E. J. VALDÉS
En cierta ciudad venida a menos de cierto país venido a menos apareció un día un manco que se plantó al centro de la plaza principal llevando consigo una gastada valija. A la vista de cuanto paseante y comerciante pasaba por allí, la colocó en el suelo y de su interior extrajo una roída chaqueta militar bordada con las insignias de la fuerza aérea y marcada con cierto rango en las solapas. Aunque el mediodía era caluroso, el hombre se colocó la prenda, aseguró los botones con gráciles movimientos de su pulgar e índice únicos y se llevó al pecho un reluciente prendedor adornado con una gema púrpura, segura condecoración de inciertas hazañas. Luego acomodó frente a sí la valija de tal modo que los caminantes pudieran mirar su interior vacío y, con la quijada caída en un gesto disciplinado, adoptó la posición de firmes con una manga colgándole a un lado cual péndulo de reloj. La gente que pasaba delante suyo frenaba la marcha, le miraba de los pies para arriba, admirando particularmente el brazo faltante y la bonita medalla, y luego seguía su camino con la indiferencia de antes, pero al cabo de un rato se acercó al manco un hombre encorbatado y de gruesos anteojos.
—¿Cómo ha perdido el brazo, amigo? —le preguntó echando un ojo a la chaqueta.
—Ha sido en la guerra, señor —le contestó—. Mi unidad patrullaba el camino entre Red Grove y Chesterfield y al separarme de ellos para recolectar agua en el río pisé una mina de proximidad. Las quemaduras fueron tan severas que tengo suerte de no haber perdido las piernas también.
—¿Y la medalla?
—Al mérito, señor. Durante el asedio defendí un hospital con más de cien heridos con la poca artillería que nos dejaron. Luego de dos horas de tiros y detonaciones las fuerzas invasoras proclamaron un cese y se retiraron a otro punto del distrito.
Entonces el elegante caballero dio una palmada al manco en su hombro bueno y dejó caer un billete en la valija.
—Dios le bendiga —dijo al marcharse.
Al poco rato pasó por ahí una mujer barrigona cargando una canasta. Ésta, al ver al manco de pie al centro de la plaza cual desvencijado monumento, se acercó y le preguntó:
—¿Qué le ha pasado en el brazo?
—Ha sido la guerra, señora —empezó de nuevo—. Serví en el frente de Bridge Town y fui alcanzado por una ráfaga de metralla mientras cubría la retirada de mi pelotón. Repelimos el ataque, pero mis heridas eran demasiado graves y nada se pudo hacer por mi extremidad.
—¡Santo cielo, qué terrible! Imagino que le han dado esa medalla por sus acciones.
—Así es, señora. Un reconocimiento al valor.
Habiendo escuchado el relato, la mujer se sacó unas monedas del bolsillo y las arrojó a la valija deseándole un buen día al veterano.
Los caminantes siguieron desfilando por la plaza y al cabo de unos minutos se plantaron frente al manco dos chicas de mejillas sonrosadas y corbatín escolar.
—Disculpe, señor soldado, ¿perdió usted el brazo en la guerra? —preguntó una de ellas.
—Por favor cuéntenos, si no le molesta —pidió la otra.
—Ha sido en la guerra, sí —dijo—. Era oficial en la base aérea de North County. Fuimos atacados por bombarderos enemigos y durante el desalojo de las barracas una viga se desplomó y me aplastó el brazo. De no haber sido por la rápida intervención de mis compañeros habría quedado atrapado entre el fuego y el escombro. Los médicos hicieron todo lo posible por salvarme la extremidad, pero al final la decisión quedó entre éste o mi vida.
—Oiga, ¿y cómo fue que ganó esa medalla tan bonita?
—En la batalla de White Coast yo pilotaba un X-52 armado y derribé una veintena de naves enemigas. Gracias a los pilotos que participamos en aquella ocasión se conservó el mayor puerto estratégico de la marina, y esto nos fue reconocido.
—¡Es sin duda usted muy valiente!
Entonces las chicas hurgaron en sus bolsos y cada una colocó un billete en la valija. Acto seguido, la más bajita se acercó al manco mordiéndose el labio, se puso de puntillas y plantó en la afeitada mejilla un beso que dejó una huella carmesí. Luego las dos se alejaron de allí riendo avergonzadas.
Cientos de personas fueron y vinieron antes de que un muchacho de fino sombrero se aproximara queriendo saber cómo era que el hombre había perdido el brazo.
