca de dolor. Sus manos apretaron la orilla de la cama hasta lastimarse los dedos. Las sábanas arrugadas parecían a punto de romperse. Después ya no se escuchó palabra alguna. Ella parecía perder el hilo de sus pensamientos y emociones; sólo se escuchaba una respiración acelerada. Un llanto agudo y persistente invadió el ambiente. Toda una vida cambió en un lapso de minutos. Se abrió el sendero a un mundo nuevo. A poco, su respiración se volvió tranquila. Dejó escapar un suspiro de alivio. Sangraba un poco, pero no le dio importancia. Una especie de desvanecimiento la sorprendió. Por breve tiempo sintió como si su cuerpo flotara. Minutos después, ante una voz cálida, levantó el rostro, y lo hizo con gran esfuerzo, pues estaba completamente agotada. Entonces… el dolor se le olvidó, y una inefable sensación de felicidad embargó a la joven mujer, cuando el médico le entregó al recién nacido: su primer hijo.