JOSÉ LUIS PRADO
Luis llevaba cerca de año y medio escuchando, únicamente a través del teléfono celular, sin conocer más que por la cavernosa voz de un fumador sin frenos, a Rodolfo Mendoza. Recibió una llamada imprevista hace poco más de un año, desde alguna ciudad de México, en la que le comentaba haber leído alguno de sus libros y le pedía que colaborara en su revista. “Solo qué —había comentado—, no habrá paga”. La nave no le paga a nadie, cosa que para Luis era bastante normal, para él, que conocía la revista, le pareció un buen espacio para publicar alguno de sus cuentos o artículos. Mendoza le contó, de manera muy superficial, que para editar el número 1 de la revista, en la que se podían leer a autores como Enrique Vila-Matas, Mario Bellatin, Christopher Domínguez Michael, Martín Solares, entre otros, había tenido que vender un estéreo Marantz de alta tecnología alemana y un par de muebles de la sala de su casa. Luis supo, con esa anécdota, que a Rodolfo lo que le sobraba era audacia, así que no titubeó en seguir los pasos de quien se conduce por la intuición. Luis nunca se preguntó bien a bien cómo es que Mendoza consiguió su número de celular, aunque algunos nunca se cuestionaban esas cosas.
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Es miércoles 13 de mayo, espero que el día se nuble, estoy sentado frente a la máquina, sobre el teclado hay un boleto. Escribo unas líneas de lo que probablemente será un nuevo relato. Por momentos me asomo al ventanal que da hacia la ciudad, pienso en una ciudad abandonada o, viéndola desde otra perspectiva, habitada por miles de personas solitarias. Miro a mi perra que está en el patio y me observa en silencio como si supiera que requiero de eso para seguir escribiendo, aunque en realidad no es así, escribo mientras en el fondo suena Coltranologyy. Pienso que sería un buen disco para acompañar la lectura de este texto, sobretodo el track Spiritual. Detrás del vidrio imagino a la gente que inicia su viaje al trabajo; a los centroamericanos que quieren llegar al norte y últimamente han cambiado la ruta, ahora, al parecer, cruzan por el centro del país. Reflexiono en todos ellos y el modo que tienen de sumergirse en el pavimento, sus huellas pertenecen a las de un reconocimiento anónimo. Releo lo que escribí y me pregunto si esto podría gustarle a algún editor. Pienso, por otra parte, en lo afortunado que fue Carl Seelig por haber compartido algunos paseos con Robert Walser. Suena mi celular.
Luis está en su estudio y recibe una llamada de Mendoza. Se apresura y pide que escuche parte del inicio de lo que podría ser un cuento, el editor quedó pensativo unos momentos, respiró pesadamente y dijo: “Me parece raro, pero me gusta. Mándamelo.Por otra parte, el sábado salgo rumbo a Barcelona”. En ese momento, contrario a toda aquella relación de incógnito que había mostrado durante el tiempo que llevaban escribiéndose y llamando por teléfono, Mendoza le confesó que tenía problemas con su esposa, posiblemente se separarían. Por lo tanto, pensó que irse le haría muy bien. Luis tuvo una imagen: Mendoza caminaba por la calle Tallers manteniendo una idea fija, que profundizaba de forma horizontal. Mendoza hablaba, enumeraba nuevos proyectos, mientras Luis sostenía esa estampa en la mente. “Es ahora o nunca. Quiero hacer que la revista circule por allá, conocer nuevas voces. No lo sé, uno nunca sabe”. Luis pensó en las palabras de Mendoza como una secuencia, una película que continúa con la visión borrosa de un fracaso lento.La ciudad, pensó Luis, vista a través del vidrio empañado y a través de él sólo se percibe con tonalidades grises.
Todo mantenía un tono de ficción, hablar con el editor al cual no conocía, saber que su matrimonio se había desmoronado y que el siguiente sábado partía a Europa. Luis pensaba en todo esto como un paso fundamental y le hacía sentir bien saberse testigo de este capítulo en la vida del editor. Intercambiaron algunas ideas más, “un escritor fantasma vale en la literatura, pongamos por ejemplo, los casos de Walser, Pynchon, Salinger; sin embargo, un editor fantasma es la muerte, más vale perderlo todo antes que convertirse en una sombra, dijo Mendoza”. El plan parecía muy claro, tenía datos concretos de editoriales, un distribuidor muy importante en Madrid, no se trataba de una vaga expectativa, un viaje tirado por la borda, sino un proyecto bastante meditado. Hablaron, además, acerca de la idea de verse unas horas antes de que el avión partiera, por fin se conocerían en persona. El avión llegaría a la ciudad de México a las dos y media, así que quedaron de encontrarse a las diez de la mañana. “De paso te llevo el último número de la revista en la que aparece tu artículo”, había dicho Mendoza.
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He regresado a la máquina, muevo el boleto para intentar persuadirme por la partida. Quizá otro escritor habría hecho con esta anécdota la historia de un gran escape, la desaparición de un sujeto por la vía transoceánica, al modo de Donald Crowhurst, un hombre en banca rota que desaparece el 1 de Julio de 1969 tras inscribirse en la carrera del Globo de Oro. Crowhurst asumió durante meses un camino abierto en el mar. En su bitácora se descubrió que no podría dar la vuelta al mundo; sin embargo, continuó con el viaje sin darse por vencido. Una vez que supo la posición en la que se encontraba dejo de comunicarse para que nadie pudiera averiguar su ubicación. Se perdió. Donald entabló un diálogo críptico con Dios y el universo. En la bitácora del viajero se puede leer: It is finished/ It is finished/ IT IS THE MERCY.
