CARLOS SANTIBÁÑEZ ANDONEGUI
Algunos creen que el romanticismo mexicano fue mera imitación del español, y a ambos los remiten a una matriz de raigambre francesa o alemana, pero los movimientos literarios toman de cada país elementos que, sin rebasar el cuadro general de la época que los ha motivado, ofrecen características propias y componen el retrato del país donde tiene lugar el sincretismo. Son forjadores de conciencia social y, sobre todo, nacional.
Ocurre así con el poeta que nos ocupa, nacido en Guadalajara el 26 de julio de 1809, y que permaneció en la Perla de Occidente veinte años hasta obtener el título de abogado, no sin que hubiera recibido estímulos, aún en su condición de estudiante, por su vocación literaria, como los que le prodigó el político Luis de la Rosa en la sociedad La Estrella Polar. Ya entonces hacía dos años que se había representado su primer ensayo dramático, una comedia intitulada Reinaldo y Elina. El año de su recepción profesional su amigo José María Heredia, poeta cubano, escribió un breve ensayo de divulgación literaria, que lo animaba a constituirse en intérprete de principios y verdades. La guerra por la independencia se había consumado. Lo que faltaba era trazar un camino con los valores reciamente forjados en la lucha, consolidados mediante la restitución de la paz, y en esto fue notable la impronta de Fernando Calderón, quien preguntaba en su poema Elegía: “¿Eres tú, triste rosa, / la que ayer difundía / balsámica ambrosía, / y tu altiva cabeza levantando / eres la reina de la selva umbría?”. En esta flor de juventud perdida en tan poco tiempo, el poeta ve también el recuerdo de su amada, personificación de humanidad: “Ven, pues, ¡oh triste rosa! / Pues mi suerte a la tuya es semejante, / burlemos su porfía: / ¡ven, todas mis caricias serán tuyas, / y tu última fragancia será mía”. Esa rosa marchita aún cortada en el jardín ordenado del neoclasicismo, preludiaba ya el talento de quien siguió modelos y supo independizarse de ellos como ocurre en el drama Muerte de Virginia por la libertad de Roma, en el que se aparta de su modelo en poesía: la Virginia de Alfieri, o en La vuelta del desterrado, que deja atrás el mero entusiasmo por las Meditaciones de Lamartine a quien había traducido. Heredia defendía a Calderón frente a la desconfianza con que la crítica literaria recibía las obras surgidas en América, y si bien señalaba algunas fallas menores, lo hacía acreedor al aprecio público por transmitir belleza de primer orden, que condensaba Heredia (1829: 97) en la siguiente fórmula: “El señor Calderón existe, y Anáhuac tiene un poeta”.
En teatros de Guadalajara y Zacatecas continuaron representándose obras suyas. En Los políticos del día, se hace patente su impulso social al opinar. Más tarde, también se patentizaría al actuar, al tomar la carrera de las armas. Siguió las dos grandes vertientes que siempre han enmarcado el tesoro del humanismo ilustrado desde el Renacimiento: las armas y las letras. En el año de 1836 se alista en las filas del ejército liberal. Fue por sus ideas, por sus creencias. Las mereció. Encontró valedero el derramar su sangre por ellas, en momentos cruciales para México, porque se reafirmaban los valores de una nacionalidad realmente inaugurada o cuando menos reasumida a partir de la guerra independentista. Calderón adquiere una estatura singular entre los poetas de su tiempo, un sello legítimo de forjador de identidad nacional. Construyó palmo a palmo el ideal que había empezado a otear en su poesía. Fue herido en un encuentro con la tropa enemiga en Zacatecas, en donde combatió históricamente contra los veteranos de Antonio López de Santa Anna, precisamente en la acción de Guadalupe donde recibió una herida de sable en la cabeza. Más adelante, al asentar su residencia en Zacatecas, no le es permitido reposar serenamente ni por un minuto en el círculo de los intelectuales, siempre temidos del poder, y a causa de ello, es desterrado de esa ciudad y se refugia en la ciudad de México. Lo acompañaron, como a todo exiliado verdadero, el pesar y la pobreza. Sufrió menoscabo en su fortuna, que hasta ese momento era cuantiosa. Pero avecindarse en la capital del México recién lanzado a la aventura de vida Independiente, le fue de provecho. Se hizo amigo de Ignacio Rodríguez Galván y de Guillermo Prieto en la Academia de Letrán.
