VIOLETA AMAPOLA NAVA
Tengo un pie fascista. Su plan es someterme bajo su yugo, estoy segura.
Su estrategia para dominarme es volverme loca, para en mi desesperación caer rendida ante su “magnánima visión e inteligencia” y dejarle las riendas de mi desordenada vida. Sus tácticas son sutiles, hasta podría decir que sus gestos son irrelevantes, triviales, pero cargados de un cinismo atroz, que me recuerda a ese método de tortura en el que una pequeña gota de agua cae constantemente en la frente del prisionero hasta llevarlo a la exasperación total, a la locura.
En las mañanas me levanto y, con tedio infinito, descubro que sí, que de nuevo se ha quitado el calcetín durante la noche sin importarle que estemos en pleno invierno. Cuando en las noches me encuentro en mitad de la pieza más excitante de salsa, bailando con el guapísimo instructor cubano, a él, a mi pie, se le ocurre que sería mejor bailar un danzón. Cuando, por las tardes, me encuentro en un adrenérgico entrenamiento de natación, se le ocurre que es momento de practicar alguna posición de yoga, con el consecuente desenlace lógico: termino dando vueltas en el agua cual bote con un solo remo. Si tengo ganas de salir a trotar, cojo mis tenis y con impotencia noto que tiene puesto un huarache, pues considera que es un buen día para ir a pasear al centro.
Si tengo frío, pisa charcos; si me subo al camión, bloquea la puerta, pues prefiere la bicicleta; si estoy haciendo fila, se desespera y tamborilea para atraer todas las miradas, a sabiendas de mi timidez; si me invitan mis suegros a comer, se sube a la mesa; si temo que haga alguna locura, no hace nada.
Pero lo peor de todo, lo que en verdad me saca de quicio, es que es mi pie izquierdo… ¡El izquierdo! ¡Para mis rojillas pulgas! ¡Perdóname, Che! ¡Perdóname, Sub! ¡Perdóneme, general Villa!
Sin poder aguantar más, me dirigí al médico. Con cara de extrema concentración, el doctor lo observó, lo alzó, lo volteó, lo apretujó, lo dobló y dijo: “mmm, como lo sospechaba, fascitis plantar”.
No pude contenerme: “¡Lo sabía, lo sabía! ¡Piessolini!”.