Aquella mañana el editor plegó su sombrilla antes de subirse a su auto, se acomodó y bajó las ventanas. Avanzó en primera velocidad hasta tomar el boulevard que lo llevaría a la autopista, ahí siguió de frente con la mirada puesta en la imagen de su mujer desnuda, quien se agitaba como una yegua sobre su jefe en su propia cama. El recuerdo tenía un sonido, el grito de placer de su esposa abrazada a otro cuerpo. Una vez en la autopista sintió un chorro de aire al tiempo en que pisaba el acelerador. El último recuerdo en su vida fue el de un tráiler en el cual se había estampado a noventa y siete kilómetros por hora.
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Releo mis últimas notas, ni bien ni mal.
Luis estuvo ese sábado hasta cerca de las 12:30 p. m. solo. Llevaba en la mano un cuaderno rojo en el que tomaba algunas notas del cuento en que trabajaba. Esperaba en un café y al lado había una mujer morena de ojos grandes y boca carnosa, bastante bella. Le habría gustado que se tratara de Perla, una ex novia que había tenido hacía más de ocho años. Era un día de primavera de esos raros en los que de pronto cae una lluvia como perdida. La chica llevaba solamente una backpack, tenía frente a ella un termo y una bolsa desde la cual se asomaba una matrioshka. Luis se preguntaba, sin darle mucha importancia, qué hacía la chica ahí. Estaba de frente a los ventanales, lo cual le permitía cierto disimulo y deleite al mismo tiempo para ver detenidamente las piernas cruzadas que formaban una imagen simétrica de la chica en el cristal. Escuchó unos pasos cerca de él y pensó que se trataba de Mendoza. Estaba nervioso por el encuentro y cada vez que alguien pasaba cerca le sudaban las manos.
Pensaba, de cualquier modo, que era fácil reconocer o catalogar a la gente que espera en un café de aeropuerto: el viajero, aquellas personas que vienen a despedir o recibirlo. Por lo tanto, según Luis, se trataba de alguien a quien ella esperaba.
Seguía mirando por momentos el reloj: 11:50. Buscó en Iberia, Aeroméxico; no sabía de dónde, exactamente, saldría el vuelo a Barcelona. Regresó a su asiento y se olvidó de Mendoza. La imagen de la chica a la que observaba en el reflejo le había traído a la memoria la historia inconclusa que tuvo con Perla. Abrió su cuaderno y comenzó a escribir.
“Ella había ido al aeropuerto para despedir a Anastasia, una amiga de San Petersburgo que la había venido a visitar. Sobre la mesa, una bolsa dejaba al descubierto la cara pequeña y colorada de una matrioshka. Compró un té roibos con vainilla una vez que ésta había partido. Decidió terminarlo con calma, ya que ese sábado no tenía ningún plan específico al regresar a casa. Él se acercó a su asiento, al descubrir, después de muchos años, que Ella había vuelto a México. Con sorpresa se miraron unos segundos antes de comenzar a platicar, como si nunca hubieran dejado de frecuentarse. Ella no paraba de hablar con entusiasmo sobre el viaje que realizaría por Rusia.
Por su parte, Él le contó que seguía escribiendo. “¿Cuál es el tipo de lector en el que piensas mientras escribes?”, preguntó Ella. Recordó una idea de Nabokov a propósito del gusto que, supuso ahora, mantenía por Rusia, en la que decía:
No creo que el escritor deba preocuparse acerca de su público. El mejor público es la persona que todas las mañanas ve en el espejo cuando se afeita. Creo que el público que imagina el escritor, cuando uno imagina semejante cosa, es el de una sala llena de gente que lleva su propia máscara.
Se quedaron callados durante unos segundos, ninguno de los dos agregó nada.
Ella tomó la matrioshka y se la obsequió. Cambió la mano en la que sostenía su cuaderno rojo para sujetar el regalo. Cinco muñequitas huecas, una dentro de la otra, la más pequeña de un centímetro y medio, hueca también. Un espacio que aún se puede abarcar, un espacio mágico como el recuerdo que aún tenía vivo por Ella.
Caminaron hacia la avenida, antes de despedirse. Ella le pidió las dos muñecas más grandes de su matrioshka, también mantendría viva parte de la historia. Una vez más se separaron, no intercambiaron números de teléfono, sólo caminaron hacia lados opuestos del camino hasta que con la caída de una llovizna fría y ligera se perdieron a lo lejos entre la multitud sin voltear, como antes ya lo habían hecho.
De cierto modo, Luis recordó a Perla como si se tratara de un cuerpo difícil de abarcar, un cuerpo al cual se habita únicamente estando solo.
Luis pensó en Perla como si fuera una pequeña matrioshka que guarda en su cuerpo geografías, caminos recorridos.
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Saco mi cuaderno rojo que, como de costumbre, utilizo para escribir algunas ideas. He terminado el cuento. Debo ir al aeropuerto. Un vuelo me llevará a Toronto.