FABIÁN GARCÍA GÓMEZ
¿Memorias? En cuanto se pone uno a la tarea de escribirlas
ya no se sabe cómo hacerlo ni en qué consisten.
José Revueltas
En Lecturas sobre la lectura, Alberto Manguel narra un accidente que sufrió el escritor argentino Jorge Luis Borges en 1938. El autor de Ficciones se dirige a la casa de su amiga Emma Risso Platero, el elevador no funciona y decide subir por las escaleras sin darse cuenta de que una de las ventanas recién pintadas estaba abierta, la cual le causa una herida en la frente. El hecho llegó a producirle alucinaciones y fiebre elevada. Después, una noche se da cuenta de que no puede hablar; inmediatamente es llevado al hospital para que lo operen: tenía septicemia. En su autobiografía Borges relata lo sucedido:
Cuando comencé a recuperarme, temí por mi integridad mental. Recuerdo que mi madre quiso leerme de un libro que yo había pedido poco antes, Out of the Silent Planet (Más allá del planeta silencioso) de C. S. Lewis, pero durante dos o tres noches postergué la lectura. Al final triunfó su insistencia, pero tras escuchar una página o dos comencé a llorar. Mi madre preguntó el motivo de mis lágrimas. ‘Lloro porque comprendo’, le dije.
Si lo anterior provoca algo, bien sea ternura, ironía o sarcasmo, no estaría mal pensarlo desde cualquier punto; sin embargo, la muestra de comprensión me lleva a un tema que por sus dimensiones, a veces, no puede ser más que trágico: la memoria; su contenido moral y estético; el punto de vista neurofisiológico y filosófico.
En el caso de Borges, sus lágrimas representan una virtud: estar consciente, y una desgracia: no poder olvidar. En algún poema Jorge Luis dirá: Sólo una cosa no hay, es el olvido. Pero el drama —por ser la memoria el teatro de la vida— va más allá del continuo subir y bajar el telón. Yo no recuerdo que mi memoria sea prodigiosa, es más, no sé cómo llegué al sitio en el que ahora me encuentro; exactamente no podría referirme a los hechos como una cadena previamente representada: aun así, el acto que se repite no es siempre el mismo, y aunque mecánicamente se repita: habrá una diferencia mínima. Digo que, si se hablara de la mimesis propuesta por Aristóteles en La poética, todos ustedes me darían la razón. Más bien creo que la memoria es la metáfora de algo que llamamos vida. Cuando rememoramos un acontecimiento, cualquiera que este sea, intercalamos tiempo y espacio a gusto propio, lo que quiere decir que no es meramente ortodoxa nuestra reminiscencia; evocamos lo que suponemos haber realizado y como si ese constructo de suposiciones fueran ciertas, estructuramos la realidad de aquello que nos ha pasado. Así, una ocasión entretenida puede resultar fatal en nuestro presente. Incluso la fatalidad es poética. Uno ajusta las veleidades —porque la fatalidad es una veleidad, ¿o acaso no dirigimos nuestros pasos hacia lo inútil para erguir una voluntad insostenible? —, justificándose todo el tiempo. ¡Como si de algo sirviera justificarse! ¿Significa humanismo?, ¿no hay en la justificación el encanto del morbo? Lanzo un golpe sin instinto porque sé que me darán la otra mejilla.
