MARÍA DEL ROCÍO VELÁZQUEZ ABAD
Una mañana como cualquiera me encontré con Feliciano, un amigo reciente. Él me preguntó por mí y por mi salud, como si ésta no pudiera pertenecerle a lo primero; yo le dije, mitad verdad, mitad mentira y sin que él me lo pidiera, que me había ausentado no por corto tiempo a razón de unos asuntos en el extranjero.
La conversación siguió el molde de las conversaciones guardadas para encajar en los silencios. De pronto, y sin saber en qué momento se había atravesado, hallé a Feliciano contándome una historia que a su vez había sido vestida con el traje de la sobremesa. Esta historia giraba en torno a un hombre, cuyo nombre no interesaba tanto como el hecho de que era coleccionista.
Algunas personas, mencionaba mi amigo, coleccionan estampillas, otras mariposas, pero este hombre coleccionaba visiones de otras cosas, he ahí lo curioso. En realidad, de lo poco que se sabe de este sujeto es que vivía en el ático de una pensión. La casera actual no sabía cuánto tiempo antes había estado residiendo ahí el sujeto. Lo cierto es que le causaba un poco de miedo alquilar aquella pieza por lo que ahí había sucedido, así que simplemente decidió olvidar su existencia como quien olvida las llaves del auto.
Él en realidad no salía jamás de aquel cuarto, y si esta mujer llegó a saber algo de lo ocurrido, fue únicamente gracias a un hombre que vivía en el primer piso y que decía haberlo conocido allá en otros tiempos, cuando la idea de convivir con otros de su especie no le parecía tan repulsiva. Según el testimonio de este hombre, “el sujeto del ático” gustaba de ver a través de la mirilla de la puerta todo lo que por ahí lograba colarse: lo alto de un peinado, una mosca, una viruta de polvo distraída…
Casi instantáneamente y como si la visión fuera a traicionarlo, volcaba la idea de aquel elemento previamente asimilado en un álbum fotográfico. Era como si más bien, más específicamente, lo que coleccionara fuera el alma de los elementos que veía; de alguna manera, y en palabras de aquel hombre, sus ojos eran la red y su cabeza el filtro con el que separaba las cosas de su propia esencia, para después aprisionar ésta para siempre.
—¿Y este hombre cómo supo todo aquello? —le pregunté entre intrigado y aturdido.
—Bueno, es que me parece que este hombre estuvo a punto de ser atrapado por la mirada del sujeto, pero logró escapar. Según creo, es una suerte de sobreviviente, porque desde hacía tiempo él ya se imaginaba lo que en el ático se gestaba, así que una noche introdujo un espejo bajo el espacio que separaba la puerta del suelo y observó dos cosas: parte del ritual y la fobia que éste tenía a los espejos. De hecho, es precisamente a consecuencia de este hombre y ese descubrimiento que el sujeto del ático dejó, al menos por lo que he sabido, de llevar a cabo sus prácticas un tiempo.
—¿A qué te refieres? —y las palabras salieron de mi boca acompañadas de una náusea verbal.
—Bueno, a pesar de que el sujeto nunca salía ni hacía ruido, el rumor de que coleccionaba visiones de otras cosas se esparció y los inquilinos temían quedarse secos por dentro. De esta forma, se ideó un plan en torno a lo poco que se sabía de él. Una tarde llena de crepúsculo, entre todos lograron subir hasta el pie de la escalera que desembocaba en el ático un gran y viejo espejo con un marco que asemejaba una enredadera. Tras mucha expectación, lo colocaron justo enfrente de la mirilla de la puerta del sujeto y esperaron a que el ojo saliera por su ración diaria de miradas.
En realidad, y era evidente, esto era más un experimento que cualquier otra cosa. No sabían a ciencia cierta si funcionaría o si en dado caso de que lo hiciera qué forma tomaría el cambio. De cualquier manera, ellos lo dejaron y esperaron.
Aproximadamente diez minutos después, se escuchó un leve murmullo y posteriormente un golpe seco contra la madera. La mujer, según lo que me contaron, dice que el hombre le dijo que nadie quería entrar a ver qué era lo que había pasado, así que decidieron echarlo a la suerte. Finalmente, tras varios intentos fallidos, le llegó irónicamente el turno de entrar a aquel mismo hombre que había descubierto la debilidad del sujeto. Lo que sucedió después no lo sé, porque la muy querida amiga que nos había estado entreteniendo con esa pequeña ficción tuvo que irse abruptamente, así que tanto tú como yo tendremos que recoger nuestra curiosidad para otra ocasión.
-Será para la próxima, Feliciano. Que te encuentres bien.
Conforme mi reciente amigo se alejaba, me pregunté, con el morboso placer de quien recurre a la anticipación, cuántos pasos tardaría para darse cuenta de que su sombrero había desaparecido, y cuántos más serían necesarios para que él se esfumara también…