ICELA LIGHTBOURN
Despierto tirada en una superficie blanca, tersa y brillante, aunque con algunas manchas de color marrón. Froto mis ojos. Me rodea una altísima pared en forma circular. Huelo a café. Hay salpicaduras ocres en mis arrugados pantalones de lino, mi zapato está cerca de un charco turbio.
No has dormido las últimas dos noches. Trabajas sin freno en el discurso que leerás en la inauguración de tu bufete en Dallas. Deberías descansar. No paras desde hace más de diez años. No fue casualidad, ni suerte, lo que pasó cuando entraste en el despacho del abogado Josué Escandón: a los dos años eras su esposa, a los cinco, su viuda y única heredera.
Mi pedicure es perfecto. Me calzo, me incorporo y miro hacia arriba. Más allá del muro blanco, ribeteado de oro, distingo cemento pulido, acero y el cristal de una ventana.
Te gusta mirar hacia arriba. Decidiste volar muy alto, Samia. ¿Recuerdas la cena de gala en Los Pinos, en la que representaste a tu marido, ya enfermo, cuando te sentaron al lado del ministro de comercio de Arabia Saudita, con quien compartiste algo más que la charla? Él salió feliz. Desde entonces te convertiste en la socia mayoritaria de aquel bufete árabe-mexicano destacado a nivel internacional. También a él lo pusiste en tu mira.
¡Qué superficie más fría! La cabeza me estalla. No recuerdo nada.
A las tres de la mañana, hiciste una pausa. ¡Cuánto lujo!, pensaste, no lo puedo creer, ¡Es mía esta enorme oficina en uno de los edificios más modernos de la ciudad de México: todo inteligente y decorado por la arquitecta minimalista Jill Garden!
Ah, mi imagen está difusa en la pared blanca. Quisiera salir de aquí; estar entre mis sábanas, mis almohadones y la suave luz de mi recámara.
Entonces te arrastró la visión de tu casa de infancia, aunque no querías verla: Isabel la Católica número diez, una vecindad en el centro de la ciudad de México. Enfrentas la banqueta con el trompo de carne y el anafre con suadero que te guiaban a un portón, ahí donde comenzaba una oscura escalera… En el primer rellano estaba la cantina de la Maru que vendía todo barato: comida, alcohol y sexo.
Sí. Mi reflejo en la pared debe ser impecable: delgada, guapa y segura.
Recuerdas a tu familia que huyó de la guerra eterna del Líbano y se refugió en este país, pero no encontró la tierra prometida. Creciste entre los lamentos de las mujeres que suspiraban por su pasado y los hombres que se aficionaron al tequila. Viviste lágrimas, gritos y filas de cucarachas libres que marcaban la pared del cuarto donde habitaron tus padres, tus abuelos, tú y tus hermanos.
¡Ah, veo mi reloj Cartier…! ¡Qué lindo mi juego Tiffany de perlas grises!
Y resurge lo peor: tu hermana fue violada en aquellos escalones cuando tenía diez años. Luego voló por el balcón en busca de un mundo blanco, pero la recibió el gris concreto. Esa noche tu alma se salió de tu cuerpo y tu mente dejó la vecindad.
He conseguido todo lo que quiero. ¿Es mi figura la del cristal? Ha sido un eterno esfuerzo por más y más y más. Pero, ¿dónde estoy?, ¿por qué estoy aquí?
Samia…
Sí, soy yo. Me recuerdo sentada en mi oficina de cemento pulido y acero, cansada, ahuyentando obsesiones; regodeándome en el triunfo y saboreando el éxito tanto como el último trago de café servido en una taza del juego enviado por el embajador de Japón, —tersa, brillante y blanca porcelana Noritake con filo de oro de 24 kilates.
Sí soy yo la reflejada. Siento náusea irrefrenable. Corro al centro del blanco piso y allá, muy arriba de la pared, veo el filo dorado y un destello de la jarra de plata. Sí soy yo, tampoco pude volar… estoy dentro de la taza y están a punto de servirme el café como me gusta: fuerte.