ERIC MICHEL VILLAVICENCIO REYES
Siete de la mañana, Eva abre los ojos con languidez. El resonar del despertador ya no la deja dormir. Con una mano se rasca la nuca y con la otra se restriega el rostro, extiende luego el brazo y pulsa el botón para acallar el ruido, aunque este no deja de estremecer el interior de su cabeza.
Entorna los ojos, ve una pequeña caja sobre la mesita de noche, y toma una de las tarjetas en su interior. Lee:
Y de la costilla que Jehová dios tomó de la mujer, hizo un hombre, y trajolo a la mujer.
Y dijo Eva: esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne: este será llamado Hembro, porque de la hembra fue tomado.
Devuelve la tarjeta a su lugar. Se da la vuelta, remolonea un poco en la cama, siente entonces el roce de su compañero. Este le acaricia la mejilla, y otra mano penetra entre sus muslos. Ella se retuerce de placer, y se deja a merced del Adán.
Eva se alista para el trabajo: se endereza el traje y echa hacia atrás los pocos mechones cortos que revuelan en su frente. Una pastilla de olor será suficiente para el aliento. Adán le abre la puerta y la despide con una inclinación, ella acaricia su cabello y sale al exterior.
El día de hoy es bastante atareado. Primero deberá pasar por el banco, sacar el dinero para la operación, que no resulta nada barata, pero es necesaria, porque el tiempo límite se acerca. Luego, una pequeña parada en el restaurante familiar al final del distrito comercial para un almuerzo rápido, y de ahí directo al salón de operaciones, que tres horas no pasan volando, y necesita estar en la fiesta antes de las nueve de la noche, o perderá la clientela. También debe regresar para dar de comer a Adán.
El pobre. ¿Qué haría sin ella? La necesita, y eso le alegra. A veces piensa en tener una hija, y comenzar una familia. Eva es una mujer sana, quizás un poco delgada para su gusto, pero la madurez la ha alcanzado en cada punto de su cuerpo. Ya está lista para procrear… en realidad, debería haberlo hecho hace unos años, cuando se encontraba en mejor disposición, pero surgieron algunos problemas, y ahora primero debe cumplir un contrato de trabajo. Mientras esté en ello, mantener un embarazo se hará complicado. Ha decidido esperar a que llegue a su término.
Por el momento, se contenta con pasar noches divertidas con Adán.
Se encuentra haciendo la cola para el cajero. Hoy sí que hay mucha gente que desea sacar dinero. Por un momento, Eva se pregunta si todas van a operarse, pero se sacude esos ridículos pensamientos de la cabeza. Por lo general, cada mujer solo lo hace una o dos veces, tres cuando mucho. Demasiados adanes en una casa también pueden significar un problema. No son como las niñas, calmadas, tranquilas y sosas. Los adanes corretean por todas partes y siempre tienen la curiosidad en alza. Son pequeñas sabandijas hiperactivas.
Pero son necesarios.
Algo llama su atención, y la de todas las mujeres en la fila. Una chica camina, feliz, altiva, por el centro de la acera, con un Adán de la mano. Las mujeres ríen, Eva también lo hace. Después de todo, no tiene sentido. Sería como tratar a un brazo como un igual. Simplemente ridículo. ¿Pero quién es capaz de comprender a estas millenials, que luchan por las libertades de los adanes?
No lo entiende, aunque para ella un Adán es más que un juguete, más que un adorno de la casa o algo que prestarle a la vecina para que no estanque la sangre de su prole, porque tener descendencia con un Adán propio es como tenerla con una misma; nada recomendable.
Para ella, un Adán es algo más… pero definitivamente no un igual. Después de todo, son sirvientes creados para obedecer, nada más, nada menos.
Finalmente ha llegado su turno. Introduce la tarjeta, saca quinientos billetes, la retira, introduce otra y repite el proceso.
“Odio los límites de extracción”, chasquea la lengua y entorna los ojos, pero no hay nada que pueda hacer al respecto, así que se resigna a continuar con la tediosa tarea.
Guarda todo el dinero en su cartera, ocupa mucho espacio y apenas logra encajonarlo allí dentro, pero no le importa, pronto ya no habrá nada. Se acerca a la acera, extiende la mano y de inmediato un taxi se detiene a su lado. Monta, da una dirección al Adán que conduce, este asiente y fija la vista en la carretera.
