FERNANDO YACAMÁN
En el recreo mi amigo Sebastián me enseñó un libro en el que había un dibujo de una tortuga sosteniendo el mundo con su caparazón, debajo de ella navegaban demonios que sacaban su enorme lengua, otros reían mostrando sus dientes de picos; todos tenían largas colas llenas de pelos.
He visto bastantes documentales en Discovery Channel y sé que los astronautas no han descubierto ese animalejo, además en la escuela nos enseñaron el tema de los mitos y tenía la certeza que ése era un gran mito, pero dudé la noche en que soñé con los demonios y me arrancaban la cabeza.
Mi papá me despertó de la pesadilla y su sonrisa se dibujó entre su barba. Nos pusimos muy galanes para ir al mercado. Al llegar, pasamos por el puesto de mascotas: en bolsas de plástico nadaban peces, en jaulas pequeñitas apenas cabían conejos, gallinas, gatos, perros y todos estaban flacos, flacos como yo. En otra jaula un perico cantaba las mañanitas. En una pecera había tortugas japonesas que no tenían los ojos rasgados, en otra nadaban tortugas de río y yo quería la más grande porque se parecía a la que sostenía el mundo. Mi papá me advirtió que son sucias, que llegan a enfermar a las personas de Salmonella ¿Salmo qué? Me explicó que son bacterias que provocan fiebre. Le prometí sacar diez en matemáticas si a cambio me compraba la tortuga. Sólo costaba veinte pesitos. Me sorprendí cuando de su cartera sacó un billete arrugado con la cara de Sor Juana, entonces también compró tortubites y una enorme casa para la tortuga, una mansión diría yo, porque tenía palmeras y toda la cosa para que la pasara de pelos.
Le conté mi sueño a mi papá; respondió que sólo creen en los demonios los sacerdotes y las monjas.
Saqué a la tortuga de la bolsa de plástico y la metí dentro de su mansión. Nos miramos largamente. Sus ojos eran pequeños y por momentos parpadeaba. Con mi dedo índice le piqué la cabeza, pensé se ocultaría dentro de su caparazón, pero no fue así, se enojó muchísimo y me mordió. No sentí dolor porque no tenía dientes, sólo una mandíbula fuerte y es por eso que la llamé Mandíbulas Sangrientas. Los primero días me parecía aburrida, todo el tiempo se la pasaba bajo las palmeras, tomando el sol o escondida dentro de su caparazón ¿pensando en quién sabe qué cosas? Yo supongo en asuntos reptilianos que nadie puede entender.
La verdad la consentía muchísimo, le cambiaba el agua cada tres días porque si no su mansión comenzaba a oler a pantano, los día soleados la sacaba al jardín para que caminara y ejercitara sus músculos, cada mes le echaba una pastilla de calcio para fortalecer su caparazón y también se lo limpiaba con mi viejo cepillo de dientes para que luciera muy guay; deseaba que creciera un montón, tanto como una bestia, pero al transcurrir el tiempo no crecía y pensé que no era feliz y que lo mejor sería dejarla libre en algún río.
Una noche los demonios devoraban mi rostro; eso soñé el sábado que cené pozole y al despertar encontré a Mandíbulas con el hocico bien abierto, me miraba fijamente, lentamente comenzó a inflarse como globo aerostático, a rebotar contra las paredes hasta que finalmente escapó por la ventana. Apenas logré agarrarle la cola y con mucho esfuerzo me trepé hasta el centro de su caparazón. En un parpadeo abandonamos la colonia, la ciudad, el país se veía como una maqueta de las que hacemos en la escuela. Íbamos directo hacía al espacio. Le pedí a Mandíbulas que le metiera velocidad, que me diera un recorrido por toda la galaxia, quería ver el rostro de la Luna, pasear por Marte, contemplar los anillos de Saturno. Me acosté boca abajo sobre el rugoso caparazón e iniciamos una charla en la cual Mandíbulas sólo gruñía o hacía ruidos extraños y yo trataba de impresionarla con todo lo que he aprendido en la clase de geografía.
Íbamos muy a gusto, hasta que se me ocurrió mirar atrás…
Estábamos dejando la Tierra, debajo de ella navegaban enormes demonios, abrían sus hocicos, extendían sus larguísimas lenguas con las que devoraban planetas, meteoros, estrellas… Su baba roja salpicaba como sangre en el espacio y a la distancia se volvía nebulosas. Otros tenían el hocico pegado al mundo y lo chupaban. Todos movían sus colas de un lado para otro y se perdían como un rayo de luz en el infinito. Un demonio nos golpeó con su cola y nos perdimos en el espacio.
Al despertar me di cuenta que había soñado dentro de otro sueño.
Del cielo caían gotas de lluvia, sentí el pasto húmedo, mi papá estaba a mi lado, también se había quedado dormido y seguía roncando; dejó su libro abierto y las hojas ya estaban empapadas. Al levantarme Mandíbulas no se encontraba por ninguna parte, la había sacado de su pecera para que caminara y la cuidé hasta que se me cerraron los ojos. Mi papá despertó, se levantó y con los pies descalzos la buscó por todo el jardín. Yo me quedé mirando el cielo hasta que se hizo de noche. Mi papá expresó que no me preocupara, que seguramente luego la encontraríamos.
Antes de dormir hablé por teléfono con Sebastián para contarle lo ocurrido. Él me platicó que una vez también se le perdió una tortuga en el jardín, que pasaron meses y su mamá la dio por muerta; pero él todos los días salió a buscarla. Con el tiempo notó que un cactus se volvía gris y cuando se pudrió lo arrancó de raíz. Ahí encontró a la tortuga, estaba con vida y se había chupado el cactus.
Antes de dormir miré la pecera vacía, dejé la ventana abierta y cerré los ojos…
Yo no soy sacerdote, ni monja, pero sé que los demonios intentan devorar el mundo y no pueden porque una luminosa tortuga sostiene el mundo y su nombre es Mandíbulas Sangrientas.