DIEGO DURÁN
Los gritos comenzaron una noche a finales de mayo de 2020. No eran los aullidos del alma en pena que arrastra sus cadenas, cuyos grilletes la unen a una mansión victoriana. Aquellos berridos componían un dueto de cuerdas vocales desgarradas, insoportables en la oscuridad.
La psicofonía pudo haber pertenecido a los espectros de un mausoleo, pero se trataba de mis vecinos; entendí que los daños de la violencia los destrozaron rápido. En los golpes del departamento de abajo y los alaridos de mi vecina, escuché el eco de la violencia de género que se agravó desde el inicio del confinamiento.
El resplandor rojo y azul de la patrulla silenció los lamentos. En aquel mutismo, mis impresiones sobre la violencia casi eran audibles, pero quedaron aprisionados entre los muros de mi habitación, donde hallé una leyenda: Don Solares y su esposa, Inés, tuvieron una discusión por la joyería de Inés. Después de negarse, fue emparedada viva por su marido; cuando los gritos de la mujer cesaron, Solares siguió con las parrandas en las que habría de encontrar su muerte.
Era ese silencio de ultratumba el que me perseguía, flotaba desde el piso de abajo hacia mis oídos. Evitaba pensar por qué mi vecina no emitía ningún ruido si su marido, al igual que el de Inés, había tenido algo que ver.
En los meses siguientes sobreviví entre dos sucesos que me marcarían: mis sospechas de que vivía con un fantasma y el 2021 con la nueva normalidad. El primero de enero, el caos al que la gente estaba acostumbrada inició bajo un semáforo rojo. Las personas que no pudieron guardar cuarentena se transportaron en metro y el tránsito aumentó en una Ciudad de México sitiada por el semáforo rojo. Entre esa vorágine, el fantasma de mi casa salió a trabajar. Lo supe por los pasos que daba, pesados y discordantes, con las botas de protección que estremecían el suelo del departamento.
Contrario a lo que esperaba, él no lanzó sollozos en la penumbra de la madrugada, sino una respiración sofocada bajo una mascarilla N95 percudida y en lugar de una sábana con dos agujeros para los ojos, vestía una bata café con el logo de LICONSA que formaba parte del apoyo al Sistema Nacional de Salud.
El departamento de comercialización de la dependencia entregaba leche a los hospitales del Instituto Mexicano del Seguro Social. En las bodegas, el fantasma repartía insumos y constató, en los rostros apagados del personal hospitalario, la desolación de las muertes derivadas por COVID-19 con las que inició enero.
Desde ese momento, me fue imposible ignorar las manifestaciones paranormales en mi casa. La primera vez, escuché un estruendo afuera. Intenté observar por la rendija debajo del umbral, vi una sombra inmensa, pero me aparté de un salto cuando un cuerpo abultado se recargó en la puerta: era el fantasma. El eco del edificio convirtió su exhalación en un sollozo de voz cavernosa.
La puerta se abrió frente a mí y surgió un hombre cuya complexión podría resumirse a una espalda ancha y una barriga prominente. Movía la mandíbula en círculos bajo unas ojeras profundas y ennegrecidas. Emergió una palabra a través de su cubrebocas: “compermiso”. Luego se encerró en la zotehuela a lavar su indumentaria y no lo volví a ver.
Repetía el mismo acto cada tarde: merodeaba los lugares que en vida significaron algo para él. Yo intenté seguir su pista, pero necesitaba enfocarme en otra cosa, observaba un nido de petirrojos que resistía con cimientos rotos, de los que esperaba cualquier cosa menos un derrumbe. Las mismas columnas sostenían miles de hogares quebradizos que habitaban personas aún más frágiles, como el fantasma que embrujaba mi casa. Son las almas que suelen reducirse a índices de pobreza, números insuficientes para representar un vacío en constante expansión.
Quizá, si alguien se atreviera a preguntarles cómo experimentan la nueva normalidad, su testimonio se asemejaría a un relato acerca del espíritu de un empleado: un albañil fue contratado para construir una presa; una vez avanzada la obra, su jefe lo invitó a cenar; después de eso, nadie volvió a saber de él. Hubo rumores de que el hombre terminó la presa con su propio cuerpo, alma era el sacrificio para impedir que el agua destruyera los muros.
He tenido la certeza de que los problemas hace mucho destrozaron el sistema y la nueva normalidad solo liberó a los fantasmas de aquellos que fueron sacrificados; han rondado las calles de la CDMX, pero nadie se atrevió a hablar con ellos, decirles que son una unidad dentro de millones.
Para mí, las cosas empeoraron tras convivir junto a una persona diagnosticada con COVID-19. El fantasma de mi casa me indicó que yo debía permanecer recluido en un cuarto sombrío. Fueron sus ojos saltones y el nerviosismo en su voz lo que me hizo entender que él pensaba como si aún viviera.
