FABIÁN GUTIÉRREZ
Pues sí, está güeno eso que dices, pero si yo te contara…
Tenía yo como veinte años cuando llegué a trabajar a casa de los Rivera. Estaba chamaca. Tenía poquito que había llegado del pueblo. Me recomendó mi tía Chepina, que en paz descanse, que les lavaba cada ocho días.
—Chepina, ¿tú no conoces a alguien que quiera trabajar aquí de planta?
—Sí, señor, ahí tengo una sobrina que es bien hacendosa y anda desocupada, de luego se la mando.
Y llegué un enero, todavía me acuerdo.
Yo pensaba que no’más iba a hacer la limpieza, la comida y las cosas de la casa. Pues no. A mí nadie me dijo nada, pero me di cuenta que la señora estaba encinta porque le fui viendo cómo le avanzaba la panza. Total que un buen día andaba que se sentía mal y que en corriendo le pidió al Herme, el chofer, que se llamaba Hermenegildo pero le decían Herme, que se la llevara pa’l hospital.
¡Uy, me acuerdo clarito cuando llegaron los señores del hospital, como si estuviera viendo una película! No uno, dos niñotes en los brazos y la señora ahí toda convaleciente. Yo pensaba que iba a ser niña, porque cuando son niñas se te hace una barrigota. Pero no, eran dos niños, dos gemelos, bien chulos mis nenes, blanquitos y chinudos como borreguitos, como adornitos de iglesia.
A uno le pusieron Juan Carlos, mi Juanchito, igual que a su papá. El otro se llamaba Gabriel, pero todos le decíamos diablito porque se le hacían unos como cuernitos en la frente con sus chinotes alborotados. Bien chulo que era mi diablito.
Y pues pa’ pronto desde ahí me volví la nana de la casa.
Fíjate, desde retoñitos ya dejaban ver que iban a ser bien diferentes. Antes del año, Juanchito bien que ya decía sus palabras; mamá, papá, titi, popó… Don Juan andaba bien culeco, estaba fascinado con su Juanchito.
—¡Ay, mi príncipe, eres el más listo! ¡Vas a ser un genio, mi príncipe hermoso!
Mi diablito, en cambio, callado, callado. Nomás se te quedaba viendo con sus ojotes de becerro. Tenía hambre, callado; se hacía caquita en su pañal, callado. Nomás no quería hablar.
—Ay, mijo, tú vas a ser como tu mamá, bien burrita. A ver di papá… Paaaaaaaaaaaaaapaaaaaaaaaaaá…
Y el niño nomás le devolvía el reflejo en sus ojotes, sin decir nada. Nomás no quería aprender.
Crecieron tantito y ya les habían puesto maestra, es que don Juancho era bien especial en eso, ¡como su papá y él eran licenciados! Desde bien chicos ya les andaba comprando libros y juguetes para aprender. Me acuerdo de la miss Wendy, una muchachita blanquita menudita, que iba y les daba clases de inglés. El maestro Rodolfo que les enseñaba a cantar y a tocar el piano, un muchachote así, alto, grandote, bien serio él.
Güeno, el caso es que los maestros estaban encantados con Juanchito porque era re abuzado el chamaco. La miss Wendy lo amaba, siempre andaba con que Juanchito era muy listo, con que se aprendía todo de volada. En cambio, con mi diablito, ¡uy!, los hacía ver su suerte, los desquiciaba. Es que pues el chamaco se aburría y se paraba a jugar y se iba, los dejaba allí nomás hablando solos.
—Perdón, señora, es que creo que Gabriel todavía está muy pequeño…
—Pero si son gemelos, maestro…
—Sí, señora, entiendo. Quizá deberían buscarle otra actividad. Puedo seguir dándole clases a Juanchito, pero con Gabriel no creo poder seguir, hasta me distrae a Juan Carlos…
Ya ni regresó, condenado maestro…
Ahí andaban batallando los señores con sus dos chamacos, me acuerdo que hasta los vestían igualitos. Luego me llevaba la señora para ayudarla a hacer el mandado, ¡una de berrinches con mi diablito! Que mamá quiero esto, que mamá quiero lo otro. Y si no se lo comprabas, se tiraba ahí a patalear y gritar, y la señora pues nomás se ponía colorada del coraje.
