DANTE VÁZQUEZ M.
Mi papá y yo, regresábamos a casa, un departamento en el edificio Chihuahua, después de comprar el pastel para festejar mi cumple número nueve. Había una multitud de personas reunidas en la Plaza de las Tres Culturas. Algunas alzaban pancartas, otras gritaban por altavoces, y otras caminaban en dirección a la explanada. En las calles aledañas había tanquetas, camiones y soldados a pie, junto con policías de la ciudad, parecían hormigas rodeando el cadáver de una lagartija.
Para mí, a pesar del ajetreo, esa tarde del 2 de octubre de 1968 era bonita: en el campo azul cielo pastaban algunos borregos nubosos. El sol, como un ancho río, mojaba delicado, con su agua luminosa de atardecer, nuestro conjunto urbano. El viento de verano era fresco y animoso, igual que un joven gato persiguiendo a una rata vieja. Pero más sabe la rata por vieja que por rata: ataca al gato confiado y se esconde en alguna coladera. En el juego de caza no gana ni el más grande ni el más pequeño, lo hace quien mejor aplica su estrategia.
Casi al llegar a la Iglesia de Santiago Tlatelolco, mi papá con su superpoder de interpretar los gestos de las personas, notó la sorpresa que me causaba ver tanta gente y me dijo como si presintiera que iba a llover:
—Esas personas que ves reunidas con pancartas y gritando consignas contra el gobierno, son estudiantes y profesores, no sólo de la UNAM y el IPN, sino también de distintas universidades. Y otras son profesionistas, obreros, amas de casa e intelectuales. Están protestando contra el autoritarismo y la represión. Quieren un cambio.
Al terminar de decir esto, mi papá apretó mi mano y la palabra cambió hizo ¡bang! dentro de mi cabeza. A veces los cambios son velitas mágicas. De uno de los dos helicópteros, que aparecieron sobre la plaza como si fueran mosquitos, cayeron dos bengalas rojas.
Al instante mi papá tiró el pastel, me cargó y corrió hacia la iglesia. Un hombre grande se puso un pañuelo blanco en la mano y le atravesó a otro el cuello con una bala. Yo, temblando, cerré los ojos. Sólo oía disparos rabiosos, gritos desesperados y maldiciones, mientras mi papá me acariciaba la cabeza.
Sin la seguridad de cuánto tiempo estaríamos así, abrí los ojos y abracé fuerte, fuerte, fuerte, a mi papá. El silencio detrás del llanto, el tiempo de las sombras y nosotros frente a Jesucristo, bajo la mirada vigilante en la azotea de la iglesia. Tenía muchísimo miedo y pensaba que un pedacito de plomo podría atravesarnos.
Por fortuna no fue así. Cuando abrieron las puertas llovía, policías y soldados levantaban cuerpos ensangrentados sobre cuerpos rotos entre cuerpos pálidos: hombres, mujeres y peques, muertos.
Mi papá manteniéndome en sus brazos se dirigió a la casa. Con la cara empapada me aferré a él. La lluvia no cesaba y la explanada de la plaza era un cementerio de zapatos. Aún se oían gritos y maldiciones. Afuera de un edificio se veían personas casi desnudas volteadas hacia la pared mientras los soldados les decían cosas. A nuestro lado pasaban policías con jóvenes detenidos. Era aterrador.
A unos metros de casa mi papá se detuvo: un grupo de soldados rodeaban el edificio. Suspiró como de cansancio, y cuando dio tres (o cinco pasos) un hombre vestido de blanco le gritó:
—¡Hey, usted! ¡El de la niña! ¡Espere!
Mi papá se dio la vuelta y le dijo serio:
—¿Qué pasa?
El hombre se acercó a nosotros y le dijo a mi papá que lo acompañara. Mi papá le preguntó que por qué. El hombre le dio una palmada en la espalda y luego le enseñó la palma de su mano: estaba manchada de sangre, sangre de mi papá.