Laura Martínez Alarcón
Cuando cruzaste la frontera y llegaste a El Paso, Texas, la primera persona en la que pensaste fue en tu abuelo Benito. ¿Cómo era aquel corrido que canturreaba nomás despuntaba el día, cuando aparecía en el patio con las manos llenas de maíz pa’ echarle a las gallinas? Ah, sí, era ese de… «Paso del Norteeee, ¡qué lejos te vas quedandooo!». Era la voz inconfundible y bien afinada que escuchaste cada mañana de tu feliz infancia, ¿te acuerdas?
Qué triste se encuentra el hombre cuando anda ausente
Cuando anda ausente muy lejos de su patria
Mayormente si se acuerda de sus padres y su chata
¡Ay cruel destino, para ponerse a lloraaaar!
Una noche de junio, calurosa como ésta, bajo un manto de estrellas que tapizaba el cielo, de ruidos extraños que rondaban la noche, tú, Alberto de Jesús García González, mejor conocido como el Chiki, nunca imaginaste que la vida te brindaría tantas oportunidades. Tuviste suerte, ‘inche bato, muchísima suerte de que no te agarrara la migra, de que no te mordiera la víbora de cascabel que estaba escondida en aquellas piedras, de que no te ahogaras cuando tuviste que cruzar el río Grande, de que las lágrimas no te estrujaran el corazón cuando pudiste, por fin, hablar con tu mamá, «ya llegué, ama’, ya estamos en Guadalupe y mañana salimos pa’ San Antonio». Tuviste suerte, ¿y sabes por qué? ¡Porque tienes dientes de conejo, gacho!
La neta es que la fortuna no te abandonó jamás, a pesar de todo lo que has vivido, de todo lo que has hecho, bueno y malo. Tienes más vidas que un gato, Chiki García. Todavía no cumplías dieciocho años y ya habías cruzado la frontera, habías encontrado trabajo; aún no tenías papeles, pero estabas a punto de conseguir una social security falsa. ¿Y sabes por qué? ¡Porque te pareces a Bugs Bunny, loco! Y si le hubieras hecho caso a aquella bruja, a lo mejor no habrías tenido que pasar por el infierno. Y si no te hubieras subido en el carro aquel, igual ya estarías viviendo otra vida. Tendrías hijos, esposa, una casita… ¡Ay, Marcelita, haberte quedado embarazada al primer intento! Es que… ¡donde pones el ojo, pones el hijo, bato! La vida es así y la tuya ha valido la pena vivirla, ¿a poco no? «Paso del Norteeee…».
Chiki, escúchame bien, tienes que escribir tu historia para que nadie te la venga a contar. Ahora que te has vuelto medio famoso, demuéstrale a todo el mundo que los veinte años que pasaste en Huntsville, Texas, no fueron en balde. Enséñales a los habladores que tú eres medio poeta, medio filósofo, y que si no hubiera sido por el maestro Venancio, que en paz descanse, tú, ahorita mismo, serías un imbécil. Aprendiste muchas cosas, hasta fuiste el encargado del muro informativo del penal porque «sabías redactar bien y con estilo», decía el maestro. Por algún lugar había que empezar.
Comienza contando la historia de la gitana que te leyó el destino, ¿te acuerdas? Nomás le echó un ojo a tu mano izquierda, la del corazón, y se puso pálida como una vela. Su cuerpo se estremeció y hasta el pelucón que llevaba se le movió un poco, como si estuviera viviendo un ratón en la pelambre roja. ¡Cómo te reíste de ella! Pero cuando le comenzaron a caer de la frente unas gotas bien gordas de sudor, como si fuera un rocío venenoso, y sus dedos gruesos, cubiertos de anillos de alpaca y piedras falsas, se pusieron helados y viscosos, te dejó de hacer gracia. ¡Te dio asco! Asco y, como si fuera la primera vez en tu vida, sentiste miedo. Decidiste enfrentarla y pedirle que te revelara la verdad por más terrible que fuera, y ella recuperó la sangre fría, como buena víbora que era. Entonces, te dijo algo que al principio no entendiste bien porque te pareció una babosada pero que poco tiempo después comprobaste de la peor manera posible: «Está escrito que tu vida está condenada por igual a la ilusión y a la infelicidad. No tienes sangre en las manos, pero tu porvenir será de terror y angustia y hasta en tres ocasiones sentirás el aliento de la muerte». ¡’inche vieja loca, qué miedo te metió!
