AMARANTA CASTRO
Una tarde la vi caminar sobre mi mano y permanecí inmóvil para no espantarla. La observé moverse a lo largo de mi brazo y frotarse las patas antes de llegar a mi hombro. ¿Qué es lo que saborea con tanto gusto?, pensé. Tanto le gustaba el sabor de mi piel, que decidí dejarla probar todo mi odio.
La mosca caminaba sobre mi cuerpo probando cada poro por el que exudaba el aroma fresco de mi aburrimiento. La miré volar por toda la habitación. Se posó en las ventanas, en las plantas, en los libros, caminó sobre el cuello y el rubor de las mejillas de una modelo de revista. Se vio a sí misma en el espejo.
Cada vez que veo una mosca sobre la comida o caminando en el rostro de una persona, pienso si será la misma de aquella tarde, si andará de aquí para allá llevándose lo que la gente tiene dentro; quizá sea esa la razón por la que existen tantas moscas –o sólo una–. Nos expurgan, nos acarician con sus patas pegajosas. Al salir por la ventana, se dio un festín con la mierda de los perros. Después fue a dispersar los pedazos de ese sentimiento por el mundo.