JAVIER GONZÁLEZ CÁRDENAS
@Multixavier
Al principio no creímos que lo nuestro fuera tan evidente pero, de alguna extraña manera, resultaba harto visible. Demasiadas coincidencias nos orillaban a vernos el uno al otro. Un cruce de miradas bastaba para que ambos comprendiésemos que una fragua íntima nos fundía y mezclaba con descaro. Para colmo, los dos usábamos lentes de aumento, porque estaban de moda y no por óptica necesidad. Hasta en eso coincidíamos: el mismo modelo de bifocales: armazones de plástico rectangulares que nos daban un aire de eruditos rentables. Los adquirimos en el mismo sitio, por si fuera poco, en una promoción lanzada por el Departamento de Recursos Humanos de la empresa. Por eso nunca nos detuvimos a conversar: eran demasiadas casualidades: estar hechos a la misma medida causaba recelo entre los colegas. Un vago “buenos días” y un “hasta mañana” eran las frases que nos disparábamos a mansalva, con tanta pasión disfrazada de indiferencia que hasta los lentes nos temblaban. Ambos teníamos pareja: otro detallito que nos unía, o ¿nos cachondeaba? Lo prohibido siempre es más seductor a la hora del coqueteo. Pero eso sí: nunca hubo contacto físico. Sabíamos muy bien en dónde estábamos parados. Sabíamos en qué escaparate del tiempo se concentraban nuestros deseos, expuestos ante el público mirón y cínico de la oficina. Y, por encima de todo, estaban nuestras respectivas parejas, como muros, separándonos como a residentes de distintos países, obligándonos a vernos siempre de ladito.
Hubo una ocasión en que estuvimos a punto de perder el freno. Fue un encontronazo casual: Ana salía de la oficina y yo apenas entraba. Creí que acabaríamos dándonos un beso, pero a lo más que llegamos fue a empañarnos los vidrios de los armazones. Desde entonces nos vemos medio desenfocados, como si una membrana sensible se nos hubiese enturbiado más allá de los lentes, al fondo de nuestras miradas ansiosas, hambrientas de contacto. Incluso el gerente del área nos sorprendió esa tarde cuando casi chocábamos, y dio aviso al Departamento de Recursos Humanos de manera precautoria. Estaba prohibido que dos empleados de la misma gerencia fueran novios. Nos lo advirtieron desde el primer día de labores: “Todo el que mira una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. Mateo 5-28.
La raíz de nuestro romance radicaba en el qué será, en el qué tal si. Ahí clareaba la raíz de la aventura. No podíamos tocarnos y, sin embargo, intuíamos que algo entre nosotros estaba amalgamado, revuelto en una sola y cruel infidelidad trunca, irrealizable. Más tarde nos sentimos mal, completamente desmoralizados, incapaces de materializar el crimen de nuestros ojos. Dolía sabernos pecadores de baja estopa: amantes virtuales, de mirada sudada. En uno de esos insospechados días pudimos enviarnos señas a través de los anteojos, así intensificamos nuestros deseos a distancia y compartimos ojeadas sugestivas hasta cogernos con el parpadeo de la imaginación.
Desde aquella tarde continuamos haciéndonos el amor en la habitación de nuestras mentes: con los ojos, con medias sonrisas o gestos enrarecidos por los respectivos armazones. A veces parpadeábamos con rapidez, sin razón aparente, al mismo tiempo, y se desataba un pestañeo parlante, lleno de invitaciones obscenas. En otras ocasiones Ana era quien iba más lejos: inclinaba el rostro, atrevida, contemplándome desde la orilla de sus lentes. Coincidían los movimientos y sus interpretaciones: compartíamos un lenguaje secreto. Pero esto no dejaba de desgastarnos. Hubo días en que nuestros rostros evidenciaban remordimientos y atizaban, a su vez, el viboreo de la oficina. Desde entonces, antes de empezar el día, nos quitamos los anteojos y les dejamos descansar en el cajón de algún escritorio, secretamente, colocando unos encima de los otros, esperando que la culpa caiga sobre ellos. Hemos aprendido a ser felices sabiendo que ellos sí hacen el amor sin pena, sin desasosiegos, lejos de murmullos y envidias, inocentes y amorosos, representándonos furiosamente hasta el orgasmo.