ADÁN ECHEVERRÍA
Hay que decir que la escritora Elif Shafak (Estrasburgo, 1971) ha desarrollado una novela capaz de ser ejemplo para brindar talleres literarios a los escritores noveles. En La bastarda de Estambul, la autora nos muestra desde la forma de nombrar sus capítulos con nombres de algún tipo de alimento, especia o aderezo, excepto el último capítulo, y evidencia la capitulación como un proyecto de escritura. Pretexta el condimento, la comida, la receta, el acto de cocinar, para narrar la historia de la familia de Zeliha Kazanci, uno de sus personajes principales.
Nos habla de Oriente y Occidente, como de uno solo, haciendo a los personajes tan humanos para reconocernos tan discriminatorios, tan intolerantes con los otros que no son como nosotros. Tenemos miedo a lo que desconocemos, y creemos que los que tienen otra cultura, que creemos tan disímil de la nuestra, son ‘los malos’. Y así nos hace viajar, como nos despliega y nos hace enfrentarnos culturalmente, entre Estambul, Turquía, y Texas y San Francisco, en los Estados Unidos.
Pone a dos mujeres jóvenes, las une por un pasado aterrador y trágico (estira la línea de tiempo desde el actual siglo XXI hasta el 1915 que tanto cambió la historia política y geográfica del pueblo turco como del pueblo armenio) y las hace reunirse con otros personajes -a veces apenas bocetados- en Círculos Literarios. Los personajes de Estambul se juntan en el Café Kundera, mientras que en los Estados Unidos se reúnen en un sitio de chat dentro del internet, el Café Constantinopolis. De esta forma logra espejearlos, y nos muestra al mismo tiempo los dos mundos. Lo que me agrada de la novela es cómo la autora no toma partido por ninguno de sus personajes, y menos por los sucesos trágicos como el Holocausto Armenio.
En su novela La bastarda de Estambul, Shafak consigue entretenernos, contarnos un poco de historia sin hacer juicios moralistas ni históricos, sin ponerse de lado de algún bando dentro del conflicto. Si hay algún sitio en donde Elif se sitúa es en el de la literatura, y eso se agradece. La autora, al trazar tantos personajes femeninos, nos hace presentir que se ha desdoblado por lo menos en tres de sus personajes; los primeros dos son Asya y Zeliha, la madre (tía) de la primera: “Ahora Asya apartó la vista para no tener que mirar más a su madre, la madre a la que nunca llamaba ‘mamá’ y de la que esperaba distanciarse al convertirla en ‘tía’”. El tercer personaje en el que la autora parece estar desdoblada es Armanoush, la hija de una estadounidense con un armenio que vive en el exilio.
El juego que la autora emplea para unir las vidas de las jóvenes Asya y Armanoush es justo el personaje gringo: la madre de Armanoush, de nombre Rose, que luego de su divorcio del padre de su hija, vuelve a casarse con el turco Mustafa a quien su familia había enviado a los Estados Unidos “para que escapara del mal presagio que caía sobre los hombres de la familia Kazanci”.
Shafak utiliza a Armanoush, para mostrar su apetito lector y las ganas de esparcir el pensamiento. Nos muestra a su joven armenio-americana leyendo a Borges, John Kennedy Toole, Herman Hesse, Óscar Hijuelos, Milan Kundera y Juan Ramón Jiménez, entre otros. Su personaje explica: “Cuando leo un libro no me parece que haya terminado nada. Así que empiezo otro”, como si lo dijera la misma autora.
En la novela se saborean las comidas que se preparan, con ese exotismo que nos plantea la comida turca y armenia; pero igual se agradece el uso de todos los sentidos que la autora logra hacia el lector: los sonidos, la percepción de las gotas, las campanas, las llamadas a la oración, la música de Johnny Cash, el humo de los cigarrillos, el establecimiento para hacerse tatuajes. Y todo esto lo hace de las manos de sus personajes, tanto como de la ambientación en que los conduce. Como una gran lectora, como una plausible creadora, Shafak es capaz de evidenciar muchos de esos recovecos literarios que son capaces de atrapar al lector, y tenerlo sentado hasta la madrugada sin soltar el libro.
¿Qué peros puede tener el libro? Tal vez la historia no termina nunca de ser grandiosa, tal vez a la autora se le cae la novela al final, tal vez a la autora se le escapa el cierre de su historia y lo precipita. Pero aún así la novela se disfruta, entretiene, informa sobre los aspectos de la historia armenia, conduele, evidencia la violencia del machismo, muestra el grillete de las familias que insisten en rechazar el individualismo, pero mantiene la propuesta clara del respeto a las tradiciones.
En la novela uno puede encontrar los desfases del tiempo; puede uno ir al pasado, al presente, lee unos esos pequeños adelantos (forwards); disfrutar el cambio de las voces tanto de los personajes como de los narradores, muchos capítulos se narran desde otra visión. Y eso se agradece.
Pero de la misma forma, la autora comete ciertos errores y se vuelve cándida en su construcción. Uno de ellos puede servir como excelente ejercicio, básico, para un taller literario, ya que debería ser mejor ejecutado a la hora de escribir, es el haber creado esos dos pequeños espíritus que le hablan a la tía Banu, los yinni.
¿Por qué utiliza el recurso de estos espíritus para que cuenten el pasado de las personas, rumbo a cualquier época, a cualquier instante? Porque los yinni lo saben todo (y con este truco literario la autora apenas suplanta al narrador omnisciente, y resuelve de golpe el cómo contarnos los pasados de sus personajes). Entonces la tía Banu, de profesión “vidente”, es capaz de conocer los misterios que las personas han querido esconder, con tan solo mirarlos, tocarlos, estar cerca de ellos. Y esa me parece una forma muy simple de hacer que el lector se entere de cosas del pasado.
