ADAIR ZEPEDA
Muy cerca del pueblo, Tazzo y su joven esposa vivían en una pequeña cabaña dentro del bosque. Para llegar a ella era necesario caminar sobre una estrecha vereda que se internaba entre abetos. El camino continuaba hasta alcanzar un claro, a orillas de un río. El bosque rodeaba por completo la casa, extendiéndose por toda la vista más allá de una ladera que se convertía repentinamente en montaña. A las puertas de ese camino había un frondoso robledal que resguardaba con sus sombras a quienes cruzaran bajo sus ramas. Tazzo era un hombre imponente, robusto y dibujado a la imagen de los antiguos dioses. Por su lado, su esposa contrastaba por los gráciles ademanes que le permitían sobresalir del resto de las campesinas de la comarca con una extraordinaria humildad; la delicadeza era en ella algo tan natural como espléndido. El aire fresco premiaba la mesura material de sus vidas, así como la alegría colmaba su ánimo. La juventud se extendía por sus dulces cuerpos para ofrendar la gala del intenso verano.
Lejos de allí, dentro de las marañas espesas del bosque, se alzaba sobre un páramo yermo, sembrado de afilados pedruscos, un monasterio. No había en él, ni en sus moradores, ningún signo que delatara la orden a la que servían, salvo la hosquedad de sus muros y las largas sombras de las cruces proyectadas a los jardines interiores. La piedra se había vuelto negra por la escasa luz que lograba atravesar la neblina, y la humedad que se condensaba sobre el musgo crecido durante años. También negras eran sus vestimentas. Vivían allí apenas un puñado de frailecillos. Todos ya ancianos, de barbas blancas, con la excepción de uno que a los pocos años de ordenarse y vestir el hábito se unió a ellos. Aquel era un joven que desde la mocedad había creído estar llamado al servicio de Dios, incluso desde antes de haber nacido al mundo, entregándose al estudio estricto de las leyes divinas, y de las palabras de los Padres de la Iglesia. Una vida de precarias, ideal para el florecimiento del espíritu, alejada de la mundanidad de la carne y la ignorancia. Aquel monasterio le cuidaría de las tentaciones del mundo.
En una ocasión a aquel mozo se le ordenó internarse en el bosque para acarrear maderos que sirvieran para secar, y algunos yerbajos que faltaban en la botica. Salió apenas terminar sus meditaciones, temprano. Conforme bajaba por la cuesta del páramo el paisaje se robustecía. Al rato de andar por las veredas, y entre los prados, el fraile se vio embelesado por la majestuosidad de la campiña que le rodeaba. Era un lugar en que los pensamientos florecían del tamaño de los capullos de las rosas, abriéndose a los ojos llenos de luz de manera idéntica. El dosel de las ramas se tejía suavemente en un único techo de hojas suaves. Poco a poco se fue internando en los pensamientos que brotaban en cada abrojo fresco. Absorto en sus contemplaciones recorrió las veredas sin poder detenerse ni siquiera a descansar, víctima de la belleza que salpicaba su espíritu, más allá del zénit, al otro lado del bosque. Estaba fatigado.
El cansancio de la caminata lo alcanzó finalmente bajo la sombra de un cedro, a un lado del río. El agua corría límpida sobre las piedras grises de la orilla del lecho, chapoteando. Los rayos del sol alcanzaban su superficie, rompiendo los haces de luz en centenares de fulgores. Cerró los ojos un momento. Sus pensamientos volvían a él claros y precisos. El reflejo de la luz sobre el agua, el cascabeleo de los guijarros más pequeños, el cargado aroma de las flores, la fina caricia que el viento le prodigaba en el rostro. El fraile quedó dormido al poco tiempo. Y soñó las maravillas que sus ojos habían descubierto.
El ruido le trajo de vuelta. Era un sonido encantador. Al abrir los ojos e incorporarse sobre su costado izquierdo lo primero que vio más allá del río era la encarnación misma de la belleza. Aquella mujer dignificaba la fineza de los mármoles de algunas estatuillas que reposaban en la ermita del claustro. Creyó que seguía soñando. La mujer se desplazaba entre las hierbas golpeadas por el viento, fundiéndose a la profundidad de la escena. Iba y venía a lo largo del patio de la casa, jugueteando con sus manos. El hombre acabo por convencerse de su tangencia; ella le había despertado del sopor. Su juguetona risa le secuestró de lo elevado de sus pensamientos para devolverlo al mundo. Cerca de ella, en una cesta de esparto, se podían ver ropas y demás telas que iban a ser lavadas junto al río. Sin embargo, el peso de la joven sangre, ese ímpetu nato de las doncellas, halló excusa a sus labores en una camada de cachorrillos que retozaban sobre la grama recortada. La mirada de la joven era una lumbrera azul que coronaba la diminuta boca de labios rosas. Un hombre no tenía la capacidad de resistirse a semejante desplante de beldad. Sentado bajo el cedro, permaneció contemplando a la mujer de Tazzo.