Eva exhala, y mira hacia el techo del auto. “Este será el quinto ya”, piensa, y palpa su abdomen con la palma de la mano, al costado derecho, donde se encuentra la primera de sus costillas no flotantes. Pronto desaparecerá, y en cambio un Adán con su código genético le será entregado. Uno que podrá modificar a su gusto, y del que podrá disponer de la forma en que estime más conveniente.
El auto llega a su destino, ella se baja, coloca una tarjeta magnética sobre la ventanilla y la transacción es realizada de forma automática. Sabe que nunca debe darle dinero a un Adán ajeno, podrían demandarla.
Ahora se encuentra frente al laboratorio de ingeniería genética. El complejo se alza ante sus ojos, imponente, inocuo, como una gota de aceite flotando en el agua. Intocable. Pero Eva no se amilana, y da un paso tras otro, decidida.
Recuerda la primera vez que vino, cuando tenía apenas dieciocho. Recuerda también la voz pausada de su madre, esa mujer de ojos hundidos y rostro descarnado, atacada por la enfermedad, que ella se esfuerza por adornar en su memoria con palabras bonitas y sonrisas que nunca esbozó.
“Debes hacerlo”, decía ella, “el gobierno nos pagará un cheque por prestar un servicio a la sociedad”.
Ese fue su primer Adán, y no vio un centavo del cheque. Todo fue a parar al presupuesto para el alcohol, alcohol que tampoco probó.
El segundo Adán también lo vendió al gobierno. Esta vez, para pagar la deuda millonaria que su madre, ya muerta, había contraído. Pero no fue suficiente, y se le comenzaban a terminar las opciones. Fue entonces cuando una luz… o una oscuridad, se vislumbró ante ella.
Hay una manifestación en la calle frente al complejo. Varias mujeres con pancartas exigen a gritos el término inmediato de las prácticas del laboratorio. Radicales feministas. No hace falta más que ver sus tatuajes de Juana de Arco y sus músculos híper distendidos. Locas que creen que los adanes no son necesarios en la sociedad. Eva ya quisiera verlas a ellas cargando vigas en la construcción. Pero no dice nada, no tiene tiempo para esto. Solo las ignora y continúa.
Atraviesa las puertas del edificio principal y se acerca a la recepción. La muchacha tras el mostrador le confirma la cita y la envía a la sala de espera. Eva no necesita preguntar la dirección, la conoce de memoria.
Llega al salón y se sienta en una silla blanca, impoluta, parte de una larga fila de semejantes junto a una pared. Es la única en el lugar. Hoy es un día tranquilo.
Casi de inmediato, nota unos pasos que se acercan, voltea el cuello y ve a la doctora.
—Graciela, ¿cómo estás? ¿Y la niña? —pregunta, con una sonrisa en el rostro.
—¿Eva, otra vez? —refunfuña Graciela, claramente inconforme con su presencia—. Sabes que esto es peligroso. Demasiadas veces es terrible para la salud, y muy caro también…
—Puedo pagar. Eso es lo que importa, ¿verdad?
—¿Pero para qué necesitas más?
Eva se levanta, y dejando a Graciela de pie en el lugar, con la palabra en la boca, se dirige a la sala de operaciones.
—Eso no es de tu incumbencia. Vamos, ¿o me va a operar alguien más esta vez?
La espera en post-operatorio es cuanto menos tediosa. Ya no lo soporta, y le escuece la cicatriz que, aunque cerrada a láser, todavía se siente un poco incómoda en su costado. Se toca con cuidado, y siente una hendidura nueva en su cuerpo, donde antes debía de estar el hueso. Pero su papel ahora es otro, en lugar de sostener unos pulmones que ya han sido contenidos por otras vías menos naturales.
Internamente se queja de que esta sea la única forma de llevar a cabo el procedimiento. El gobierno es celoso con sus activos. Se pregunta si no habrá alguna clínica ilegal en la que poder hacérselo sin tanto burocratismo y preguntas. Pero siempre y cuando no molesten tanto, entonces estará bien.
Mientras espera, observa un cartel enorme en una pared. Otra de esas pancartas para llamar la atención. Sin más nada que hacer, hasta que llegue su Adán, se pone a leer sin muchas ganas.
Desde el incidente terrible… blablablá… el virus afectó al material genético… inhibió los cromosomas Y, impidiendo que estos fueran pasados a la prole. La era del varón terminó. El apocalipsis había llegado…
“Otra fanaticada religiosa”, se exaspera y chasquea la lengua. Odia con fervor a esos de la iglesia, la iglesia radical que ahora lo controla todo, y que incluso modificó la biblia para dar a entender que la mujer siempre fue la raza dominante.