Si rompemos con el constructo que nos hace ser —o sea la parte de poesía que tiene la memoria—, caemos en la cuenta de que no tenemos nada. Todo es una equivocación o un accidente. Se es tan miserable que ni siquiera puede contener uno mismo sus desgracias sin que éstas pasen por los filtros del optimismo. He ahí pues que se necesita del arte para recordar, para suministrarle vida a la que ya es presente y por lo pronto a una futura, amén de que se debata aquí el problema del instante como el presente irrepetible y del cual jamás se tiene consciencia. Octavio Paz ha hablado mucho al respecto, y no sólo él: creo que todos hemos hablado del presente y el futuro como medidas de tiempo inasibles pero sí inteligibles. Algunos dirán que lo único perteneciente al hombre es el pasado, otros, los escépticos o incrédulos darán como respuesta que nada le pertenece al hombre; el pasado es irrecuperable, el presente inasible y el futuro es, al final de todo, un pasado, también. En Decir, hacer —poema de Paz— se lee: “Y apenas digo es real, se disipa. ¿Así es más real?” El poeta se refiere a la poesía; yo tomo el verso para retratar el instante. Cuando Karl Jaspers habla del ser y su posibilidad de realizarse en otro ser que sea él mismo, puede —desde mi comprensión— entenderse el instante. Quiero decir que no soy yo el que “ve” y “traduce” el movimiento de ser ahí, sino el otro que está siendo conmigo. Nada más inhumano que el instante y nada tan lleno que él mismo. Recuperarlo para qué si al decirlo se disipa. Podemos nombrarlo y traducirlo a un elemento, pero el nominalismo reduce al absurdo cada particular, y admitir que un instante es universal y que contiene la misma esencia para todos, es más que tonto. Queda, pues, la noción de una existencia vivida en ese lapso cortísimo de tiempo. Yo, como todos los demás, sólo puedo reconocerme en el otro. Si una línea, como decía Borges, son puntos unidos; el instante no es más que eso.
¿Qué nos hace pensar en la veracidad de nuestra memoria? ¿Es real? De un modo tajante diré que no es real, sin embargo no se trata de negarle la parte de realidad que le corresponde, sino de optar por esa consecuencia de hecho —real— a través de las manifestaciones artísticas (esto me llevará a un sendero lleno de subjetividades y es precisamente lo que deseo, pues, toda memoria es subjetiva, paradójicamente, en su objetividad; y entiéndase de una vez, hablo de memoria no de la capacidad que tiene el hombre para aprender algo, como un texto, un poema o un cuento, eso ya tiene que ver con otro tipo de capacidades: memorizar no es lo mismo que recordar: según Aristóteles el recuerdo no es ni adquisición, ni recuperación del conocimiento). Sobre la veracidad no hay nada que ocultar, quiero decir, se piensa en la verdad de nuestra memoria o se toma como verdad lo que de ella se obtiene porque es producida desde la sensibilidad. Nuestros sentidos le dan un carácter formal.
Si es verdad que me sucedió esto o aquello sólo me compete a mí saberlo, nadie más cerca de mis consecuencias que este que soy, por lo tanto sólo yo sé cuándo miento, o eso creo. La verdad es expuesta en mí, pero es una verdad temporal porque no puedo decir que “x” evento sucedido hace meses tenga la misma sensación ahora, más no por ello deja de ser verdad: lo he dicho, si lo siento es verdad, una verdad lógica para mí, o más bien, metafísica, pues la evocación remite a una serie de presentes que me particularizan o singularizan por medio de las metáforas halladas en la memoria. Nombro el dolor porque sólo yo sé qué tipo de dolores me afectan; y repito, mi memoria metaforiza. Nadie, absolutamente nadie experimenta, en lo sensible, la objetividad. Ahora bien, ¿cómo es que mi subjetividad representa una realidad posible para todos? La respuesta está dada en la asociación, en lo convencional, en la pluralidad misma de las sensaciones y sus —a veces— imbricadas interpretaciones.
Cuando leo un cuento, por ejemplo de Carver o de Revueltas, el leer una historia de un ebrio en recuperación, como la narrada en Leña de Raymond, o la lectura de Dios en la tierra de José, me hacen suponer que lo acontecido en uno u otro texto en mí provoca un acto reflejo. Experimento las mismas sensaciones que movieron a los autores para escribir los cuentos. Experimento, además, y esto ha de tomarse muy en cuenta, el drama de los personajes. ¿Qué sucede? El arte ha emprendido en mí —porque así lo decido—un camino de remembranza. ¿Y, realmente uno decide rememorar? He ahí el misterio, he ahí donde la memoria juega su papel de protagonista en el teatro de la realidad. No soy consciente de querer recordar sucesos pasados para obtener conocimiento del acto; el conocimiento mismo se da inmediatamente en las reminiscencias. No sé en qué momento de la lectura soy yo el sujeto que se recuerda a través de los personajes hallados en el cuento. Se comprueba pues que existen posibilidades de asimilación entre un sujeto y otro, aunque disten en espacio y tiempo y sean reales o actantes dentro de un libro. La memoria expone al hombre en lo fatal, en la desnudez y sobre todo, en lo solidario; una solidaridad que no se presume porque en ella radica la angustia. La memoria es hetaira de la angustia.