Todo tenía mi diablito; chillón, pegalón, contestón. Todo. Yo creo que lo hacía para llamar la atención porque se daba cuenta que a su hermanito lo atendían más. Como que le dolía que lo quisieran menos.
Ya cuando los empezaron a llevar a la escuela, porque no fueron a kínder, te digo que les llevaban puro maestro particular; pues cuando empezaron a ir a la escuelita, me acuerdo que los llevaban a esa primaria de monjas de allá por atrás de Plaza Loreto, ¡vieras lo bien que se le daba a mi diablito! ¡Quién sabe por qué, pero tenía una facilidad para las cosas!
¡Fíjate cómo son las cosas! Me acuerdo cuando se ponían a hacer la tarea, ¡la señora se desesperaba cuando tenía que hacer la tarea con mi Juanchito!
—¡No, Carlos, no! ¡A ver, otra vez! ¿Tres por siete?
Y a mi pobre Juanchito nomás se le rodaban sus lagrimitas porque no le sabía contestar.
Con mi Gabriel, mi diablito, era otra cosa. Condenado chamaco llegaba, se encueraba, aventaba la ropa por todas partes, como culebra, le daba de comer y se subía a hacer la tarea con su mamá, pero era bien giro el chamaco.
—¿Entendiste, Gabriel?
—Sí
Nomás le contestaba y ya estaba haciendo la tarea el canijo, el solo. Yo creo que le gustaba terminar rápido porque nomás cerraba el cuaderno y le dejaban prender el Nintendo.
Hartos dieces tenían mi diablito, hartos. Los señores ni se la creían. En matemáticas, en español, en ciencias, puro diez en la boleta. Eso sí, en conducta siempre puros sietes. Que Gabriel pega, que Gabriel se para a platicar, que Gabriel contesta feo…
—Salió como mi papá, bien listo, pero bien broncudo.
Decía don Juancho cuando le entregaban las calificaciones del niño.
Mi Juanchito, ése era al revés. Bien tranquilito, nunca le mandaron hablar de la escuela a la señora. ¡Pero nomás no le entraban las cosas a la cabeza! Güeno, pues con decirte que jamás vimos un solo diez en su boleta…
Y así, en cuanto entraron a la secundaria, otra vez se voltearon las cosas. Ya ves que a esa edad los chamacos se descontrolan. Yo creo que a fuerza de ver que nomás no daba una, Juanchito se volvió bien estudioso. Llegaba de la escuela, comía, se encerraba en su cuarto y no salía para nada. Ya como a las siete ocho de la noche salía todo despeinado, con los ojos rojos, como loquito, ya cuando había terminado sus cosas.
No, en cambio, mi diablito, ahí de plano mi diablito se destrampó. A ese le valía. Nomás llegaba de la escuela y el canijo se ponía a ver la tele o jugar con sus nintendos; en la noche se la pasaba pegado al teléfono hablando con sus amiguitos.
—Gabrielito, ¿qué no tienes tarea hoy?
—No, nana, no me dejaron.
—Güeno, pues.
Total que, según él, nunca le dejaban tarea.
Pos nomás pasó el primer año y todo reprobado mi diablito, todo. El señor estaba que no lo calentaba ni el sol.
—A ver, Gabriel, quiero que me expliques; tú no tienes ninguna otra responsabilidad más que echarle ganas a la escuela, explícame por qué me traes esta boleta toda llena de materias reprobadas.
Y mi Gabrielito, mi diablito, nomás se quedaba callado…
—¿Sabes cuánto me cuesta la colegiatura de esa escuela, Gabriel? ¿Sabes cómo me rompo la madre para que no te falte nada, y tú me sales con esto?
Y el zumbón de mi diablito nomás torcía los ojos…
—¡Te estoy hablando, Gabriel! ¡Responde! ¿A caso ves que tu hermano hace las mismas chingaderas que tú?
Y en nomás le mencionaban al hermano, se paraba y dejaba allí a su papá hablando el re canijo.
—¡Ven para acá, Gabriel! ¡Estamos hablando! ¡Gabriel! ¡Gabriel!