Fue así como compuso cuatro de sus piezas dramáticas que impregnan con valor literario el arte nacional: A ninguna de las tres, El torneo, Ana Bolena (basada en aquel célebre personaje inglés del siglo XVI) y Hernán o la vuelta del cruzado, una de sus obras más celebradas. En ella se remontó a la Edad Media, recurso típico de evasión romántica en Hispanoamérica; el año mismo en que Calderón la compuso, 1842, Mármol también abordó el mismo tema en El cruzado.
A Ninguna de las tres, para muchos su mejor obra, es una comedia de la que se piensa fue hecha en réplica a la de Bretón de los Herreros: Marcela o ¿cuál de los tres? En ella Fernando Calderón anticipando el género costumbrista critica los excesos del propio movimiento literario al que él pertenecía, el romanticismo, y la educación mal dispensada a los jóvenes de su tiempo, especialmente a las mujeres y, sobre todo, critica a quienes desdeñan lo mexicano, porque les parece inferior a lo extranjero. Se ha observado en diferentes épocas de gestación del ser histórico y social del mexicano que quien viene de fuera trae algo de envidiable, en tanto el que se queda es expresión del oprimido, del que no puede salir, y por lo mismo, es execrable. Cuánto se ha escrito y queda aún por decir de la innegable razón del malinchismo. El extranjero, símbolo de aristocracia y de poder. El oprimido, una persona que por más que luche, difícilmente vencerá, es un vencido, es el dolor de la nostalgia del “México fuera de México”. El autor alude a lugares concretos como el Paseo de las Cadenas, que se hallaba frente a Catedral y era llamado así por las gruesísimas cadenas que iban de un poste de mampostería a otro circundando Catedral. Evoca el paseo de moda, en las noches de luna en que los jóvenes acudían a solazarse yendo y viniendo en tanto tocaba una banda militar. También se recaptura el Coliseo, un teatro existente en México hasta el año de 1822, cuando fue destruido por un incendio. En su lugar se levantó el Teatro Principal, al que también consumió el fuego una década más tarde, y se encontraba en la calle ahora denominada Bolívar. Calderón hace gala de una fidelidad cabal en la recuperación de lo mexicano, impregnando las escenas comunes de la vida, con la pintura un tanto satírica de nobles, caballeros y guerreros con tal animación en el diálogo y verdadero fuego en el sentimiento, como la que se deja ver en obras como Ana Bolena (en la que se ha buscado un trasfondo que lo entronca con Schiller) o El torneo (drama caballeresco con el que el teatro Nuevo México abrió sus puertas en la capital en 1841) y, mientras tanto, el poeta trabajaba en sus composiciones líricas que habían de ser glosadas en el Álbum mexicano.
Hay en el ser del mexicano una ironía, capaz de convertir la muerte en risa y la risa, en mueca absurda. Esto lo recoge el autor reseñado, en la poesía llamada Risa de la beldad que establece:
Bella es la flor que en las auras
Con blanco vaivén se mece;
Bello el iris que aparece
Después de la tempestad.
Bella en noche borrascosa
Una solitaria estrella;
Pero más que todo es bella
La risa de la beldad.
Con respecto a la mujer, en ocasiones se la mira como algo distante, que no se deja querer, “Pero tú, mujer divina, / No naciste para el duelo; / Perteneces toda al cielo, / Y en el cielo no hay dolor.”