La moza tomó el cesto entre los brazos, y del modo más natural se dirigió al lecho del río. No tardó en descubrir la figura del monje sentado bajo el cedro. No estaba muy lejos de la piedra que utilizaba para tallar la fibra de la tela. Aquel era un efebo de cabellos cobrizos, piel tersa, un par de ojos expresivos y al servicio de Dios. La muchacha le saludo respetuosamente, como era debido, con la calidez de sus ojos amables. Si ambos estaban allí, pensó la mujer de Tazzo, ambos podrían hacerse compañía también. Nunca está de más platicar con alguien. El fraile se sacudió de su ensoñación y con una gentil inclinación de la cabeza le devolvió el saludo.
La mujer se arrodilló en al agua después de vaciar la carga del cesto. El hombre de Dios se acercó por el otro lado del río, hallando reposo en unas lajas de piedra que asomaban entre bejucos. Mientras la muchacha sumergía las gruesas prendas de lana en al agua fría, el fraile hacía como si revisara la carga que apenas logró recolectar en un bolso que colgaba de su espalda. Ella le hablo de la sencillez de su vida, acerca de lo agradecida que estaba con el Señor y con su esposo, de la benevolencia de ambos para premiar su buen comportamiento terrenal. Por su parte, él le habló de las escrituras que recién comenzaba a estudiar, del camino que Dios le había escogido para morar entre sus hermanos monjes; tratando de no hablar de la soledad de su celda, allá en el monasterio. Ella lo miraba como si cada palabra fuera una verdad que se revelaba ante sus indignos ojos.
La mujer de Tazzo iba vestida con una blusa holgada de mangas recogidas, reluciente en su pulcritud. Que, si bien no se podría considerar como escotada propiamente, la posición inclinada a la que le obligaba la faena de sacar y meter las ropas en la corriente dejaba ver la redondez de sus senos bajo la tela. Eran una revelación hermosa. Aquella beldad resultaba ser digna comparación con las pinturas o estatuas que haciendo uso de las ninfas romanas se habían vuelto vírgenes en la decoración de las capillas de las casas ricas del país. Aquello no pasó inadvertido para el monje, que seguía cada movimiento que hacía la mujer. Aunque su mente gritara que para él estaba reservada la espinosa vereda de Cristo, y deseaba recorrerla hasta el final, su cuerpo seguía siendo en esencia el de un hombre que nacía a la juventud de la vida. No podía apartar los ojos de la mujer de Tazzo. Iba de su rostro a su cadera, de allí a sus senos, mirando la blanca piel que cubría el agua. Su mente se agitó con extrañas emociones. Estaba perturbado. Sabía que se enfrentaban dentro de él los deseos propios de la carne contra las manifestaciones más cuidadas del espíritu cristiano. Y no podía hacer nada al respecto. Estaba encerrado dentro de su cuerpo, librando una batalla que le superaba.
La mujer de Tazzo era una jovencita educada en la voluntad de atender su casa y al Señor, para que su esposo se desempeñara en los trabajos de la tierra, impulsada por una devoción propia que era superior a las costumbres de la villa. Lavaba los ropajes de la cesta con una tranquilidad inmensa, al tiempo que miraba el mundo a su alrededor, incluyendo al fraile. Era un joven resueltamente simpático, pensaba la muchacha, de marcadas facciones y habla directa. Su vocación era la de hombre santo, sacrificando la mundanidad de la vida de mortal: renunciando a la tentación de los placeres y la duda. Eso lo hacía merecedor de una alta estima. El cultivo de amistades con personas así valía cada momento de distracción sobre los deberes. Ella, tan joven como su cuerpo, cuidaba de cumplir con las virtudes que investían su casa, sabiéndose amada en la calidez de su lecho. A su manera, lo divino le había tocado también. La muchacha continúo su plática con el fraile por largo rato, manifestando la infinita gratitud que rebosaba en su pecho. Era feliz.