Nomás se esperó que terminara el primer año y que lo saca de la escuela. En parte yo entiendo al señor, es que sí le salía bien cara la escuela. Sí tenían dinero, sí, pero es que también uno debe enseñarles a los niños que no pueden tener todo en bandeja de oro. Creo que pagaban como dos mil o tres mil al mes por chamaco, pero de ese entonces, ahorita ya ha de andar más caro…
De la ésta escuela lo sacaron y lo metieron a una de gobierno. Como el señor estaba bien parado allí en la delegación, rápido le consiguieron lugar en una secundaria de allí de por su casa. Mi Juanchito, ése se quedó en la escuela particular. Todo el día lo veías estudiando, como que era más consciente que el otro…
Apenas pasaron unas semanas allí en la nueva escuela y mi Gabriel ya tenía sus amigos. A mí no me gustaban esos chamacos, y yo se lo decía.
—Gabrielito, si tus papás te ven con esos muchachos, te van a regañar.
—Oh, ¡no pasa nada, nanita!
Eran unos chamacos que a leguas se veía que no andaban en güenos pasos. Todos desaliñados, andrajosos, a mí la verdad no me daba confianza pasarlos a la casa.
—Buenas tardes, señora, ¿estará Gabriel?
—Buenas, doña, ¿andará por allí el diablo?
—Sí, joven, permítame, ahorita le digo que baje.
Y no nada más esos chamacos. ¡Vieras la de niñas que le hablaban por teléfono! Yo creo que eran sus novias porque se la pasaba toda la noche hablando y medio se le escuchaba que hablaba con muchachitas. Y mira que guapo no era, estaba más chulo mi Juanchito, que se parecía más a su mamá en lo finito. Ese Diablo estaba torote y hasta se veía como que se iba a poner gordo, como su papá. Pero, aun así, ¡cómo lo seguían las chamacas! Quién sabe de dónde aprendió a hacer tan noviero, quién sabe…
Mi Juanchito, en cambio, ese ni amigos tenía. Te digo que se la pasaba encerrado, estudiando. Si yo a veces pensaba que a lo mejor era… pues así, ya sabes, rarito… No iba a fiestas, no hablaba por teléfono, para mi Juanchito todo era la escuela. Novia pus menos.
Dicho y hecho, pues. Un día llegó temprano el señor y encontró al chamaco allí en la entrada, con los muchachos de la escuela. Me acuerdo que ese día andaba furioso. Ya en la noche Gabriel se metió de la calle, ¡y le han metido una regañiza!
—A ver, Gabriel, ¿quién te dijo que tú ya podías fumar? No has cumplido ni 15 años, ¿qué son esas chingaderas?
—Ay, nada más era un cigarro.
—¿Y crees que te ves bien fumando ahí en la entrada del fraccionamiento, con esos otros chamacos que no sé si no tienen mamá o qué, nomás andan de vagos aquí todas las tardes?
—Bueno, ya, les voy a decir que ya no vengan
—Sí pero es que llevas diciéndome así no sé cuántas veces.
—¡Bueno pues qué quieres! ¡No te metas en mi vida y ya!
Ahí fue la gota que derramó el vaso. Así nomás sin avisar, que va por él, lo jala de la camisa y que me lo agarra a bofetadas. ¡Uy! Me acuerdo de esa noche como si hubiera pasado hace ratito. La señora llore y llore, Gabrielito forcejeando con su papá, yo nada más me escondí detrás de unos sillones porque estaba impresionada, no me la creía. Juanchito, como siempre, estaba en su cuarto, nomás no salió.
De allí pa’l real les empezó a ir re mal con Gabrielito, mi diablito. Pobres señores. Un día le encontré unos cigarros de vicio, ¿tú crees? Esa vez nomás me puse a llorar sola ahí en el cuarto de lavado, no sabía qué hacer. ¡pobre de mi niño! Yo no le dije nada a los señores, me daba miedo cómo fueran a reaccionar, pero ahí les fui dando pistas para que ellos solitos se fueran dando cuenta.
Llegaba la señora de con su mamá y le decía.
—Señora, Gabriel vino y se fue, pero como que lo noté raro.
—Señor, Gabriel ya lleva mucho rato encerrado, no ha salido ni a comer.
Y ya hasta que los harté o ve tú a saber qué, se metieron un día a su recámara y le encontraron los cigarritos. Pos el mismo día que los encontraron, ese mismo día don Juancho le habló a su amigo, el capi, para que le ayudara a que entrara a la escuela militar.
¡Ay, ese día que se fue! Su mamá, su hermano, yo, todos le lloramos, güeno pues hasta don Juancho se despidió de él aguantándose el llanto. Vino el capi en su camioneta del ejército, habló no sé qué cosas con los señores, agarraron las maletas y de él nunca más volví a saber.