Pero no la pueden engañar, no a ella, que antes de hacer lo que hace ahora fue bibliotecaria y tuvo tiempo de sobra para leer sobre lo acontecido en el pasado. Aun así, no puede evitar leer la “buena semilla” del día cada mañana.
De cierto modo, ella lo entiende. Algún método se debió buscar para asegurar el puesto dominante, y que mejor que usar la religión a su favor; muchos ya lo han hecho antes, bien lo sabe. Pero no pueden borrar la información física, esa que se encuentra en máquinas con discos sólidos, alimentadas por generadores independientes, y desconectadas de la red. Imposible de rastrear, imposible de destruir de forma indirecta.
¿Pero quién lee en estos días? Es más sencillo mirar un video, o escuchar a una celebridad. Por eso nadie lo sabe, o casi nadie; y no les importa mucho tampoco. No es que el mundo se vaya a acabar por ello. Ya lo intentó una vez, y falló.
Se vuelve a aburrir, y no le queda más remedio que regresar a la única forma de matar el tiempo que hay, pero ni siquiera recuerda por donde iba, así que retoma la lectura en una línea al azar:
…Edén se ha colocado como la más importante empresa de diseño genético en el país, con importantes contratos directos con el gobierno… los altos cargos se han asegurado de que… cada persona puede extraer un Adán de forma gratuita extirpando una de las costillas, en favor del bienestar social. El gobierno está dispuesto a pagar las operaciones y comprar los adanes de aquellas que lo deseen, a un precio cuantioso, para ser usados como mano de obra pública…
Siente unos pasos que se acercan por el pasillo. Voltea la cabeza, pero no es quien espera. Chasquea la lengua, decepcionada.
“Mierda”, lo que leía apenas ahora si le resultaba interesante. La economía siempre ha sido un tema crucial para la sociedad.
Vuelve a mirar el poster en la pared, pero casi parece que las letras se le han movido de lugar, para que ella no las encuentre. Ante tal renuencia, termina dándose por vencida, y suspira débilmente, para no forzar la zona operada.
Sí, el gobierno compra siempre el primer Adán de toda mujer: el más fuerte y capaz, y el dinero que entrega a su anterior propietaria es suficiente como para que disponga de otro sirviente y aun así viva con ciertos lujos. De cierto modo, han aplacado la pobreza.
Los adanes entregados al gobierno trabajan en los proyectos estatales de gran importancia, como la agricultura, la defensa y las obras públicas. Allí se los alimenta y cuida correctamente. Están en buenas manos. También son usados en los laboratorios de inseminación artificial. Debido al virus, un Adán no puede procrear a otro, pero sí a tantas mujeres como haga falta, y a nadie se le debe negar el derecho de ser madre. Está en los genes.
Con un control riguroso sobre la cantidad de adanes y sus roles en la sociedad, se ha logrado una estabilidad antes solo envidiable por las muy antiguas generaciones.
Pero eso no significa que todo sea coser y cantar, bien lo sabe Eva, mientras se seca un sudor invisible con el dorso de la mano. Se hace tarde, y pronto el auto vendrá a buscarla. Ya ha dado cuenta de ello a los superiores.
Finalmente aparece, tras una tediosa espera. Ve a Graciela penetrar puerta tras puerta de cristal a lo largo de un pasillo, en dirección hacia ella. De la mano lleva a un niño vestido con una bata de hospital; su color de piel es blanco pálido, y una larga cabellera rubia le llega hasta media espalda, pero tiene los mismos ojos de Eva.
La doctora se detiene a algunos metros de distancia. Aprieta con fuerza la mano del niño, como si no quisiera dejarlo ir, pero no le pertenece.
—¿Por qué un niño? ¿Qué vas a hacer con él? —pregunta Graciela, con una expresión consternada, y un tartamudeo contenido.
—Eso no es de tu incumbencia, Graciela. ¿Cuántas veces te he dicho que no te metas? —Eva se levanta y camina hasta estar justo frente a ellos, extiende la mano y dice, esbozando una amplia sonrisa—: Ven, Adán, ven con mamá.
Graciela intenta aumentar el agarre sobre el niño, pero es muy tarde. Antes de que se dé cuenta ya el joven agarra a Eva por la blusa con sus manitas y entierra su cabeza en el abdomen de esta. Ella le pasa una mano amable sobre la cabeza, y, sin alzar la vista para mirar a la doctora, se da la vuelta.