¿Qué hace la ciencia y la filosofía ante el problema de la memoria? La primera, a partir de la neurofisiología, se ha encargado en presentarnos algo que llaman engrama. Tratan de definir su localización y qué es realmente. Los filósofos por su parte añaden la palabra imagen con Bruno; la asocian con sensibilidad/sentir desde la perspectiva aristotélica o, función del entendimiento, mecanismo corpóreo e interacción alma-cuerpo con Descartes. Empero, dando todas las referencias no se llega a una conclusión exacta. Si quisiera hablarse de memoria como receptáculo donde se localiza el conocimiento, está bien. Llegaríamos a un fin. Mas lo ha dicho Aristóteles, “la memoria no forma parte de la facultad intelectual”. Entonces, ¿qué facultad le corresponde a la memoria? Desde donde me involucro sólo puedo tratarla como un horizonte inverso, es decir, un camino perseguido pero nunca alcanzado, porque si lo anduvimos (y perdonen el verbo tan feo) jamás nos dimos cuenta de cuándo o en qué parte del universo se encuentra. Lo terrible del asunto es saber que tu pasado será el futuro deseado. Siendo así, no le es suficiente al destino —que es la vida en una de sus acepciones más cruentas— el darnos de zarpazos sino que, muy al contrario, cuando finalmente nos ve abatidos nos da de golpes en la espada, como lo haría cualquiera que se sintiera en la obligación de vernos satisfechos con lo vivido. Lo trágico del asunto es saber que nada comienza con un principio: la memoria no es un pararse frente al inicio o la conclusión de nuestra vida, es, tristemente, un sopor eterno.
En una reunión con algunos amigos, uno de ellos hablaba —no recuerdo de qué— y de pronto le brillaron los ojos y dijo —esto sí lo recuerdo— haber comprendido todo. ¿Qué refiere el comprender todo?, no lo sé y no me interesa. El hecho de hacer mención de la anécdota tiene un fin muy común que a las claras es bastante obvio: mi amigo recordó algo, se sujetó a la memoria mientras conversaba y de un momento a otro expresó su sorpresa con una brillantez en el rostro y sus manos dando vueltas y vueltas, realizando esos ademanes que le caracterizan. La anécdota, igualmente, funciona para que pregunte lo usual en estos menesteres, ¿es bueno tener memoria? A veces más valdría perderla, pero en este caso por supuesto que sí es bueno. La memoria nos sirve para adelantar o retrasar el reloj físico de cada uno de nosotros. También alienta al hombre en su desdicha cuando éste no halla consuelo y recurre a los tiempos gratos. Tiene un valor moral y estético, además de plantear un método cuya finalidad es el conocimiento. Sin embargo, no todo lo que se recuerda nos exime de pesares o acrecienta el ánimo. Cioran —en su vejez— recuerda el campo y las montañas del pueblo donde nació y al hacerlo le invaden sensaciones llenas de melancolía: el niño Emil nunca volverá. Y no son únicamente los recuerdos de Cioran los que, inoportunos, llevan al hombre a la vivencia de un camino amoratado. En realidad no creo que sean los recuerdos una balsa para náufragos; creo, sí, que ayudan a morir como cualquier objeto amable para el cuerpo.
