OMAR DELGADO
─¡Te digo que no quiero! —gritó la niña desde el patio.
Leticia terminaba de limpiar los platos. Fue acomodándolos en el trinchador uno por uno, contando los que aún estaban en buen estado; la mayoría se encontraban despostillados o presentaban alguna rajadura que al primer mal golpe —alguna caída o hasta por hacer más fuerza de la necesaria a la hora de lavarlos— los quebraría. Al terminar, se secó las manos con el delantal.
─Tráete un sueter, que va a hacer aire.
─ ¡Que no!
─Obedece ─respondió con desgano.
Fue al único sillón de la casa para ponerse sus zapatos de salir. Luego, se puso en pie y montó guardia junto a la puerta. No tuvo que esperar mucho; en unos cuantos minutos, la niña pasó a su lado caminando a trancos y azotando el mosquitero. Leticia echó el cerrojo y se le unió en la calle.
Caminaron mientras veía al sol acercarse en picada al horizonte, derramando su luz como si fuera oro líquido por entre los bordes de las montañas. Como Leticia lo había adivinado, el aire comenzaba a levantar tolvaneras que corrían a lo largo de las calles del pueblo sólo para ir a perderse al desierto. El calor, que hacía imposible caminar por el pueblo en las horas del cenit, había amainado, y ya algunos viejos se aventuraban a salir al solar de sus casas a reposar, a tomar el fresco o a beber una cerveza o un café con leche los más afortunados. Eran muy pocos, poquísimos, sólo los más valientes o a los que la vida ya les tenía sin cuidado, pues todo mundo sabía que, cayendo la noche, las calles las ocupaban aquellos hombres que se habían vuelto los dueños del pueblo. Una de las ancianas, asomando media cara por la ventana, la saludó.
─¿Va con el gringo?
─Ey.
─No se tarden mucho. Hay baile en San Silvestre.
Leticia dio un empujón a su hija, invitándola a apurar el paso. La menor apretó el sueter rojo con la mano como queriéndolo estrangular y siguió caminando mientras arrastraba la mirada. Algunas notas de acordeón se alzaban desde el otro pueblo y, junto con ellas, uno que otro balazo. Leticia sabía que tenía menos tiempo que el de costumbre, pues, cuando había baile, aquellos hombres se dejaban venir como un enjambre. Hombres que observaban sin decir palabra, que llegaban a las tiendas a dar manotazos en el mostrador, que tenían mano rápida para alcanzar la cacha de la pistola que dormía en la sobaquera o la ametralladora que les colgaba al costado; hombres que sólo sabían hablar a plomo, y que eran muy buenos oradores.
─Ándale, no te distraigas ─repitió a su hija.
Caminaron más allá de la traza de las calles, más allá de las casas y se metieron por una vereda que subía hacia las montañas. No anduvieron demasiado, un kilómetro o dos quizá, hasta llegar al pirul en donde se bifurcaba el camino. Era hacia el lado izquierdo, bien lo había aprendido Leticia, pues en la dirección opuesta el camino bajaba hasta las minas. Ahí era en donde estaba su esposo. Como todos los días, como si fuera la primera vez, al llegar al árbol, la niña volvía a preguntar lo mismo.
─¿Y cuándo regresa mi papá?
Leticia respondía con ese mismo encoger de hombros que había hecho su gesto más expresivo, como diciéndole que no sabía y que tampoco le importaba. Lo cierto es que jamás volvería. Una explosión en la mina lo había dejado enterrado junto con otros cuatro mineros, y el patrón no había querido gastar sus centavos en el rescate de unos cuantos huesos quemados. Nunca le había dicho a su hija que él seguía en la mina y que ahí seguiría por siempre. La niña seguro algo conocía, pensaba Leticia. Alguien ya le habría dicho: una viejita chismosa, un niño de la cuadra o, incluso, algún maestro de la época de cuando todavía tenían escuela en el pueblo. De seguro sabía.
Se fueron acercando a la casa del gringo, tan distinta de las del pueblo. El ladrillo rojo, esmaltado, a la californiana, la hacía brillar como un zafiro. La teja perfectamente colocada sobre el techo, las rejas de hierro, curvadas en figuras vegetales, trabajadas con el esmero que sólo el dinero puede pagar. El hombre las esperaba en la entrada, con su sonrisa de dientes parejos y su camisa a cuadros, mojada de los sobacos.
─No quiero, mamá.
─Apúrate, que es tarde.
Leticia la empujó hacia el gringo, quien tomó de la mano a la niña y la condujo al interior. Leticia alcanzó a ver, colgadas de las paredes, las fotos de las demás niñas del pueblo, de las pocas que no se habían llevado todavía los hombres de las pistolas y las ametralladoras. Como en las demás ocasiones, regresó caminando para sentarse en la sombra del pirul, para admirar el ocaso sin que la interrumpieran sus pensamientos ni los vecinos metiches ni los sollozos que de cuando en cuando se escapaban de la casa de ladrillo.