—No te metas —deja unas últimas palabras flotando en la sala, y se retira del centro, con el pequeño Adán tomado de la mano.
Se baja del coche, mira la hora: ya es casi el momento acordado. Extiende una mano hacia la puerta y toma del brazo al niño, que es ella misma, que es parte de su ser; el Adán salido de lo profundo de su cuerpo; de una de sus costillas.
Él ya no lleva la bata de hospital, tras salir de allí lo llevó a casa. Un baño, una vestimenta adecuada para la ocasión y un breve paseo por el parque; es una tradición, siempre hace esto antes de la noche, para dar al menos un poco de diversión al joven recién nacido. Después de todo, su corazón no es de hielo.
Esta vez, en lugar de un restaurante, lo llevó a una heladería, por eso el niño esboza una sonrisa de oreja a oreja, y acata cada una de sus órdenes. Ella se voltea hacia él justo antes de entrar, le ajusta la ropa y le acaricia la cabeza.
Visten elegantemente, así debe ser, ¿cómo más podrían permitirse entrar en el majestuoso edificio frente a ellos?
Junto a la puerta un guardia los detiene, ella le muestra la invitación, una sola. El Adán asiente y saca de una bolsa una manilla, que coloca en la muñeca del niño. Este no se queja, a pesar de que le aprieta un poco, solo sostiene con más fuerza la mano de Eva, y ella recibe ese agarre, complacida.
Entran en el edificio, los recibe un amplio salón, con techo cupular, cubierto por cristales negros, que dejan apenas penetrar la luz de la luna hacia el interior del complejo. La iluminación proviene de las paredes y el suelo.
Eva camina por el centro del salón con el pequeño Adán tomado de la mano. Las personas del lugar los observan con ojos curiosos, como buscando algo. Ha llamado la atención. Perfecto. Se detiene un momento, se da la vuelta, y pide al niño que levante los brazos para arreglarle el traje. En el momento en que este los alza, queda al descubierto, frente a todos, la manilla en su muñeca.
Eva termina su acto y se dirige junto al Adán hacia una esquina del salón. Ahora solo tiene que esperar. Con suerte, en poco tiempo aparecerá alguna interesada. Sabe que su producto no es del agrado de todas, pero hay ciertas clientas que pagarán mucho más por un niño de lo que lo harían por un adulto.
A ella no le interesan los gustos o fetiches de sus clientas, solo quiere terminar el trabajo.
El niño mira, inquieto, en todas direcciones. Ella pasa una mano por su cabeza para calmarlo, y él la inclina, apaciguado.
No pasa mucho tiempo antes de que alguien se le acerque. Una señora rechoncha, con un vestido enjuto y un gran sombrero, se sienta a la mesa de Eva, justo frente a ella. Los ojos le brillan, y no puede dejar de mirar al Adán a su lado, con intenciones que no se le antojan a ella muy positivas. Pero eso no le importa.
Dada su complexión, debe tener todas sus costillas incluso. Una ricachona a la que le gusta derrochar el dinero. Perfecto.
—¿Cuánto? —pregunta la mujer, sacando frente a Eva un bolso de marca. Ella sonríe, y comienza la negociación.
Cuando se vio entre la espada y la pared, con una deuda gigantesca por pagar, y entendiendo que lo que le daban por vender un Adán al gobierno no le alcanzaría jamás para saldarla. Eva se vio obligada a buscar otras alternativas.
No fue nada sencillo. A nadie le gusta que se metan en sus asuntos, pero ella necesitaba encontrar una forma, a cualquier precio. Y el precio fue un contrato: seis adanes, seis costillas.
Debía producir dicha cantidad y disponerla en el mercado negro. Seis costillas no es un juego, sobre todo porque ya se había sacado dos, pero Eva no tuvo más opción que aceptar.
Y así vio como el primer Adán que dejó ir con una señora de actitud cuestionable, le proporcionó el suficiente dinero como para vivir unos meses, alquilar un Adán propio a tiempo completo y pagar la próxima operación. Por fin, Eva había alcanzado su sueño. Ahora podía tener una buena vida, por el tiempo que durara el contrato, y luego, la estabilidad se asentaría bajo sus pies.
Un poco peligroso, sin duda, pero valía la pena. Durante la última transacción descubrió que cierta clientela exquisita estaría dispuesta a pagar más, mucho más cuando se trataba con ciertas modificaciones al espécimen.