Si antes dije que la memoria tiene un valor moral y uno estético, ahora me explico. Moral porque de las experiencias uno mismo se propone juicios éticos, quiero decir que la base de la memoria es la experiencia y de ésta emergen muchas de las virtudes y defectos del ser humano. Si alguien rememora un acto cruel como el nazismo, con toda seguridad valorará el acontecimiento con una severidad que le hará responder al preciosismo de la vida; uno juzga y determina si es bueno o malo, si es conveniente o inconveniente tal o cual situación. Yo mismo no atacaría a nadie porque sé, bajo mis preceptos morales, que atacar al prójimo es una desobediencia a los mandatos civiles o divinos. El hecho de saber y valorar como insana dicha actitud se debe sencillamente a que leí o viví, tal vez, un momento trágico de esa índole y en este momento me hace suponer incorrecta esa manera de obrar. ¿Cómo sé que es malo o bueno?, porque tengo memoria y ésta me indica una experiencia que me lleva a concluir críticamente, es decir elegir mi moral.
Ahora bien, ¿en dónde radica lo estético de la memoria? La respuesta está dada de antemano: en la manera de recordar. A salvedad de lo que ustedes opinen, cuando alguien recuerda siempre lo hace con airado celo amoroso. Cada palabra dicha o escena ocurrida en un tiempo exacto, quiere ser expresado con toda claridad; lástima porque nunca sucede tal como ocurrió lo vivido. Recordar siempre algo, decía Borges, es como quitarle su belleza. Uno transforma el recuerdo hasta hacerlo combinación de verdad y mentira, pero qué podemos esperar de un animal racional como lo es el hombre. Yo recuerdo muchas memorias escritas de autores importantes, es decir, la tan llamada autobiografía. Siempre que leo una de ellas me encuentro con anécdotas sublimes o dichas con ese tono. De hecho me siento estúpidamente abrumado al leer tanta gloria en una vida; no digo que una autobiografía esté repleta de vanidades, como tampoco digo que no se aleje de la verdad, es sólo el hecho de la nimiedad en un libro que expresa los años de un hombre.
Lo estético del recuerdo es, lo he dicho, la forma, la manera, el modo de contarse el tiempo perdido. Por supuesto no podemos ser un “Funes el memorioso” que recuerda todo meticulosamente, y es una verdad el todo recordado. ¿Qué gracia tendría la memoria si no permitiera esos ataques poéticos al evocar? La memoria no pertenece a un concepto científico o más bien, no creo que la ciencia pueda desentrañar la retórica de los momentos espacio-temporales de nuestro ser. Le corresponde al lenguaje filosófico-poético decir qué de la memoria. En un verso de Francis Jammes, al recordar, dice: Je te disais tais-toi quand tu ne disais rien, [Yo te decía cállate cuando no decías nada.] Eso precisamente hace la memoria, estar callada. Nunca despierta. Sólo el hombre, el ser del hombre manifiesta su interés por lo pasado y una vez iniciado el camino, no para de recordar, entonces, ahí, la memoria es eterna.
Para finalizar recuerdo esto: una de las conferencias de Jorge Luis Borges inicia así: “Platón, que como todos los hombres fue infeliz…”, al leer esa línea, esas palabras, no hago sino soportar un peso: mi vida y la vida de quienes me anteceden. Lo cual quiere decir que mi memoria me hace comprender la vida de todos los hombres.
Bibliografía
Aristóteles (2006). La poética. España: Alianza Editorial.
Borges, J. L. (2012). Cuentos completos. México: Lumen.
Borges, J. L. (2012). Poesía completa. México: Lumen.
Carver, R. (2001). Si me necesitas, llámame. España: Anagrama.
Cioran, E. M. (2012). Conversaciones. México: Tusquets.
Heidegger, M. (2012). El ser y el tiempo. México: Fondo de cultura económica.
Jaspers, K. (1981). La filosofía desde el punto de vista de la existencia. España: Fondo de Cultura Económica.
Manguel, A. (2011). Lecturas sobre la lectura. España: Océano.
Paz, Octavio (1972). El arco y la lira. España: Fondo de Cultura Económica.
Revueltas, José (2011). Dios en la tierra. México: Era.
Villoro, Luis (1999). El conocimiento. Madrid: Trotta.