El dolor del recuerdo: la nostalgia, la evocación del amor perdido, pueden en este poeta de época, más que el despecho propiamente dicho o la palabrería del rencor:
Prisma brillante, pronto te rompiste:
Ilusiones de amor, habéis pasado,
Y al pobre corazón sólo ha quedado
Una memoria dolorosa y triste.
Todavía tienen para mí las flores
Y del bosque el magnífico ramaje,
Las aves y las fuentes, un lenguaje,
Lenguaje de recuerdos y dolores.
En apoyo de la tesis que hemos venido sosteniendo en este trabajo, de Fernando Calderón como un poeta forjador de identidad nacional, ha reconocido la crítica (El museo mexicano, 1845: 52), que lo mejor del poeta se encuentra en sus poesías patrióticas. La prueba más citada al respecto es su poema Soldado de la libertad, que aun siendo formalmente imitación del poema de Espronceda (La canción del pirata), es prueba de la vitalidad de Calderón y la salud de que goza el Romanticismo mexicano, patente en la exhortación a la lid que el soldado hace a su corcel:
Vuela, vuela, corcel mío
Denodado;
No abatan tu noble brío
Enemigos escuadrones,
Que el fuego de los cañones
siempre altivo has despreciado.
Y mil veces
Has oído
Su estallido
Aterrador.
Como un canto
De victoria
De su gloria
Precursor.
Entre hierros con oprobio
Gocen otros de la paz:
Yo no, que busco en la guerra,
La muerte o la libertad.
En seguida recuerda el momento de la separación de su amada, a cuya pena se sobrepuso pensando en la patria, y tras preferir su trotón y silla al fausto del cortesano, exhorta de nueva cuenta al valiente bridón:
Vuela, bruto generoso,
que ha llegado
El momento venturoso,
de mostrar tu noble brío,
Y hollar del tirano impío
el pendón abominado.
En su alcázar
Relumbrante,
Arrogante
Pisarás.
Y en su pecho
con bravura,
tu herradura
estamparás.
Entre hierros con oprobio,
Gocen otros de la paz,
Yo no, que busco en la guerra,
La muerte o la libertad.
Sobre todo contempló la faz del tirano en Santa Anna. Esa crueldad que, siendo el malvado un gigante, su crueldad igualmente lo es. Pero al tirano, un sueño le es negado: detener su castigo. En el destino sin par de los traidores, de los que han traicionado el alma o el sueño de los pueblos, está la frigidez de no poder hacer verdad el sueño propio, el sueño elemental de ser perdonados. Por el camino de engañar al pueblo, se avanza hacia un destino de donde ya no se regresa, hacia lo imperdonable. Empapado en dicho retrato, el poeta contempla así al tirano:
Parece que escucha
La voz del destino,
Y el trueno divino,
de justo furor.
Sus ojos cansados
Anhelan el llanto;
Mas nunca su encanto
Probó la maldad.
Al cielo levanta
La diestra homicida,
Con voz dolorida
clamando piedad.
Mas no, que ya dada
está su sentencia,
En vano clemencia
Demanda su voz.
Ya tiene con fuego
Marcada la frente
Del vil delincuente,
La mano de Dios.