Miedo. La palabra que te acompañó durante veinte años. Cuando encontraste la raíz de tu miedo, te viste de niño ante el perro rabioso que se te abalanzó una tarde lluviosa cerca del rancho. Te viste de jovencito ante el narco que disparó a tu mejor amigo mientras te amenazaba con meterte a ti también un balazo entre ceja, oreja y madre. Pero, sobre todo, llegaste al fondo de tu miedo cuando aquellos gorilas se te echaron encima hablándote en inglés, insultándote, golpeándote y acusándote de haber matado a un policía en el barrio bravo de Las Camelias. «¡Pero si yo no vivo ahí… no live there!», les gritabas. Pero, nada. A punta de chingadazos, los fuckin’ gringos te tiraron al suelo, te esposaron y te metieron preso. Este episodio de tu vida lo tienes que explicar muy bien para que luego no te inventen cosas, Chiki. Debes dejar bien clarito que fue una cuestión de mala suerte, que no supiste reaccionar y que, si lo hubieras sabido, te habrías quedado en el coche de aquellos tipos que ni siquiera conocías y que solo te estaban dando un aventón. Que, sin lugar a dudas, habrías cooperado con los oficiales de la policía y les habrías dicho que tú no sabías disparar ni una escopeta de feria. Pero, por el maldito miedo a ser deportado, saliste huyendo como los otros e intentaste esconderte en un tráiler de caballos. El verdadero asesino te dejó de recuerdo el revólver y tú, por zonzo, lo agarraste para esconderlo entre la paja. De aquellos jijos de la tiznada no sabías ni el nombre, salvo que eran mexicanos como tú, ilegales como tú, pero ellos sí eran unos criminales.
Los pobres de mis hermanos de mí se están acordando,
Ay cruel destino, para ponerse a lloraaaar.
Hubo días en que tu mundo parecía derrumbarse. Momentos en los que estuviste a punto de sucumbir a las tinieblas, de caer en la tentación de desaparecer para siempre. ¿Cuántas veces te asaltaron los malos pensamientos de dejarlo todo y encontrar un trozo de cuerda y ahorcarte ahí mismo? Lo más difícil fue cuando te acusaron formalmente de asesinato. Acuérdate de ponerlo bien por escrito, como te dijo el abogado: la manera como fuiste juzgado, Alberto de Jesús García González, fue un modelo de lo que no debería ser la justicia. En primer lugar —que no se te olvide—, eras un mexicano condenado por un jurado de blancos, en un solo día, sin testigos directos, ni huellas dactilares ni material genético que te vinculara al crimen. En segundo lugar —grábatelo muy bien—, los dos testigos de cargo que presentó la fiscalía eran delincuentes que admitieron haber mentido y a los que les pagaron con hartos dólares y exoneración de delitos por narcotráfico. Así lo tienes que poner, ¿ok? Y, en tercer lugar, todo el juicio fue en inglés; nunca hubo un intérprete que te tradujera y explicara de qué chingaos te estaban acusando. Lo que los gringos querían era culparte, cerrar el caso y ya.
Tenías todo perdido, Chiki, menos tu inquebrantable fe en Dios y en la virgencita de Guadalupe. Tú no lo supiste entonces, pero tu mamá organizó cadenas de oración por todo el estado; tu papá habló con todas las organizaciones defensoras de derechos humanos que se encontró por el camino, y hasta tu hermana Celia se tuvo que tragar el orgullo y pedirle al ex novio que trabajaba con el gobernador que le consiguiera una audiencia para exponerle tu caso. Tenías todo perdido, pero tuviste suerte, Conejo Blas.