Harto que cambió la casa desde que se fue mi diablito, harto. Hasta parece que eran sus locuras las que nos mantenían unidos. La señora se la pasaba afuera, con sus amigas; el señor llegaba cada vez más tarde; Juanchito pues en su mundo, apurado porque ya iba a entrar a la ‘niversidad; ¡con decirte que yo ya hasta me aburría! El reguero de juguetes, sus zapatitos, andar ahí correteándolos cuando los traía el camión de la escuela… ¡Bien rápido que crecieron, bien rápido!
Fíjate, quién iba a decir las cosas…
Un buen día, me acuerdo que estaban terminando las vacaciones de Semana Santa, don Juancho había dicho que lo habían llamado para no sé qué trabajos en Pachuca, no había estado como en tres semanas en la casa. Me acuerdo que fue un jueves. Güeno, pues pa no hacerte el cuento largo, ese día yo había salido a pasear a los perros, pero cuando regresé a la casa, la señora estaba encerrada, en su recámara, llorando. Clarito se escuchaban en el pasillo sus quejidos. Yo pos ni pregunté ni nada. Gabrielito andaba en el balcón, lo veía por los ventanales de la sala. Andaba fumando y hablando por teléfono, yo ni sabía que fumaba. ‘Taba en bata me acuerdo. Yo decía “aquí pasó algo”, pero yo no preguntaba.
Al otro día la señora salió bien borracha de su cuarto, bien apestosa. Lueguito que se asomó le ofrecí de desayunar, me dijo que sí, pero ni la comida olía. Juanchito no salía de su cuarto, güeno pues con decirte que no salió todo el viernes ni sábado. A mí me empezó a dar cosa, y que pa’ pronto le pido permiso a la señora para irme a ver a mis hermanas. Les dejé lavado, planchado, con comida para unos días, en lo que regresaba, y me fui.
Me fui un domingo en la mañana, volví por ahí del miércoles o jueves de la siguiente semana, no me acuerdo. Desde que llegué al fraccionamiento había un relajo. Había una patrulla en la entrada.
—Buenas, señora, ¿usted a que viene?
—Yo trabajo aquí, en el cuadrante C, casa 3.
—A ver, permítame… Sí, ¿bueno? Jefe, aquí hay una señora que dice que va a al C3… ¿Es allí?… ¿Qué le digo?… Está bien, mi jefe, orita se la mando. Señora, le voy a pedir que vaya con mi compañero, mi jefe necesita hablar con usted.
Creo que hasta pálida me puse esa vez, ¿pos ora qué pasó? No entendía qué querían los policías. Me llevaron a una cabinetita que habían puesto afuera de la casa.
—Buenas tardes, jefecita. Perdón que la hayamos traído para acá. Fíjese que hubo un accidente allí en la casa donde trabaja y necesitamos hacerle unas preguntas.
Ahí me fueron contando lo que pasó: en el cuarto de Juanchito, un relajo de medecinas, entre pastillas para la cabeza, que para la depresión me dijeron, y quién sabe qué más; unas fotos del señor, en el suelo, con otra señora, con otros muchachitos, ya bien grandotes. ¡Vas tú a creer que tenía otra familia! La señora, mi patrona, no estaba, ya se la habían llevado. En la casa había dos cuerpos sobre un charco de sangre; uno del señor, con un tiro en el pecho; otro, de Juanchito, con un hoyo en la cabeza, y una sola pistola en el suelo, que dicen que era del señor; los policías me dijeron que, al parecer, forcejaron por el arma; Juanchito le disparó a su papá y luego se había matado él.
Por eso te digo, eso que me dices es porque lo leíste en tus libros, te lo enseñaron en la ‘nervesidad, pero no te creas… uno nunca sabe. Güeno, por lo menos yo no sé nada, yo no estudié, como tú. Pero si te contara…
Fabián Gutiérrez (México) es egresado de Filosofía y Filosofía Política por la UNAM, administrador de plataformas para la educación en línea y ferviente lector de los clásicos griegos. Incipiente cuentista y aspirante a poeta. Ha sido publicado en diversos medios, tales como Revista Protrepsis (UDG), Revista Leer+ (Librerías Gandhi), Revista Marabunta, DeFacto, entre otros.