Calderón conoció en vida las dos facetas del corazón humano, la vileza y el perdón; la vida fue justa con él y le concedió la admiración y protección del general José María Tornel, a la sazón ministro de la Guerra, quien permitió a nuestro poeta regresar al hogar con honores, aun cuando Tornel lo veía como enemigo político en razón de su diferencia de opiniones políticas. Fernando Calderón fue nombrado secretario del Tribunal Superior de Justicia, coronel de artillería de la Milicia Nacional, llegó a ser magistrado y diputado al congreso estatal en Zacatecas, miembro de las Juntas Departamentales y Secretario de Gobierno. Lo que llama la atención es la solidez con la que enfrentó una época en la que se requería redefinir el marco institucional del nuevo modelo de gobierno central, y asumió él mismo, en su persona y en su obra, ese modelo. Una época de la cual se ha apuntado que el problema era más “un modelo que una posibilidad real” (Garza et al., 2000: 44) y en la que tardaba en llegar la unidad nacional; el ejército tenía que participar continuamente para solucionar problemas políticos; apenas apuntaba el desarrollo de una idea nacional, todavía amenazada por la excesiva injerencia de los conservadores y su exclusivo mundo empresarial, orientado hacia la intervención de la economía, idea a la cual responde la creación, en 1830 y 1842, del Banco de Avío y de la Dirección General de Industria, respectivamente. Existe un romance intitulado Adela, escrito por el poeta para uno de sus personajes, Alonso, que parece resumir el sentir cabal, justo y equilibrado de un verdadero soldado mexicano, tipo social posindependentista en busca de su definición que cobró carta de naturalización a partir del siglo XIX preparando el concepto del soldado revolucionario que concretó en el siglo XX. En el citado romance utiliza el poeta el verso decasílabo, lo que lo hace cercano por la forma, al metro que más tradicionalmente identificamos con el modo de hablar de los mexicanos, pues en tal metro está escrito uno de nuestros símbolos patrios, el Himno Nacional Mexicano. Reza el romance:
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¡Gloria! ¡gloria!, palabra sonora,
Que repiten la tierra y el cielo,
Del sufrido soldado consuelo,
De los héroes brillante deidad.
Yo también por tu nombre suspiro,
Que tus alas me cubran espero,
Y en mi mano tal vez el acero
Con celeste fulgor brillará …
Mas si acaso en la lucha perezco,
Bella joven, mitad de mi vida,
De ti sola y mi patria querida
Mi postrero suspiro será.
Ve a la tumba que guarde mis restos,
Y sobre ellos derrama tu llanto;
Mi aflicción y mi acervo quebranto,
Con tu sombra tal vez calmará.
Cuando esta preciosa obra se publicó, los editores felicitaron al autor, porque “su gloria [decían] ilustra nuestra literatura…, porque en la brillante edición de sus obras, se le ha erigido un monumento, digno de su ingenio sobresaliente”. Pero a tiempo de extenderle sus parabienes, lo que es un caso insólito de nuestras letras, los editores añadían: “Y hoy que aún joven el autor, víctima de una enfermedad dolorosa, toca las puertas del sepulcro, en vista de sus obras, cerciorados de su valimiento, amantes de su persona, como sus hermanos, elevamos a Dios nuestros votos por su alivio” (El museo mexicano, 1845 : 55).
Por desgracia sus predicciones habían de cumplirse, toda vez que el poeta Fernando Calderón fallece el propio año de 1845, en la villa de Ojocaliente, resultando así proféticas las palabras que los editores le brindaban al aparecer sus poemas.
El mundo no olvidará su existencial divisa: “Yo no quiero / una vergonzosa paz: / busco en medio de la guerra / la muerte o la libertad”. Pero no sé por qué, hoy como ayer, al escuchar su llamado surge en mí con la fuerza de una premonición, otra vez, quizás, el miedo de sus editores, con el que finalizo esta aproximación a su poesía:
“No permita el cielo que cuando el sol de su gloria se levante, en vez de derramar su luz sobre la frente de nuestro poeta, alumbre únicamente el lugar en que reposen sus cenizas”. Porque en tal caso, volvería a la primer pregunta con la que abrí el ensayo y de la cual, todo toma su título: “¿Eres tú, triste rosa?”
BIBLIOGRAFÍA
Garza, Luis Alberto de la, et al. (2000). Evolución del Estado mexicano. (T. 1, Formación 1810-1910) México: Ediciones El Caballito (Fragua Mexicana 78).
El museo mexicano (1845). (T. IV). México: Imprenta de Ignacio Cumplido. Citado en: Parnaso mexicano: obras poéticas de don Fernando Calderón. En Fernando Tola de Habich (Ed.) (1987). La crítica de la literatura mexicana en el siglo XIX (1836-1894). México: Universidad Nacional Autónoma de México / Universidad de Colima.
Heredia, José María (1829). Miscelánea. Periódico crítico literario, 3.