AMAPOLA NAVA
Tomados de la mano damos un paso al frente, pisamos sólido, volvemos a este mundo. Descalzos tratamos de reconocer este suelo, asirnos al tibio asfalto. “Juntos”, insistes, y mientras ríes al ver cómo extiendo los dedos de mis pies para acariciar la gris plancha, comprendo que no puede ser de otra forma.
Los rayos, cálidos, nos bañan y por eso andamos tranquilos. A veces olvidamos que este sol, que creemos tan nuestro, también es el tuyo.
Caminamos lento, o más bien, al paso necesario para que tus músculos y huesos se adapten al cambio de gravedad, pero cada vez que paramos para que recobres el aliento y la voluntad de seguir, me pregunto si en verdad todo ese esfuerzo es necesario. Me convenzo de que lo es, pero al mirar tu cansino arrastrar de pies me invade la imperante necesidad de que tú también lo creas.
“Míralo, está lleno de ellas”. Al notar tu interés, me agacho y levanto una de las flores que señalas.
“¿Cómo se llaman?”, preguntas cuando te la entrego. “¡Campanas!”, invento aparentando seguridad. “¿Por qué?”, me cuestionas. “Porque si las volteas, toman esa forma”, y me alegro de haberlo dicho al oír tu risa repicar.
“¿Tienen miel?”, preguntas. “¡No!”, exclamo riendo, “esas son otras”.
Me asusto un poco al ver que te llevas una a la boca. «¿Qué más da?», pienso, «nadie ha muerto por comer flores, y si lo han hecho qué hermosa poesía».
“¡Sí tiene miel! ¡Pruébala!”, insistes acercándome una.
¿Cómo negarme a esa emoción tuya? Me llevo los frágiles pétalos a los labios y, con una sonrisa, trato de suavizar mi “no, la verdad me sabe a agua y flor”.
“Soy un tonto”, dices riendo. Y al verte transitar rápidamente hacia la melancolía me pregunto si es justo. ¿Será justo traerte hasta acá? Si yo me muevo tan bien en tus estrellas, ¿debería arrastrarte a navegar en mis aguas?
Tú, viajero del espacio, vienes de un mundo de palabras intangibles y sentimientos compartidos, es por eso que preguntas para qué hablamos los humanos. Tu pregunta y los susurros que me haces con la mente me dicen cuánto te duele que lancemos las palabras al viento para ser tomadas y, en ocasiones, mutiladas por cualquiera. Cómo te lastiman esas mil voces que gritando llegan a ti con intención o sin ella.
Por eso tú y yo guardamos silencio, y no es luto por nuestras palabras, es un descanso del continuo estar expuestos y es respeto al reconocimiento mutuo.
“¡Respira!”
“Estoy respirando”, te tranquilizo.
Tienes miedo, pues aunque haya aprendido a sobrevivir en tu mundo (ese lugar donde el viento solo sirve para acariciar los rostros), yo sigo siendo humana, necesito tomar aire y transformarlo en aliento.
“No dejes de respirar, por favor.”
Tienes miedo.
“¿Y si mejor nos vamos?”, preguntas. Y es el miedo el que te hace subir al cohete.
Nunca dejará de impresionarme cómo es que, aunque dejemos de verlo, tú siempre tienes tu nave lista y en cualquier momento podrías despegar. Me extiendes la mano y me incitas a montar contigo. No puedo.
“Tú sabes que no podemos dejarlos aquí, nos necesitan, te necesito, sólo tú eres fuerte…”. Y desvío la mirada. “Tú me haces fuerte”, me contestas.
Forcejeamos.
Odio esos momentos de convencimiento, donde los sentimientos que me otorgas se pierden entre la lucha de voluntades, entre el aparente ceder de una decisión tiempo atrás firmemente tomada.
Con suavidad tomo tu mano y te atraigo hacia mí para comenzar a alejarnos de tu idea. La evadimos.
Entonces tu mano rodea mi cintura como la enredadera al árbol; nunca he sabido cómo logras extender tanto tus extremidades y flexiblemente abarcarlo todo. Me atraes, con un sutil movimiento de brazo, y me dices: “Una vez soñé que al final subías conmigo al cohete”. Sonreímos con un gesto para las cosas que no son.
“¡Se acabaron las visitas! ¡Favor de llevar a su paciente a las estancias!”, grita una voz a lo lejos.
“¿No puedes quedarte un poco más?”, me preguntas en un tono que no me permite articular palabra. Te contesto poniéndome los zapatos.
Me levanto y comenzamos a caminar, pero al tomarte del brazo me doy cuenta de que tú ya emprendiste el viaje y de nuevo estaremos a años luz de distancia.
Cada paso nos cuesta el doble que el anterior y, entre más nos acercamos al lugar que tú llamas claustro, más te ausentas. Al final ya no escuchas, llevas los ojos cerrados, un hilo translúcido se escapa de tu boca y yo regateo por un paso más.
“Siéntate.”
Y tu cuerpo se desploma.
Espero a que venga algún enfermero, a tomar el cascarón del que tu mente ya ha huido y guardarlo dentro de esas cuatro paredes blancas. Miro tus pies y, al ver tus llagas, de mis ojos brota un agua infinita, pensando que su sal podría cerrar tus heridas.
Me pregunto si no será más fácil que yo te siga a ese mundo.
Para Mayorga.