ERIKA CHAIDEZ
La tomó de las greñas, los pelos rubios enredados se entrelazaron en sus dedos firmes, muy grande para cargarla comenzó a arrastrarla, nadie escuchó el crujir de los pies tiesos arañando el concreto, de fondo percibía la voz de su madre sin entender lo que balbuceaba. La puerta de madera descolorida, abierta totalmente, alentándola a partir. Se fue perdiendo a cada paso la voz conocida, pero inmutablemente continuo su camino. El cerco de púas no fue impedimento, vencido hasta el suelo, entre un alambre y otro su figura traspasó fácilmente con el bulto a rastras, cruzó entre el poste de luz y la esquina de la casa, tenía claro el camino hacia la evolución, más allá de esa colonia desolada, había algo que la llamaba, su percepción desde ese instante no se equivocaría nunca.
Sus pies como molletes, con huaraches ciñéndolos; los miraba de cuando en cuando, luego subía la vista para ver el holán del vestido de algodón blanco hasta las rodillas. Eran las cinco de la tarde, el sol casi caía, el calor amainaba, la tierra caliente tocaba su piel delicada, prosiguió sin lamentos. Su marcha fue imperceptible ante algunas almas disipadas que no distinguían si era imaginación aquel bulto distorsionado, a través del vapor desprendido de la tierra hirviendo, parecía alucinación, nadie podía ver ni le importó, el clima árido fue socorro en su fuga, traspasó el arroyo seco, atravesó la siguiente calle vacía, comenzaron a extinguirse los pocos rastros de vida, todos aguardaban quizá la noche fresca para emerger de la sombra de las cuevas negras empolvadas, improvisadas recientemente, y soltar el vaho que atosigaba sus infortunadas vidas, sacar sus estantes y sentarse en las piedras mojadas después de regar los patios polvorientos, sedientos como ellos, pero a esa hora nadie asomaba un aliento fuera de esas madrigueras, ni tan siquiera las ventanas mostraban algún rostro curioso, pareció que había escogido la hora.
Nunca vaciló ni una sola pisada, no había árbol que acogiera una sombra digna de palparse por lo menos, eran calles raspadas apenas, formadas a la ligera, sin olor, secas sin vida aún, y más allá, arriba el mismo panorama, los caminos guiando las miradas perdidas sin expresión, como su cara yendo hacia un destino inmensamente conocido y huyendo de uno desconocido aún, con esos cortos pasos encontró un remanso.
Su madre se percató entonces, la figura silenciosa y hacendosa de Teresa no daba señales de movimiento, ella y su vecina, Agustina, con quien mantenía una conversación de esas que te hacen olvidar lo que pasa alrededor, comenzaron a buscarla. Al no encontrarla en la casa, de dos habitaciones solamente, ni siquiera dentro de la vitrina con pequeñas puertas, donde acostumbraba aislarse para adentrarse en su mundo lleno de visiones y fantasías, aunque la llamasen a gritos nunca salía, ni contestaba, hasta que la encontraban con una sonrisa inocente de burla, pero, a esa edad era solo una travesura. Olivia, la madre salió presurosa por el patio trasero, brincó hacía el arroyo áspero por que el tiempo de lluvia que todavía no aparecía, a gritarle a Mario, hijo adolecente de Doña Agustina. Le pidió ayuda, y le preguntó antes que nada si la había visto, a lo que el negó con un ligero movimiento de la cabeza.
La buscaron en el patio trasero, el que daba al otro lado del riachuelo, en los patios traseros de la cuadra, de los que habían comprado sus solares sin ninguna frontera, ya que las aguas presurosas no saben de límites, y prefieren encontrar un pasaje libre, para así no llevarse nada que perjudique o detenga su camino.
Entre las matas de plátano; decían que habitaban culebras, tarántulas y hasta coralillos, en los árboles tupidos de mango, guayaba, naranjitas. Por último en los escusados pestilentes.
Dieron vuelta a la manzana y nada, solo encontraron puertas cerradas y totalmente negadas a cualquier indicio de obtener una respuesta positiva, cansados de observar cada pedazo de terreno llano, la vista de su madre se expandió hasta donde la curvatura del cerro de esa colonia nueva, la colonia Libertad, se perdía.
Teresa estaba doblando la esquina, tres calles más arriba, de 18 meses de edad y con la carga de la muñeca desgreñada como su mayor posesión, sus cabellos tan suaves de seda, castaños de tonos dorados, fatigados, brillaron a lo lejos.
Con las mejillas sonrojadas, las gotas de sudor en sus sienes, la seguridad en la frente alta, y la fuerza en sus manos para no soltar a la mona, Mario la tomó en los brazos y la regresó a casa.
Esa fue la primera vez que se iba.