JUAN ANTONIO CEPEDA
La fatalidad de haber matado a Dios es un breve manuscrito que hallé por casualidad hace más de diez años en una librería de segunda mano en la ciudad de Berlín. Me encontraba ahí en un viaje de placer y de exploración. Era la luna de miel de mi primer matrimonio y la primera vez que visitaba Alemania después del fin de la Guerra Fría. La sorpresa fue mayúscula: al comprar una tercera edición del Zaratustra de Friedrich Nietzsche —aquella que estaba prologada por el ultraconservador Leo Strauss— encontré el pequeño texto, en una hoja amarillenta y doblada, escrito con caligrafía nerviosa, apresurada, cuyo autor signaba apenas con dos iniciales: H. A.
Después de darle vueltas, durante varios años, solo he podido pensar en dos mujeres que pudieron haber escrito esta nota: Hannah Arendt (alumna y amante de Heidegger) y Helga Arnold, ama de llaves del filósofo en aquellos años. Pero esto es una mera especulación. Por eso, he optado por dejar de pensar en ello y darla a conocer, para que quienes estén interesados indaguen con mayor profundidad. Dejo, pues, la nota, por si alguien desea retomar la investigación sobre su origen y reflexionar sobre su contenido.
“Una tarde de abril de 1933, justamente la víspera del gran suceso en el que pronunciaría el memorable discurso titulado La autoafirmación de la Universidad alemana al asumir el rectorado de la universidad de Friburgo, Martin Heidegger recibió en su pequeña cabaña de la Selva Negra una insospechada visita. Se trataba nada más y nada menos que del mismísimo Führer, Adolf Hitler.
”Por alguna razón que desconozco y que quizá desconoceremos todos por siempre, nadie hasta el día de hoy ha hablado de esa tarde que se alargó hasta pasada la madrugada y que cambió para siempre el rumbo de la historia. Ni siquiera Víctor Farías, autor del polémico Heidegger y el nazismo, consignó lo ahí sucedido. Tal vez la respuesta es muy sencilla: solo el maestro y yo lo sabemos, porque Hitler y su acompañante murieron hace ya tanto tiempo.
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”Eran cinco minutos antes de las cuatro de la tarde, justo el momento en el que Heidegger comenzaba a limpiar los utensilios que usaba para el cuidado de las plantas que tenía en el porche, frente a la cabaña. Esta rutina se replicaba con la precisión de un relojero. La noche caería pronto y la merienda estaba lista, la mesa dispuesta para una sola persona y de la cocina se desprendía un olor intenso a las hierbas del té que tomaba Heidegger para asentar el estómago antes de comer.
”A diferencia de lo que nos habríamos imaginado, el recién nombrado Canciller Imperial llegó prácticamente solo, sin aparato de seguridad y, por comitiva, un hombre, quien a esas alturas ya se había convertido en el jefe de propaganda del Partido Nacional Socialista Alemán, Joseph Goebbels. Confieso que ambos personajes fueron muy amables con el filósofo, a tal grado que al recibirlos ellos correspondieron con amistosos abrazos y frases halagadoras. Heidegger los invitó a pasar y en la sala ambos se sentaron ansiosos por escuchar el discurso que pronunciaría al día siguiente. Con la voz pausada como la tenía y los ademanes sutiles pero firmes, el maestro pidió que pospusieran la merienda, hecho que nunca había sucedido y que jamás en adelante volvería a pasar; sabía perfectamente que era una ocasión especial, para él y para la humanidad entera.
”‘La autoafirmación de la Universidad alemana ―comenzó Martin Heidegger, y prosiguió tras una larga pausa― la aceptación del rectorado es el compromiso de dirigir espiritualmente esta escuela superior…’. Mientras avanzaba en la lectura del discurso, los ojos del Führer se exaltaban y encendían con una emoción inaudita. En contraste, Goebbels mantenía un semblante serio, escéptico. Hitler interrumpía de vez en cuando a Heidegger para preguntarle alguna cosa que no había logrado entender o simplemente para proferir frases de emoción o de aprobación total. Goebbels no decía una sola palabra y sus pómulos hundidos hacían aún más críptico su semblante.
”Tres horas más tarde, Heidegger terminaba de leer el discurso mientras Hitler se paraba del asiento donde estaba sentado y estallaba en llanto, un llanto conmovedor y entrañable.
”Cuando volvió de nuevo a la normalidad, el Führer preguntó a Goebbels por sus impresiones y en ese momento todo se transformó. La tensión embargó la cabaña entera y en adelante la velada se tornó ríspida y amarga.
”‘Para que la grandeza de la raza aria prevalezca en el futuro —dijo Goebbels con esa voz grave y aburrida que tenía en la intimidad— hace falta algo. Tenemos que dar muerte a lo que huela diferente, menospreciar cualquier otro origen.’
”Durante horas, la discusión giró en torno a este asunto. Fue un tête à tête entre Goebbels y Heidegger en el que Hitler poco podía aportar. Al final, el maestro tuvo que ceder y concedió añadir el siguiente párrafo a su discurso:
Y si incluso nuestra propia existencia está ante un gran cambio, si es verdad lo que decía el apasionado buscador de Dios, el último gran filósofo alemán, Federico Nietzsche: ‘Dios ha muerto’, si tenemos que tomarnos en serio este abandono del hombre actual en medio del ente…
”Esta frase fue suficiente para dar una vuelta de tuerca a la historia de Occidente. Nietzsche se convirtió, sin deberla ni temerla, en el principal ideólogo del nazismo y el nazismo en el primer intento por acabar con 2500 años de pensamiento occidental. Por consecuencia, la caída y el fracaso de los nazis dejó huérfana a la civilización.
”La muerte de Dios, estoy segura, será el laberinto por el cual deberá transitar cualquier pensamiento para poder crear un nuevo origen que soporte nuestra civilización, enferma desde 1945.”