PATRICIA OLIVER
Siempre vamos a estar juntos, amor, le digo ahora, como le dije la mañana de nuestra boda. No contesta. Se lo repito. No se levanta. Me siento en el borde de la cama y lo miro fijamente. Y ahora ¿qué vamos a hacer?, le pregunto, pero él no responde. Pasan varios minutos, quizás horas. Me levanto y preparo un té.
No tuvimos un noviazgo muy largo, quisimos casarnos pronto. Fue amor a primera vista: ansiábamos no separarnos ya. Los dos éramos hijos únicos y desde hacía tiempo buscábamos pasar la vida juntos. Me encantaba la idea de llevar todo el peso del hogar y hacía un esfuerzo por ser la mejor esposa, la mejor ama de casa, la mejor cocinera, la mejor amante, la mejor compañera que un hombre pudiera tener.
He recibido el día despierta, con los ojos clavados en el techo. No he dormido mucho. Creo que no he cambiado de postura en toda la noche. Casi no puedo moverme: tengo la espalda contraída, y el cuello rígido y adolorido por los nervios de estar pendiente de cualquier cosa que pudiera necesitar.
—Creo que nos vendría muy bien un poco de rutina, mi amor —le digo, y me pongo a limpiar.
Muevo todos los muebles de la recámara para que no quede ni una mota de polvo que pueda molestar a mi marido. No son tantos ni tan pesados: un tocador en la pared del frente, un sillón junto a la ventana y los burós a los lados de la cama. En su mesita hay un pequeño cenicero de plata que le regaló su madre cuando se fue de casa. Era de su abuelo. Tiene un poco de óxido en el centro. Le paso el trapo unas cuantas veces, pero la mancha no desaparece. Bajo a la cocina por otro trapo. Debe quedar reluciente: ¡es de su abuelo! Cuando subo, él sigue ahí, inmóvil, indiferente al nuevo día que comienza. Sigo frotando, cada vez más fuerte, la mancha del cenicero.
—No te preocupes, me daré prisa para irme a hacer ruido a otra parte.
Está haciendo un frío inusual. Sale el sol, pero no calienta nada. Me parece que una sopa nos sentará muy bien: algo que temple el alma. Subo una mesita, acerco el sillón de la ventana y lo pongo junto a la cama para comer a su lado. Me quedo mirándolo. Pienso que en las siguientes semanas habrá que hacer pequeñas modificaciones a nuestra vida. Pero ¿qué importan los cambios si nos permiten seguir juntos? Cuando me llevo la cuchara a la boca, la sopa ya se ha enfriado. Qué más da; tampoco tengo mucha hambre. Estoy con él, eso es lo único que importa.
—No sé qué hacer esta tarde, cariño. Creo que me quedaré a hacerte compañía —le digo con el mayor convencimiento del mundo.
*
Llevo apenas un día sin salir de casa y ya siento claustrofobia, así que me voy a pasear y desentumirme. Preferiría no hacerlo, pero no aguanto este encierro. Me quedo en un banco de un parque cercano, sola. Si el parque se llena, me regresaré a casa. Se acerca a mí una señora, debe tener casi setenta años. Se sienta en el banco, a una distancia prudente, pero enseguida comienza a hablarme. A la segunda frase me levanto y me voy sin decir nada.
*
Abro los ojos. No he dormido mucho, me siento algo inquieta. Me armo de valor y me doy la vuelta con esfuerzo, lo abrazo fuerte y le doy los buenos días con un beso en la mejilla. Corro las cortinas para que entre algo de luz, pero afuera hay tanta oscuridad como adentro: el cielo está cubierto y no parece que vaya a escampar pronto.
Mientras preparo el desayuno, suena el timbre. Me sobresalto y tardo un momento en reaccionar. Voy a ver quién es: subo al dormitorio y me asomo con cuidado por la ventana, que queda justo encima de la puerta de entrada. Veo una gorra azul marino y un uniforme del mismo color. Vuelve a sonar el timbre. Me quedo donde estoy, esperando que se vaya.
Decido cancelar los paseos vespertinos y quedarme en casa pase lo que pase. Me siento un rato junto a la ventana, eso es suficiente. Le cuento cosas a mi marido, aunque él no contesta. En el fondo, tengo la esperanza de que pueda oír lo que digo. Después me callo y simplemente me quedo mirándolo.