Tuviste tanta suerte, bato, que te sentenciaron a muerte tres veces y la libraste. La calaca tilica y huesuda te la peló. La parca te hizo los mandados. No una, ni dos… sino tres veces, ‘inche Chiki, ¡tres! Y ahora tú lo tienes que contar. Te salvaste por las argucias de los abogados, por los agujeros de la ley, por el montón de irregularidades y prejuicios. Pero, sobre todo, te salvaste porque siempre creíste que Dios era grande y te escuchaba. La primera vez que estuvieron a punto de sentarte en la silla eléctrica, ¿te acuerdas?, justo un día antes de la ejecución, intervino aquel gobernador de Texas, ¿cómo se llamaba el pela’o ese que era partidario de la pena de muerte? Muy partidario, muy partidario pero si no hubiera sido un new-born christian convencido de que el Creador tenía motivos misteriosos para torcer el destino de un hombre, ahorita no estarías aquí. Y te perdonó.
Luego fue la historia aquella con el abogado de oficio, ¡jijo’e la chingaa!, el que apestaba todo el tiempo a güisqui y al que le gustaba más el póker que preparar tu caso. ¡Perro del infierno! Hasta a los del FBI se les pararon los pelos cuando el imbécil confesó no haber preparado la defensa ni dijo nada cuando los fiscales eliminaron a cuatro jurados mexicano-americanos –esto lo tienes que poner así, ¿eh? Tampoco dijo nada el motherfucker cuando se enteró de que el mismo fiscal general había escrito el guión del par de testigos que había comprado. La historia hubiera sido otra si hubieras tenido otro abogado. «Pero cuando se es pobre»…, decía tu padre. «¡Pobre, pero honrado!», le replicabas. Tú, que nunca habías cometido la más mínima falta. Ni tan siquiera cuando eras chaval, porque siempre habías sido torpe, enredándote entre tus piernas flacas, con esa cara de conejo asustado, de dientes enormes y amarillos, y con esas orejas de soplillo.
A ver, Chiki, para un momento. ¡Para! Tienes que apuntar todo esto antes de que se te olvide o de que alguien más venga a decirlo. No te fíes de nadie, por amor de Dios, ¡no-te-fi-es-de-na-die! Solo fíate de mí, que soy tu sombra, que siempre he estado a tu lado durante todo este tiempo, la conciencia que te ha acompañado para que no te volvieras loco allá dentro. Soy tu mejor amigo, bato. Hazme caso. Ahora, parquea ahí adelante y descansa un rato.
Por estos caminos anduviste con Marcelita, ¿te acuerdas? ¿Qué habrá sido de ella y del bebé? ¿Te gustaría saber si fue niño o niña? Con todo el lío en el que te metiste, te olvidaste de que andabas huyendo no solo de la pobreza, sino sobre todo de la culpa. Ya, neta, te portaste re gacho. Una vez te dijeron que se había ido a la capital porque la vida en el pueblo era insoportable para ella. «Pueblo chico, infierno grande», dicen por ahí. Cuántas noches de esos veinte años habrás soñado con su naricita respingada y su boquita de beso y sus caderas de corazón. Bailaba bien, la jodida, y besaba mejor. ¡Ay, Chiki, qué suerte tuviste con lo feo que eres! Marcela era la más guapa del barrio, con su pelo rubio y sus ojos claros. Si hubiera medido diez centímetros más, la hubiera hecho de modelo. Pero los dos eran un par de güercos, tú tenías diecisiete y ella apenas quince y ninguno tenía futuro. No sabían hacer nada y, pues, tenías que elegir entre vivir para ella o buscar una vida mejor. «Tarde o temprano nos vemos todos obligados a elegir un camino, y yo ya decidí irme pa’l otro lado», algo así le dijiste, como de telenovela. Ella lloró mucho y te abrazó y te pidió que no la dejaras así. Y te largaste. Veinte años después, te sigues sintiendo mal porque esa fue la primera y la peor de tus faltas. ¡Cabrón!