En cuanto puse un pie dentro de la habitación, el frío capturó mi cuerpo, lo atraía a los rincones que habrían de devorar espacio, calor y creatividad durante 17 días. Aquella boca, con muelas de concreto y lengua helada articulaba las voces de las ánimas a mi alrededor. Habitaba el no lugar, ajeno a la vida y a la muerte; una garganta polifónica con la cual los espíritus hablaban. Entre ellas, reconocí los gritos de mi vecina y los golpes secos de su marido.
Además, el fantasma encontró un mejor método para manifestarse. Sus palabras surgían de mi teléfono, tenían un tono ferroso e impositivo, me recalcaban que no debía “salir del cuarto, solo para lavar el baño”. En las tardes lúgubres, recibía las llamadas del fantasma, escuchaba sus murmullos cada vez más cerca de mí, como si habitáramos el mismo plano donde habría de reencontrarme con él.
Uno puede reconocer la presencia de alguien por el ruido que provoca, incluso si son espectros. En Japón se cuenta una leyenda sobre el espíritu que anuncia su presencia con un sonido. El horror empezó cuando un par de jóvenes consideraron gracioso arrojar a las vías del tren a la compañera más introvertida de la clase. El primer vagón partió en dos el cuerpo de la joven.
Los agresores aseguraron que el incidente se trataba de un suicidio, pero la verdad resurgió de la tumba. Uno a uno, los chicos fueron víctimas del fantasma sin piernas que se apoyaba en sus manos para desplazarse, el sonido que producía titula este relato: “teke teke”.
Ya que estaba dentro de una boca en la cual las voces de los espíritus convergían, decidí escuchar, detrás de mi puerta, la conversación del fantasma de mi casa. Las oraciones fragmentadas comunicaban más que su voz; fueron las preocupaciones que él externaba las que me hicieron apreciar los vestigios de humanidad en sus palabras:
“Ellos sabían de
nuestra situación
desde antes de la
pandemia”.
Decía el hombre que, pese a estar
muerto, se preocupaba por
mí y, aunque parezca extraño,
por su vida.
“Yo también tengo
familia”, toma un
respiro.
De nuevo ese mutismo de
ultratumba, insoportable.
“Si él se enferma,
tendremos muchos
problemas”.
Sentenció el fantasma
mientras yo escribía esto.
Supuse que se trataba de una conversación telefónica con mi madre, ella y mi hermana acompañaban a mi abuela desde que la cuarentena inició. Aunque percibía un aire nostálgico en la casa, no me pude explicar con exactitud qué extrañaba.
La atmosfera gélida del departamento me despertó una mañana, y mis deseos se cumplieron. Encontré a mi hermana y a mi mamá en la sala. Creí que, al verlas, sabría lo que añoraba. Me equivoqué. Entendí que esperaba por dos personas a quienes había olvidado, ¿por qué me resultaban distantes y extrañas? Incluso el fantasma de mi casa se acopló a las nuevas presencias, sólo que ellas no parecían sorprenderse si lo encontraban en algún rincón.
Decidí contarle a mi hermana cómo viví con el fantasma, ella me respondió con una especulación terrible: “si él va a trabajar y hace un montón de cosas, pero tú nunca saliste, ¿no crees que eres el verdadero fantasma?”.
Ella estaba equivocada, pues habían pasado más de 15 días y nunca tuve los síntomas del COVID-19. Si mis uñas amoratadas delataran la falta de oxígeno, yo lo sabría. No pude imaginar en qué clase de ente tendría que convertirme para seguir en esta normalidad tras haber muerto.
Sé de una historia de fantasmas, cuya humanidad olvidada los dejó en el limbo. Es un relato que me desborda porque logró situarme en la nueva normalidad. Una madre y sus dos hijos contrataron sirvientes para la mansión que habitaban. Los pequeños insistían en que había espíritus en la casa y la madre infirió que los trabajadores intentaban asustarlos, pero encontró una fotografía post mortem de la servidumbre. Ellos habían muerto por tuberculosis.
La familia huyó a la habitación de los niños, donde los esperaba una mujer en trance, quien percibió la presencia de los verdaderos fantasmas: el de una mujer que se suicidó después asfixiar a sus dos hijos. “¿Dónde estamos?”, preguntó la madre. “La joven Lydia dijo lo mismo cuando se dio cuenta que los tres estábamos muertos”, respondió la ama de llaves.
Desesperado, dejé de hablar con mi hermana. Elegí observar a los petirrojos alimentar a sus crías; esperé cerca de una hora y descubrí que el nido estaba vacío. Me pregunté si, como hacemos nosotros, ellos tenían que continuar pese haber dejado atrás algo tan valioso.
Diego Durán (Ciudad de México, México, 1996) es egresado de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación y Periodismo, de la Facultad de Estudios Superiores Aragón. Ha colaborado en medios de comunicación periodísticos y culturales como Chilango, Tierra Adentro y Efecto Antabus.