Mariano F. Wlathe
La brisa levantó el fino polvo de un cortinal junto al camino. El sol ardiente coloreó el campo de verde arrebatado. El mar sonaba a lo lejos. Era una hermosa mañana de domingo, de aquellas que solo las costas caribeñas saben dar. Ángel caminó nervioso, bromeando con sus amigos. Prometió que lo haría, todos ya lo habían hecho, y él no iba a acobardarse. Tenía once años, era el menor de los cinco; el mayor era su hermano Luis de catorce, recién cumplidos. Entre juegos y chistes cada uno contó su experiencia. Era un juego de niños, una tradición local, un rito de iniciación.
—Todo el mundo lo hace. Al crecer lo dejan —dijeron los ancianos cuando corrió la noticia—. Es un secreto a voces.
Los gritos de horror de los niños contrastaron con el cielo azul y la paz del campo. Corrieron sin estar seguros de pedir ayuda o esconderse. Ángel yacía inmóvil, recostado en el suelo, mirando al cielo. Un delgado hilo de sangre salía de su oreja y se perdía entre el pasto. El pueblo se horrorizó. Corrió la voz. Reporteros, turistas morbosos y ambientalistas indignados acudieron a ver la burra blanca que, de una coz, mató a un niño de once años. Un niño que se quedó tendido sobre el pasto, con la mirada al cielo y los pantalones abajo.