Iván Foronda Arróniz
Frente a mí, hay una pared blanca, donde cuelga un reloj transparente que cuenta los siglos. Detrás mío, hay unas escaleras caracoleadas que surgen desde la planta baja, pasan por mi habitación, y se conducen más arriba, hasta perderse entre las nubes del cielo. Tal vez estas escaleras no tengan ningún fin, pero lo cierto es que algunas madrugadas baja por ahí la luna, cantando epopeyas, con su gran túnica cárdena y brillante; descansa un rato sobre mi ventana y me mira. Entonces siento una especie de lucidez en el sueño, o una conciencia antigua despierta. Luego continúa su camino hacia la Tierra.
Ayer el reloj marcaba el siglo XVIII. Me levanté, salí de mi habitación y tomé unos pedazos de madera sueltos por el valle. Uno a uno los reuní sobre mis brazos. Los llevé hasta el boquete de costumbre y comencé a tallar la piedra hasta que prendió la madera.
Coloqué mis manos sobre el fuego y un prisma cristalino descendió girando desde las alturas. Se asentó al lado mío y comenzó a hablarme en un idioma que no conocía, pero podía entenderlo. Del centro de su ser floreaban pequeñas partículas luminosas, como si emanaran de una fuente. Yo tomaba una a una y las introducía en mi boca. Quise agradecerle y le ofrecí mis manos como ofrenda.
Para entonces el cielo estaba partido en dos mitades. Una era un claro amanecer, con sus colores rosáceos y azul claro; mientras la otra era un atardecer maduro, con su naranja luminoso y sus alas de bronce extendidas en el horizonte. En medio de las dos mitades, el cielo morado y profundo, acaso el universo entero, sonriendo con toda su vía láctea.
Alcé la vista para contemplarlo y me encontré con interminables ramas de árbol zigzagueando por el cielo, haciendo una gran cúpula en el firmamento, en donde colgaban, como frutos, pequeños hombres desnudos, que iban —uno a uno— deshaciéndose en grandes gotas de agua que se hundían en la tierra fértil de aquel bosque.
El frío había cedido un poco. Abandoné la fogata y me erguí para andar. Al intentar dar mi primer paso hacia el este me desplomé, e inmediatamente comencé a sentir un cosquilleo en los costados laterales de mi espalda, y luego comencé a agitarme y a frotar mis alas. La luna estaba llena. Di un pequeño salto y comencé a volar. Entonces pude hablarle al viento con mi canto profundo, lejano y triste.
Iván Foronda Arróniz (México) lee, observa y escribe. Ha publicado, principalmente, en las revistas literarias Opción y Zarabanda, además de Nocturnario.