Un niño. Ella no sabía para que lo iban a usar, aunque le quedaba claro que no sería para trabajos forzados. Mas no le importaba. Ese era su trabajo, su deber. Sin ello, no podría vivir como lo hacía, con comodidades y sin preocupaciones. Además, sabía bien que, de negarse a continuar el contrato, algo terrible podía pasarle. No es bueno infringir las reglas, y más cuando se está tratando con mujeres peligrosas.
Eva lo sabía bien, y por eso las cosas han transcurrido apacibles hasta ahora, y ya solo le faltan tres más. La primera costilla no flotante de la izquierda, y dos intermedias, que serán las de mayor complicación a la hora de extraer, para evitar dañar sus pulmones. Pero es lo que desea, y no le queda más remedio.
El auto se detiene. De nuevo se ha perdido en sus cavilaciones, y el tiempo se le ha ido de entre las manos sin que se entere siquiera. Baja del taxi y paga. El vehículo se aleja hasta desaparecer en la distancia. Ella permanece por unos instantes de pie, sobre la acera. Vuelve a palparse el torso, la herida cerrada de la reciente operación. No puede evitar pensar en el niño, en lo que estará haciendo ahora con aquella extraña señora, que no podía parar de sudar al verlo.
Ha escuchado antes de cosas terribles. Mujeres que compran adanes para abusar de ellos, azotarlos, volverlos sus sirvientes privados, o mutilarlos con crudeza, porque tales actos las insuflan con un placer que no son capaces de poner en palabras. Eva tampoco sabe cómo describirlo. Para ella, el mayor placer de todos es vivir en paz, sin preocupaciones monetarias urgentes, ni personas encañonándole la punta de un arma invisible para que cumpla su contrato, listas siempre a disparar.
Se da la vuelta, camina hasta la puerta de su casa, su hogar. Gira dos veces la llave; siempre se debe poner la cerradura. Por fin entra en el apartamento, se quita los zapatos en la misma entrada y los deja tirados en el suelo, ya los recogerá después. Ahora solo desea dormir, descansar, y quizás, obtener un poco de cariño.
Avanza, apesadumbrada, por el salón. Se deja caer sobre el sofá, estira el cuello y deja reposar la cabeza contra el espaldar del mueble. Cierra los ojos, solo unos segundos…
Una mujer gorda toma a un niño de los cabellos rubios, y hunde su cabeza en una burbuja que flota en el aire. Un flash. Otra mujer gorda extiende las piernas, y un niño rubio se arrastra hasta la abertura, y se pierde en el interior de su cuerpo. Escucha gritos, estertores, gemidos apagados. Un niño rubio sale de la boca de una mujer gorda, otro, del ojo derecho, y un último infante escapa por la oreja izquierda. Un flash. Una mujer gorda camina, con sus tacones afilados, aplastando las cabezas de muchos niños, sus cabellos rubios desparramados por el suelo, endurecidos por la sangre. Un terremoto…
… un ruido.
Eva se despierta, y de un salto se pone de pie. Comienza a buscar con la vista la causa del sonido. Se ha quedado dormida, y no ha cerrado la puerta con llave. Se le acelera un poco el pulso. Por un momento piensa en tantas posibilidades: su contratista quiere silenciarla, no les ha gustado algo de lo que ha hecho recientemente, la clienta a la que vendió al niño no está satisfecha, o simplemente es una ladrona.
Tiene miedo. Eva vive con miedo, aunque no le gusta admitirlo. Su paz es circunstancial, y sabe que puede desaparecer como el vaho en una mañana fría. Y a pesar de que intenta siempre mantenerse impasible, cuando se sorprende un poco la ansiedad la supera, comienza a sudar y temblar, y los dientes le castañean.
Pero sus miedos son infundados, es solo Adán, su Adán, que se ha acercado a ella, curioso. Respira tranquila, y se deja caer otra vez sobre el sofá.
—Estabas preocupado por mí, ¿verdad? —dice y acaricia la cabeza del sirviente—. Pero todo estará bien ahora, al menos por un tiempo.
Eva, la pobre. Sin Adán no podría mantener a raya todos los miedos que florecen en su cabeza. Lo necesita, y eso le alegra. ¿Qué haría sin él?
Lo sienta a su lado, y se recuesta sobre sus piernas. El Adán la mira, un poco perplejo, pero apacible, y ella vuelve a cerrar los ojos, sabiendo que podrá tener un sueño placentero esta vez.
Eric Michel Villavicencio Reyes (Las Tunas, Cuba, 2000) es escritor. Sus cuentos aparecen en e-zines de factura nacional como Qubit y Ariete.