Shafak no es la única que recurre a estos trucos literarios, lo sabemos. Otro ejemplo se observa en la película The Village (titulada en México como La Aldea), de M. Night Shyamalan, una excelente obra de suspenso que contiene una escena final en la que el director muestra a los “ancianos líderes” de la aldea, entrando juntos a un cuarto y revisando unos recortes de prensa que muestra que son unos excelentes científicos que compraron la tierra donde ahora viven apartados de la civilización. Una gratuidad de escena, porque al parecer no supieron como resolver que no había “espíritus malignos en el bosque que rodea la aldea”, sino que los “científicos” lo han construido todo. Y como no sé contar la historia, o ya no me queda presupuesto para filmar mucho más, entonces hago una escena final. ¡Vaya pues!
Eso es lo que con candidez ocurre con la novela de Elif Shafak. Utilizar a los yinni le permiten a la tía Banu y a los lectores conocer el pasado de varios de sus personajes y terminar de armar la historia que leemos. Una simpleza, pero a pesar de ello hay que admitir que la obra se conduce con fluidez.
Hay espacios dentro de la novela que son de mucho interés para un lector que busca estructuras literarias como yo. En el inicio del capítulo 5, denominado Vainilla, una de las escenas transcurre en el Café Kundera “una pequeña cafetería situada en el lado europeo de Estambul”. En ella la autora narra la historia del nombre del café, ¿porqué tiene el apellido de uno de los grandes novelistas de la literatura universal?, y hace que sus personajes divaguen en el asunto. Pero lo que llama poderosamente mi interés es la decoración del local que Shafak describe así:
De las cuatro paredes colgaban cientos de marcos de todos los tamaños y colores, una multitud de fotografías, pinturas y dibujos, tantos que era fácil dudar que hubiera una pared detrás. Daba la impresión de que el local estaba construido con marcos en lugar de ladrillos. Y en todos los marcos, sin excepción, aparecía la imagen de un camino o carretera. Anchas autopistas de Estados Unidos, carreteras infinitas de Australia, bulliciosas autovías de Alemania, glamurosos bulevares de París, atestadas calles de Roma, estrechos caminos de Machu Pichu, olvidados trayectos de caravanas en África del Norte y mapas de viejas vías comerciales por la Ruta de la Seda siguiendo los pasos de Marco Polo. Había caminos de todo el mundo.
¡Wow! Lo que representa dicho local para un escritor, para todo lector, para todos los personajes de la literatura. Es el mismo Aleph narrado por Borges, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”.
Sabemos que la literatura es un viaje. Toda vida es un viaje, del nacimiento hacia la muerte; eso somos los seres vivos. Vivir significa viajar por el estado corpóreo, construyendo la historia; vivir es un viaje hacia el futuro. No es por demás irónico, o hasta mágico encontrar este lugar en la novela de Shafak. Las múltiples posibilidades, los múltiples caminos hacia todos lados, cada camino, cada carretera, brecha, bulevar, avenida, no son más que eso, el recordatorio de que tenemos que seguir avanzando. Hacia adelante está el futuro; todos los días viajamos en el tiempo hacia el futuro, en el que somos totalmente diferentes al que éramos un segundo antes. De ahí lo hermoso de fantasear con la detención del tiempo, de viajar al pasado, el pasado que justamente son las fotografías. Entras a una cafetería, un punto detenido en Estambul, desde donde puedes viajar hacia cualquier sitio. Es de reconocerse el impulso vital que esa escena brinda tanto a los comensales del café, como a sus lectores. Viajar. Caminar cada uno de esos caminos, caminos de todo el mundo, desde los más humanamente civilizados, hasta los que nos muestran la grandeza de nuestros antepasados: Machu Pichu. Viajar implica dejar las cosas atrás, lo que estábamos haciendo, lo que tendremos que hacer cada minuto que llega a nosotros: “Hace ya diez años que recorro el mundo/ He vivido poco / Me he cansado mucho”, nos dice el poeta peruano José Santos Chocano. Y eso es un poco todo, lo que nos hace pensar y reflexionar la autora de La bastarda de Estambul con esta gran escena.
Una novela que vale la pena leer. Una novela que entretiene, que se despliega para ser habitada. Como ese espacio de los múltiples caminos a recorrer, hay varios espacios literarios que son muy hermosos, el globo que pasa por una ventana, mientras la violencia habita un cuerpo, o esa misma ventana donde una mujer escucha el exterior y se deja llevar trepada en el sentimiento y la congoja, dentro de un hospital. Y de esta forma, no importa incluso el espacio narrado por los yinni; al final la magia de la literatura está justamente en eso, en saber apropiarnos de los recursos literarios para contar historias.
Elif Shafak (2016). La bastarda de Estambul (Sonia Tapia, trad.). Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial.
Adán Echeverría (Mérida, Yucatán, 1975) ganó los reconocimientos: Premio Estatal de Literatura Infantil Elvia Rodríguez Cirerol (2011), Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía, Nacional de Poesía Tintanueva (2008) y Nacional de Poesía Rosario Castellanos (2007). Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, en Novela (2005-2006). Algunos de sus libros son La confusión creciente de la alcantarilla, En espera de la noche; los libros de cuentos Fuga de memorias (2006), Compañeros todos (2015); y las novelas Arena (2009) y Seremos tumba (2011). En literatura infantil publicó Las sombras de Fabián (2014).