Pero ahora que te estás convirtiendo en toda una celebridad, tienes que volver a escribir este capítulo de tu historia. No vaya a ser que un día aparezca Marcelita, el hijo, o ve tú a saber quién, con sed de venganza y te armen un pedo marca ACME. ¿Valdrá la pena buscarla? ¡Pero si ya no te acuerdas ni de su apellido, wey! Los padres ya murieron, hermanos no tenía. Tu madre dice que se murieron de vergüenza porque nunca pudieron recuperarse de la deshonra. Y esto también te hace sentir culpable. Mira por dónde, pasas veinte años en el corredor de la muerte acusado injustamente de haber matado a un policía, sin sentir remordimientos y defendiendo tu inocencia a capa y espada, y tu pinchurrienta historia con Marcela que no duró ni cinco meses, te sigue carcomiendo el corazón. Gacho.
En todo caso, tú eres el único que tiene la última palabra en todo este jodido rollo, así que tienes que ponerte las pilas y seguir adelante. ¿Cómo era eso que te aconsejó el abogado? «Alberto de Jesús García González, conocido entre familiares y amigos como el Chiki, era un joven ilusionado que deseaba vivir el sueño americano». ¡Chido! Y ya después, narras toda tu historia. No se te olvide poner todo el sufrimiento que pasaste al dejar a tus padres y amigos, al cruzar la frontera, el hecho de haber sido el primer mexicano condenado a la pena de muerte… eso conmueve mucho al respetable público. Y si te quieres poner en plan «filosófico», escribe sobre el miedo que viviste durante esos veinte largos años. Escribe sobre tus pequeños actos de rebeldía contra el destino obligatorio, contra la sumisión a los caprichos de un sistema corrupto e injusto, contra el fatalismo de cada día. Cuenta cómo te negaste a aceptar que nada en tu vida estaba escrito de antemano, que nunca diste crédito a los embustes de los horóscopos, ni a la magia negra de la bruja gitana ni, ¡quién sabe!, al mal de ojo que te haya podido echar la mosquita muerta de Marcela. Anota cuántas veces le cerraste el paso al diablo y sus perversas tentaciones porque tú solo creíste en Dios y en la Virgen, ¿qué no? Como en las tragedias griegas que leías con el maestro Venancio, el héroe acabaste siendo tú. Siempre rebelde, actuando a contracorriente, cuestionando las reglas sagradas para otros, rompiendo los designios de una vida injusta, y empeñado en construirte otra. Lo tuyo fue una infeliz coincidencia entre destino y mala fortuna. Eso fue todo, Chiki. Eso fue todo. Ahora, arranca y vámonos.
Por cierto, ¿ya te diste cuenta de que hoy hace exactamente seis meses, saliste de Huntsville? ¡Seis meses, man! Seis meses en los que has intentado recuperar todo el tiempo que te robaron los fuckin’ gringos. Y no lo has hecho nada mal. Para muchos, te has convertido en un símbolo, estás recompensando a tus viejitos que ahora están felices, el gobernador te nombró hijo predilecto del estado y… ¡ya traes novia y te quieres casar! La neta es que tienes una estrellota de la buena fortuna pegada en la frente, wey. Bueno, ¡hasta te quieren hacer protagonista de una telenovela! Muchas cosas estás viviendo en estos seis meses… ¡y lo que te falta, Chiki, lo que te falta! Por eso, ahora es cuando tienes que sentarte y escribir tu biografía que para eso te adelantaron el dinero con el que te compraste esta camionetota Ford Superduty F-250 XL, la que siempre habías soñado. ¡Quién te viera, Chiki! Ya nomás falta que te arregles los dientes y las orejas de Roger Rabbit y hasta guapo te vas a poner, cabrón. Jajaja.
