ELEAZAR MARTÍNEZ
Cuando su coche se sumergió en la sombra del estacionamiento techado, Genaro Fuentes soltó un suspiro ambiguo que bien pudo ser de alivio o de frustración. El Mazda gris se paseó como un tiburón entre los coches, buscando el cajón de estacionamiento designado a la gerencia del banco en el que laboraba desde hacía años.
Al llegar al cajón que le correspondía notó que en él estaba estacionado un Tsuru viejo. Tenía las luces intermitentes encendidas, pero el interior estaba vacío.
Pinche madre, murmuró Fuentes, se mordió el labio y se mesó el cabello mientras miraba por el espejo lateral y por el retrovisor. Le preocupaba la posibilidad de que se aproximara otro coche, obligándole a mover el suyo.
Resopló y el estómago se le retorció como un trapo al ser exprimido. Recordaba todavía al conductor de la vagoneta blanca que le había cerrado el paso unas cuadras atrás, sobre División del Norte. Se imaginó a sí mismo desquitándose de alguna manera, cerrándole el paso, pasando a su lado y proyectando una flema sobre el recién lavado cristal, mentándole la madre a gritos, porque hacerlo con el claxon ya no era suficiente, o de plano bajándose del coche y tronándole la cara a puñetazos.
Sabía que no podría ser un buen día.
El vigilante del estacionamiento se aproximó y con una sonrisa nerviosa se dirigió a Fuentes. El güey dijo que no se tardaba, pero pus ya ve, exclamó señalando al Tsuru.
Acomódamelo, ¿no? Ahorita te aliviano, le pidió Genaro. ¿Qué pasó? Qué confianzas, mi lic, bromeó el guardia y soltó una risa que era solo aliento. No seas güey, ándale, estaciónalo ahorita que se vaya este pendejo. Nomás porque me cae bien, lic.
Fuentes se encaminó a la entrada del banco y el sol le arrugó el rostro. Rengueaba un poco del pie derecho puesto que la noche anterior, había acudido con algunos compadres y amigos a jugar una cascarita. En un taponazo había sacado la peor parte y ahora le punzaba el empeine al caminar.
Saludó sin mucho ahínco al guardia del banco y se enfiló al fondo en dirección a su cubículo. La sucursal apenas había abierto y ya se formaba una larga fila de clientes que se doblaba varias veces. El encierro se había hecho presente y el lugar olía a alfombra sucia y a tierra. Al pasar junto al escritorio de Marco, uno de los ejecutivos de servicio al cliente, le ordenó que encendiera el aire acondicionado. Huele bien pinche feo, le dijo.
Colocó su portafolios sobre el escritorio y removió la capa de polvo que siempre se formaba por las noches. Encendió la computadora y esperó malhumorado, pero a medio proceso ésta se apagó. Chingadamadre, pinche compu, masculló Fuentes, como apretando un secreto en la quijada. La volvió a encender y tardó más de lo normal en iniciar. A Genaro le pareció una eternidad y pedaleó al vacío en señal de impaciencia. Hizo doble clic en el documento en el que se había quedado trabajando el día anterior y mientras éste se abría, se dirigió, cojeando disimuladamente, a donde estaba la cafetera de la oficina.
Jefe, escuchó tras de sí mientras tomaba una taza y vertía dos sobres de azúcar en ella, se me canceló una operación y el sistema me está pidiendo la clave de un supervisor.
¿Se te canceló o la cancelaste?, espetó secamente sin mirar a Ana, la cajera que tenía menos tiempo laborando en la sucursal. Es que el cliente se equivocó de cantidad, por eso la tuve que cambiar, dijo suavemente Ana, como indigente acalambrado por el frío.
Fuentes inclinó la jarra y por la boca de ésta salió un hilo de café que apenas y humedeció la montañita de azúcar que había en la taza.
Ana estaba a punto de hablar cuando Fuentes la interrumpió. Ahí voy, ahorita voy, le dijo con cierta violencia retenida en las palabras. Luego colocó bruscamente la jarra en su lugar y soltó un resoplido que hizo que Ana retrocediera un paso y juntara sus manos como si estuviera rezando o suplicando o pidiendo clemencia.
