AMAYA GINER
La idea de pararse de la cama le aterra. Al observar el reloj, el sonido de las manecillas, que ahora le parece estridente, le revela que los minutos se alejan. Sabe lo que eso significa, pero aún no pretende despegar su cuerpo del suyo. Desea, profundamente, quedarse a su lado todo el día, para siempre, quizás. Con los labios, recorre toda su espalda, dejando, a su vez, tenues huellas de saliva, como el rastro de un caracol que en breve desaparece, al igual que los minutos, ansiosos por abandonar la habitación. El dedo índice acaricia una línea imaginaria que recorre desde el hoyuelo de la nuca hasta un coxis expuesto. Ambos cuerpos enredados invaden una habitación en donde existe una sola presencia.
El tiempo sigue su curso; el cuerpo se enfría al igual que la culpabilidad de quien lo mira. Cambia de lugar frente a ella, su mejilla, hundida sobre la almohada que hiede a saliva, es alcanzada por sus labios que se esfuerzan por besarla antes de que se esconda por completo. Los dedos que antes parecían tan frágiles, ahora son sinónimo de solidez. Su miembro comienza a endurecerse, excitado, la empuja con la intención de que su cuerpo entero se recargue sobre la cama, los pechos caen hacia los lados, como si quisieran resbalarse al colchón. Humedece sus pezones con saliva y palpa sus muslos desde la rodilla hacia el pubis. Procura empapar los dedos antes de introducirlos. Todavía está aquí, piensa al percibir un leve, casi exiguo, resto de fluido. Sube su cuerpo al de ella, se apoya en él, ha olvidado que dentro de esa inmovilidad habita un inmenso vacío, que lo que reside a su lado es sólo un estuche que alguna vez guardó un alma. Un objeto que, mientras el reloj sigue su curso, comenzará a descomponerse. No importa. Él ha optado por acompañarla hasta que aquellas manecillas decidan cambiar de dirección.