Es extraño escribir sobre ti mismo, ¿verdad? Nunca lo habías hecho. Te da pudor, un poco de vergüenza, vértigo. Pero ahora no te queda otra. Apunta todas las cosas que vayas recordando en el diario que te regaló Celia…, ¡la pobre Celia que nunca se casó por culpa tuya! Y es que, ¿quién le iba a hacer caso con el hermano acusado de asesinato y a punto de morir chamuscado en la silla eléctrica? ¿Qué familia decente del pueblo la iba a acoger con el pariente que se cargaba? Ahora es demasiado tarde. Ya se le pasó el arroz. Rencor no te guarda pero… a veces, sientes como cierta inquina, ¿a poco no? Y no es pa’ menos, ponte en su lugar.
Ah, por cierto, dato muy importante: haz una lista de todas las organizaciones pro derechos humanos que te estuvieron apoyando durante todos estos años y, of course, dale las gracias muy especialmente a la mano amiga del gobernador de Texas. Era tu tercera llamada, loco. «La tercera es la vencida», se burlaba de ti el guardia Allen, el negrote ese que parecía ropero, motherfucker. Pero, gracias a Dios, el candidato a la presidencia de Estados Unidos andaba quedando bien con los inmigrantes mexicanos. El indulto llegó un par de horas antes de que te achicharraran en la silla eléctrica. ¿Te acuerdas que mal lo pasaste ese día? Hacía poco habían ajusticiado a Chris Warren. El pobre era medio subnormal y lo habían involucrado en la violación y muerte de una jovencita de Houston. Entró al penal casi como tú, a los diecisiete años, y pasó otros diecisiete en el corredor de la muerte. El comisionado Stevenson lo vio cambiar. Decía que Chris se había transformado de un joven problemático a un hombre educado, cuya mente pudo desarrollarse y madurar. El viejo Stevenson aseguraba que el chico estaba desesperadamente arrepentido y que sus últimas palabras fueron, «¡perdóneme por lo que más quiera, por favor!». No viste la ejecución pero, esa noche, todos sintieron la sacudida de la corriente eléctrica recorriendo todo su cuerpo. Y se hizo el silencio más absoluto. Un silencio espeso. Con todo lo curtido que estaba el comisionado, la muerte de Chris fue un duro golpe para él. Cuentan que jamás se recuperó y que el remordimiento, el sentimiento de culpa, el saberse ejecutor de una sentencia terrible, lo abrumaron. Hasta las malas lenguas decían que eran amantes y que por eso se suicidó colgándose en su casa. Gacho.
A ver, bato, tampoco se trata de hacerle la barba a nadie, pero… sí tienes que darle su protagonismo a la autoridad. Ni modo, hay que quedar bien. Such is life! Como dice tu mamá, «es de bien nacido ser agradecido». Y es que, no es pa’ menos. El día que te liberaron, el gober en persona fue a recibirte al aeropuerto con toda la plana mayor. ¿Te acuerdas cómo lloraste cuando el gentío que estaba ahí gritaba tu nombre, como si fueras el mejor jugador de béisbol de todos los tiempos? ¿Recuerdas la emoción que te dio ver a los profes y a los niños de la escuela primaria donde estudiaste lanzando vivas y flores «al Chiki García, héroe nacional»? Sentiste bien chido, bato. Y luego toda la bola de periodistas afuera de tu casa, las cámaras de televisión entrevistando a tu mamá, los admiradores… y así conociste a la dulce Ninfa. Fue muy chistoso cómo se te acercó en el mall a pedirte un autógrafo «¡Ay, señor Chiki!», te dijo, «¿me podría dar un autógrafo para mi abuelita?».¡Que abuelita ni que ocho cuartos, era para ella! Con su vocecita de niña bien portada te dijo que te parecías a Tambor, el amigo de Bambi. Te reíste mucho y por eso te regaló la patita de conejo que traes colgada. «Es mi patita de la suerte», te dijo la güerca. ¡Eh, wey! Hazme caso, para un rato que se te cierran los ojos.
