Diego León Ramírez
Ese edificio, su aire helado, su olor putrefacto, su estructura que volvería loco a Borges, sus tantas escaleras. Después de tres años no esperabas volver, no querías hacerlo, pero las esperanzas de encontrarlo se habían ido agotando; la segunda posibilidad, cada vez, era más grande, la definitiva: el no retorno. No tenías el valor: la desesperación te lo ha dado.
Ahora estás subiendo las escaleras escoltado por dos agentes ministeriales.
—Es en el siguiente pasillo a mano derecha, a dos puertas —dice el guardia.
Recorres los pasos; el llanto de una mujer rompe el silencio: un sollozo acompañado de moqueo y de un «no, mi sobrino no». El blanco de las paredes se tiñe de rojo; el texturizado se burla de ti mostrándote el físico de él en cada parte; pero queda como un fantasma. Tratas de disimular que no lo habías oído, así que continúas como si nada hubiera pasado, como si los pasillos no fueran interminables. Llegas, tocas a la puerta, está abierta.
—Buenas tardes —dicen los ministeriales— sí, tiene cita… a la una… dice que había mucho tráfico… ¿¡tanto tiempo!? Está bien —alguien les responde entre muros.
Los ministeriales te piden acercarte:
—Dice que ahorita sólo verá algunos y le va a agendar otras citas para que los vea todos… es que sí dejó pasar un chorro de tiempo, Jefe.
Aceptas con la mirada:
—Ahorita lo mandamos a llamar —te dice la secretaria—puede tomar asiento.
Un hombre está sentado junto a ti, sus manos le tiemblan: “seguro espera que sus familiares salgan sin novedades”. Voltea, se da cuenta que lo observas. Se pueden comunicar sin siquiera abrir la boca: él te comprende; son como dos prisioneros encerrados en diferentes celdas esperando su ejecución; preguntándose: “¿qué hemos hecho para merecer esto?”. Saben que caerá el peso sobre ustedes volviéndolos cómo los únicos responsables. Ambos son como espejos. Se abre la puerta. Sale una mujer y un hombre con rostro inexpresivo. La mirada del hombre pregunta lo que había sucedido, el movimiento de la cabeza de la mujer le responde “nada”.
La secretaria dice tu nombre, te levantas. Entre más te acercas a la puerta más sube la adrenalina. Es como estar en la parte más alta de la montaña rusa antes de caer en picada. Entras, hay un hombre con bata de ángel caído que te recibe
—Como usted se habrá dado cuenta dejó pasar mucho tiempo, así que tendremos varias sesiones para podernos poner al corriente. Hoy sólo serán 400, y así cada semana hasta abarcar los tres años, ya después se podrá venir cada 20 días… bueno, iniciemos.
Abre la página, registra los datos del volante en la computadora.
—Empecemos —dice.
Te muestra una lista con 8 fotos de personas laceradas, golpeadas; muertas. Abre la primera, más que una búsqueda parece un juego de Adivina quién...
—Tenía tatuajes?
—No.
—estos no son… ¿Tenía perforaciones?
—Sí.
—bien… entonces no es este, ni este, ni este… la siguiente lista.
Y así transcurre el tiempo, ves 400 rostros descompuestos, con miradas siniestras, con miradas tranquilas: sin miradas. Rostros desfigurados, rostros molidos, rostros sin rostro. Al llegar al número 400 sólo quedan dos dudas, dos posibilidades de que sea él.
Un perito te guía hasta donde están, entre más te acercas más grande se vuelve el olor a muerte.
Pasas al cuarto, el perito espera a que estés listo, das la seña. Saca la primera charola. Tapas tu boca, observas el cuerpo desnudo; es irreconocible. Para tu fortuna fue atropellado con ropa de La Virgen mientras iba a una peregrinación del 12 de diciembre: “nunca estuve tan cómodo de que mi hijo fuera ateo”. Sacan el siguiente cadáver, caes de rodillas, ves su rostro en ese cuerpo sin vida.
—Tranquilo señor —te dice el perito— aún no estamos seguros de que sea él. —Lo ignoras, si el cadáver no estuviera tan apestoso lo abrazarías. El perito comienza a examinar el cuerpo.
Recuerdas sus brazos, sus pestañas, su color de pelo; era el mismo que cuando desapareció sólo que ahora con tiene la mirada como una fosa de cuerpos pudriéndose, con el rostro proliferado por los gusanos: muerto…
—¿Su hijo estaba circuncidado? —pregunta interrumpiendo—. Sí —contestas.
—No se preocupe entonces, éste no está circuncidado —dice.
Las lágrimas secan, la emoción agonizante desaparece así de fácil.
—Bueno, sería todo… en estos 400 cadáveres no está. Lo esperamos el siguiente lunes para continuar, aún nos faltan 2234 cadáveres, más los que se junten… es lo malo de estar en una zona tan peligrosa… bueno, hasta la siguiente semana y ya no se preocupe, que hoy no lo encontramos.
Sales a la calle, aún sin entender lo que ha pasado.
—Qué pasó jefe, ya estufas o queso?… ¿Qué le dijeron? —Preguntan los ministeriales.
—La siguiente semana tengo que regresar —contestas inexpresivo, con la mirada tan muerta como las que estuviste viendo.
—Bueno, jefe nos vemos la siguiente semana.
—Sí, nos vemos la siguiente semana.
Diego León Ramírez (Estado de México, 1999) ganó el segundo lugar en el tercer Concurso de Cuento Macabro CCH Vallejo, el segundo lugar en cuento en el Inter CCH “El vagón literario” y mención honorífica en el 21 Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario “Juan Rulfo” organizado por la Universidad Iberoamericana. Participó en “La juventud y sus voces” y en el tercer Coloquio de literatura caribeña. Ha publicado en: PERSONAE, Materia escrita, Monociclo y Nocturnario. Su aspiración es estudiar Derecho. Escribe narrativa, cuento en general, y está incursionando en la poesía.
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