—Ha sido en la guerra. Volaba una misión de reconocimiento por el valle de Greenfield cuando fui interceptado por un escuadrón de cazas enemigos. Emprendí la huida tan pronto les detecté pero, siendo ellos más veloces, me fue imposible evadirlos. Desafortunadamente estaba tan enfrascado en perderlos que me acerqué demasiado a una batería antiaérea y fui derribado. El expulsor se averió y fue un choque tremendo. Posteriormente, pilotos de mi unidad me encontraron y me salvaron la vida, mas no el brazo, que se llevó la peor parte.
—Le han conferido un Sol Amatista —dijo el muchacho señalando la condecoración.
—Al mérito, joven. Incursioné en un centro de detención enemigo y rescaté a seis de los nuestros.
—Ya veo —enunció el chico sacándose la billetera del saco—. Mi abuelo también sirvió en la guerra. Louisville. Esta nación ha sido malagradecida con hombres como usted.
Tres billetes de buena denominación aterrizaron en la valija conforme unos elegantes mocasines se alejaban en dirección del sol.
Pronto se acercó al manco un matrimonio.
—¡Pobre hombre! —exclamó la mujer acomodándose las gafas.
—¡Es un charlatán! —acusó el hombre secándose el sudor de la calva.
El soldado sostuvo la vista al frente sin decir una palabra.
—Por favor no le haga caso —dijo la mujer—. Está de mal humor porque la lavandera estropeó su camisa favorita. Dígame, soldado, ¿qué le sucedió?
—Ha sido en la guerra, señora —enunció el manco mientras el hombre refunfuñaba algo entre dientes—. Luché en West Cape y fui tomado prisionero. Me llevaron a la frontera y me torturaron durante días. Tropas del quinto batallón tomaron la base por sorpresa y me rescataron, pero para entonces ya me habían mutilado. Mi silencio salvó posiciones que, de haberse descubierto, habrían costado cientos de vidas.
—¡Incluso le han dado una medalla!
—Al valor, señora. Otros tres hombres y yo nos infiltramos tras líneas enemigas y hurtamos documentos de la más alta importancia. Antes dos unidades habían fallado en sus intentos por hacerse de esta información.
—¿Y no has pensado que ganarías más dinero vendiendo esa medalla que mendigando? —intervino el hombre, enfadado.
—¡No seas grosero, Haroldo! —lo reprendió su mujer dándole un codazo—. Usted disculpe, soldado, la verdad es que estamos agradecidos y orgullosos de que gente como usted nos haya defendido cuando las cosas se tornaron difíciles. Aquí tiene…
Unas cuantas monedas tintinearon al fondo de la valija y la pareja se encaminó nuevamente.
—¡Te digo que es un fraude! —se escuchó decir una última vez al señor.
Como ese matrimonio, como las colegialas, el muchacho del sombrero elegante, la señora de la canasta y el encorbatado, antes que ella hubo otras tantas personas que se acercaron aquella tarde al manco queriendo escuchar su historia. Todos ellos conocieron los lamentables hechos que le costaron la extremidad pero le ganaron una de las más altas condecoraciones conferidas por la nación. A nadie le interesó saber cómo era que un hombre que llevaba en el pecho tan honrosa distinción acabó mendigando en las calles, después de todo, eran muchos los que habían participado en la guerra y terminaron perdidos en el alcohol, comiendo de la basura, delirando en algún hospital o incluso con una bala auto infligida en la cabeza. La nación, tal como observó el muchacho del sombrero, había sido ingrata con ellos, y por eso no fue de sorprender que la valija del manco se fuera llenando de billetes y monedas conforme pasaban las horas.
Estuvo allí, en el centro de la plaza, hasta el anochecer, esperando, hablando, recibiendo palabras de aliento y soportando los insultos que algunos le proferían. Cuando el reloj de la calle del mercado, a unas cuadras de allí, timbró diez campanadas, la afluencia de paseantes fue en exponencial descenso, hasta que sólo quedaron en los alrededores unas cuantas parejas besándose en las bancas y un hombre que barría letárgicamente las aceras. Entonces el manco rompió por primera vez en todo ese día su obediente posición y se puso de cuclillas para asegurar la valija. Jamás pensó que fuera a reunir tanto dinero. Una vez sellado el botín, tomó asiento en el suelo y se sacó de uno de los calcetines una esbelta botella de licor. Su contenido estaba caliente, pero así le gustaba. En pleno trago sintió un piquete en el hombro y rápidamente se puso en pie, aferrando la maleta como si amenazaran con arrebatársela, mas se relajó al ver que sólo se trataba de un niño.