El tramo de la carretera 57 por la que Alberto de Jesús García González viene conduciendo desde hace cinco horas y media, es una línea perfectamente recta, larga y monótona. De vez en cuando, si es de día, cruza una iguana prehistórica o una serpiente de cascabel, y a ambos lados suelen aparecer grupos de zopilotes que avistan los restos de algún animal entre los huizaches y emprenden una danza lenta y circular que termina en festín. Ahora que es de noche, nacen los sonidos y las visiones del desierto. Pocos seres humanos se aventuran por estos caminos y más a estas horas. Para sacudirse el aburrimiento y despejar la mente, el Chiki decide poner la radio a todo volumen y pisar el acelerador a fondo. «A ver hasta donde alcanza esta fregadera», piensa. Saborea su libertad recién adquirida. Especula sobre su futuro. Del pasado no quiere saber absolutamente nada. Sin embargo, por algún resquicio de su aletargada conciencia, se le cuela una frase que repetía siempre el profe Venancio, «vigilad constantemente, pues el demonio está rondando cerca de vosotros como león rugiente, que busca a quien devorar». El recuerdo le hace sonreír.
A pesar de la hora, hace mucho calor. No le gusta nada el aire acondicionado; prefiere abrir la ventanilla, sacar el brazo y sentir el viento que serpentea sobre su piel. ¡Lo que hubiera dado por experimentar esta simple sensación cuando estaba en la cárcel! «Ahora, hay que disfrutarlo todo, bato», le murmura su sombra. Se siente a gusto y decide sacar de la guantera un cigarro de maría; le ayuda a relajarse y disfrutar de la noche y de los placeres que da el ser libre. Su pie derecho continúa pisando a fondo mientras la aguja anaranjada recorre el dial con impecable fluidez. Piensa que es un desperdicio, con una autopista tan lineal y prolongada, no darle con todo al acelerador… 180… 200… ¡Pura adrenalina!
No está completamente solo. Delante de él, vislumbra las lucecillas rojas de un camión y se troncha cuando lee el letrero que trae puesto en la parte de atrás, «si ves que manejo mal, tócame el pito»… 220… 240… En la radio suenan los acordes de un corrido que le acaba de dedicar el grupo Los Broncos de Juárez, Las tres vidas del Chiki. Sueña con el giro de ciento ochenta grados que ha dado su existencia. Sueña con lo que vendrá y, por enésima vez, piensa en la suerte que ha tenido. La aguja sigue corriendo.
Hace rato que su voz interna ha desaparecido, ya nadie le hace compañía. Un leve parpadeo le anuncia la inminencia de las luces rojas, siniestras como los ojos del diablo. Otro cabeceo casi imperceptible le indica la milésima de segundo en la que todo cambia y en la retina queda fija la primera noche, el primer beso, los primeros veinticuatro fotogramas de toda una vida. La noche estrellada se confunde con un cielo de astillas de cristal y el chillido de las cigarras enloquecidas por el calor es opacado por el atronador impacto de mil sueños rotos. Entonces, como en las historias bíblicas, el desierto se convierte en el escenario perfecto donde coinciden el azar y el destino y donde, a veces, se dirime la suerte de una vida tan estúpidamente inútil.
Laura Martínez Alarcón (México) es periodista afincada en España desde hace trece años. Es egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado en radio, televisión, prensa escrita y electrónica como reportera, coordinadora de producción y contenidos. Ha participado en diversos talleres literarios y tiene dos libros de cuentos Cortoletrajes y La mujer sin nombre y otros relatos. Está por publicar su primera novela El baúl de la República.