Fuentes se sentó en su silla y miró la pantalla, aunque en realidad no la veía. La posición de estatua temerosa de Ana fue interrumpida por Genaro, cuando, visiblemente molesto y con la vena de la sien latiéndole bajo la piel oscura, se dirigió a ella, ya te dije que ahí voy, ahorita voy a tu lugar.
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Luego de un espasmo, Ana se alejó con pasos de roedor. Fuentes suspiró y meneó la cabeza en señal de negativa, como no creyendo lo que le estaba pasando.
Se preguntó cómo empezar a trabajar sin café, pues acostumbraba beber una taza mientras desayunaba y una más al llegar a la sucursal. Pero este día, este martes horrible, ni la primera ni la segunda. Al despertarse había advertido una falla en el suministro de agua del edificio. Perdió tiempo yendo a la tienda a comprar un garrafón y, además, como una cereza de cagada sobre el pastel de colmos, se había bañado con agua fría, pues la prisa le había impedido calentarla. Recordó aquello y en ese mismo instante sintió un cosquilleo en la nariz, un estornudo lejano aproximándose, una punzada como de grano de acné creciéndole hacia adentro.
Entonces se talló la nariz para ahuyentarlo y fue cuando escuchó murmullos entre la gente formada en la fila.
El tercero en la cola era un señor de edad avanzada que, con las manos cruzándole el viejo pecho, se fue arrodillando de a poco hasta recostarse en el piso. Con la mueca de quien está en algún trance, las pupilas perdidas y la quijada queriéndole escapar, comenzó a retorcerse con ridículos espasmos, atrayendo la atención de los demás. Fuentes permaneció inmóvil, no supo bien si fue porque ignoraba qué hacer o porque el morbo le obligaba a mirar la escena sin intervenir en ella.
Las personas en la fila miraban al anciano en el piso conforme sus espasmos se volvían intensos y después, poco a poco, más débiles. El guardia del banco se acercó. Señor, oiga, ¿está bien? El viejo dejó de moverse. Quedó recostado como escuchando en el piso los pasos de quienes se acercasen, señores con portafolios en la mano o señoras llevando a sus hijos de la mano o la muerte cargando con firmeza una guadaña en la mano.
Sin saber muy bien cómo reaccionar, la fila de personas permaneció sin deshacerse, a excepción de un par de señoras que la abandonaron y se alejaron del banco dibujándose con la mano la cruz en el pecho. Los demás permanecieron un tanto incómodos escrutando con morbo el cuerpo del anciano retorcido como un alambre inservible.
Al darse cuenta de que el viejo no mostraba respuesta alguna, el guardia volteó a ver a los cajeros y se encogió de hombros. Los cajeros miraron a Fuentes, quien hasta ese momento había permanecido fisgando la escena, preguntándose qué más podría salir de la verga en un martes como aquél. Reaccionó, se puso de pie y se acercó a la fila.
Tráete la lona de publicidad que está en la bodega, le dijo al guardia asegurándose de que los clientes no lo escucharan.
No se preocupen, señores, por favor sigan con sus trámites, no pasa nada, les pido una disculpa, no pasa nada. Fuentes miró a los clientes y después a los cajeros, quienes entendieron el mensaje y continuaron trabajando.
El guardia volvió con la lona. Cubrió al anciano como tendiendo una sábana sucia sobre un catre viejo. Tomó un teléfono e hizo una llamada. Luego volvió al lugar que le correspondía, que era la entrada del banco.
Los curiosos se comenzaron a arremolinar en la puerta principal. Se escuchó el silbido de la ambulancia dar vueltas en el aire como un ave de carroña. Las malas noticias llegan rápido, recordó Fuentes. Las peores van en chinga, corrigió. Entonces se acercó a un oficinista y a una señora en ropa deportiva que dudaban si entrar a la sucursal o buscar otra. Adelante, señores, adelante, no pasa nada, adelante, buenos días.