—Buenas noches —saludó, risueño. Vestía un abrigo que le venía grande y una cachucha que le cubría las orejas. A su lado, un perrito meneaba la cola.
—Buenas noches —respondió el manco sintiendo el calor del alcohol en la nariz y las mejillas. Se preguntó de dónde podía haber salido ese pequeño, así que miró en torno suyo en busca del padre o la madre, sin encontrar al uno ni a la otra. Pensó que quizá se había perdido y procedió a preguntárselo.
—No, señor, mi papá está trabajando ahí —le respondió, señalando al barrendero con su pequeño índice—. Todas las noches lo acompaño, y mientras él hace lo suyo yo juego por aquí. En el día no se puede porque hay mucha gente y me regañan.
El perrito ladró como si estuviera de acuerdo.
El manco, con su botella en la mano, miraba al niño extrañado y enternecido. Dando un suspiro pensó en marcharse, pero antes de que pudiera ponerse en pie el pequeño le cogió por la manga vacía.
—Oiga, señor —dijo tirando de ella—, ¿dónde quedó su otro brazo?
El perrito ladró como si también desease saber.
Entonces el soldado dio otro trago, se aclaró la garganta y, aspirando profundamente, comenzó a hablar:
—Ha sido en la guerra, pequeño. Era piloto en la fuerza aérea y estaba de servicio en la base de Winfield Barrows, un pueblo al norte, lejos de aquí. Formaba parte de un escuadrón de combate y derribé tantos aviones enemigos que los invasores llegaron a pensarlo dos veces antes de adentrarse a nuestro espacio aéreo. Pero nadie las gana todas, niño, y me sentía tan intocable, tan invencible, que durante una misión desobedecí órdenes de mi comandante y sobrevolé demasiado cerca de la frontera. Me emboscaron y una buena ráfaga de balas me hizo perder el control y estrellarme en las montañas al oeste de Winfield. Era invierno, había nieve y pienso que fue eso lo que me salvó de un golpe que me hubiera costado la vida. Desperté unas horas más tarde con el fuselaje asomando entre las blancas dunas, los controles inservibles, el radio muerto y las piernas atrapadas entre los restos de la cabina. A duras penas logré salir de las ruinas del avión escurriendo sangre por la frente y el pecho. Gracias al entrenamiento militar pude tratar mis heridas, mas eso no significó victoria alguna, pues estaba enclavado en aquellos picos sin comunicaciones, sin refugio y sin sustento. Inspeccionando nuevamente el equipo del avión determiné que podía reparar la radio y utilizar el acero como antena, pero incluso si eso funcionaba tardarían mucho tiempo en encontrarme en aquella zona tan inhóspita, ubicada por demás tras líneas enemigas. Aun así, transmití el mensaje de auxilio y me aferré a la vida.
“Pasé días, noches, semanas en esas lejanas alturas mirando siempre hacia el este en espera de ver los colores aliados ascender por el horizonte. El anhelado rescate llegó poco después de que mi desaparición rebasara un mes; nuestros aviones habían aplastado el frente enemigo y habían rastreado mi débil señal. Me encontraron oculto en un refugio que improvisé con los pedazos del fuselaje, aferrado, con las pocas fuerzas que me quedaban, a una linterna de baterías. Pese a mi estado tuvieron que forcejear para arrancármela de la mano… Mi para entonces única mano.
Entonces el niño ladeó la cabeza y frunció el ceño, extrañado. El manco, mirando su botella con algo semejante al horror, prosiguió:
—Según me contaron, los pilotos que encontraron los escombros del avión tenían la certeza de que me hallarían muerto, pero la sorpresa que se llevaron al verme allí, apenas respirando por encima de la tenue luz, fue incluso mayor que si se hubieran topado con un esqueleto pudriéndose entre la nieve. Sobre lo que hice para sobrevivir se contaron unas cosas, luego otras e incluso tiempo después unas más. Lo cierto es que algo se dijo que llevó a unos generales a pensar que debían darme esto —palpó la insignia en su pecho— y enviarme a casa. Los detalles de aquellos meses en la nieve escapan con frecuencia a mi memoria y a veces, intermitentemente, me vienen a la cabeza unos recuerdos y a veces otros. Pero el hecho inescapable, pequeño, es que para no morir de inanición hube de comer mi propio brazo royendo la carne desde los dedos hasta el hombro.
Dicho esto el niño echó a correr en dirección opuesta, el perrito detrás suyo. Ladridos. Una carcajada. Las farolas de la calle se apagaron súbitamente.