El fraile miraba a la mujer apenas poniendo atención a sus palabras; con la sangre agolpándose en su rostro. El calor de la temprana tarde se colaba entre las ramas de los árboles, inquietando el agua. El aire caliente que se elevaba de la tierra se guardaba dentro del oscuro sayal del fraile, incomodándolo, inquietándolo. Sus pensamientos deban vueltas una y otra vez frente a la joven que lavaba del otro lado del río. El puente entre la belleza pura y el aroma de la carne joven se abrió dentro de la mente del hombre, mostrándole las más hermosas ensoñaciones que había visto en su vida: la mujer. Los pequeños pensamientos se transformaron en ilusiones, como cuentan los hombres del desierto. El fraile se abrazaba con sus pensamientos de aquella cadera cándida, desde el vientre hasta la boca, para bajar súbitamente a los misterios de la femenina entrepierna, muy adentro de las vibraciones del agua que los separaba. Las voces de los patriarcas de la Iglesia dejaron de retumbarle en los oídos, disolviéndose con lentitud por la franca vivacidad de sus labios sedientos. La luz que se desprendía desde aquellos ojos azules le llamaba a recorrer la firmeza de sus muslos.
Una fuerza inmensa crecía dentro del pecho del fraile, empujando las salvajes llamaradas de su sangre hasta el espíritu; el vientre se le revolvía en cada rincón, llamando a sus instintos a brotar de las entrañas como lo hacen los retoños en la primavera. El aire que entraba por su garganta parecía más ligero. El fraile sintió por momentos que sus convicciones iban cediendo a la bravura descompuesta de su virilidad masculina, perdiéndose en la cadencia de su respiración acelerada. El mundo exterior le parecía un montaje teatral que se iba quedando quieto. Embelesado por la violencia que despertaba en su estómago, el fraile contemplaba la necesidad de sentir cerca de sí a la joven campesina. Los roces mínimos de los ropajes electrizaban la piel, tan cercanos a una caricia como la de mano humana… femenina. La mujer de Tazzo luchaba con el peso de un manto de lino, salpicándole con suavidad ahora el rostro, ahora el pecho. A cada sacudida de la tela contra la corriente le seguía el bamboleo de su cuerpo, meciendo con suavidad sus pacíficos senos, el ondear de sus cabellos. La piel húmeda de la mujer se extendía desde el borde del río hasta los bajos matorrales del bosque, impregnándolo todo con su perfume. Del otro lado en que estaba, el monje saturaba sus pulmones con aquello.
Cegado por la repentina vitalidad que lo envolvía el fraile fue siguiendo los impulsos que nacían en su cuerpo, más testigo de sus acciones que dueño. Terminó por darle a su cuerpo la libertad que reclamaba, ayudado con las herramientas que la naturaleza había creado en él. Un hombre de fe esconde más secretos de los que puede revelar en la cripta que se le entrega. Los pensamientos le parecían demasiado confusos. Ante él la mística imagen de Eva se levantaba con la fuerza de todo lo que le rodeaba, postrando su belleza a la admiración desnuda del hombre. La campesina era real, al igual que lo era su cuerpo, y su tibia saliva, tan tangible como cruzar el río y tocarla. El fraile miraba a la mujer con cautela, tratando de no delatar ningún movimiento brusco bajo su ropaje. Respiraba con turbulencia. Los movimientos eran precisos y fuertes… hasta que una leve oscuridad comenzó a trepar por detrás de sus ojos, como si se desvaneciera. El vientre pareció explotarle cuando la semilla de la virtud salió liberada de su cuerpo. La esposa de Tazzo se encontraba entregada a plenitud a las labores de la casa, dejando meditar al fraíle todo el tiempo que quisiera, ajena a los pensamientos de su acompañante, ajena toda ella.
Las voces de los patriarcas volvieron a cobrar fuerza, lentamente. Trayendo sobre él miedo y vergüenza. Cuántas veces no le fue advertido a través de las voces de los cardenales, o los pulcros libros de la doctrina, que se cuidara de la influencia de aquellas demoniacas criaturas que eran las mujeres; herederas de los caprichos monstruosos de Lilth, la ramera; portadoras del goce maligno que corrompe, perdedoras de mártires; aquellas que arrastran al hombre junto a las bestias con la blasfema promesa de su cuerpo, indebidas; dueñas de la lujuria, portadoras del pecado entre las piernas. Y él había fallado a la prueba. Débil como hombre, y más débil aún como siervo de lo divino. La criatura que tenía delante lo había seducido, humillado, apartado de las virtudes de la santa diligencia. Era culpa de la mujer, la puta de Babilonia. El triunfo de la encarnación de Lilith habitaba esa campiña, donde la mujer de Tazzo lo había condenado.
El fraile pensó en la clase de argucias que aquella despreciable criatura había empleado para alejarlo de la piedad del Señor, poniendo la tentación en su cuerpo. Recordó de memoria los salmos y los tratados que prevenían de esas oscuras artes, buscando con exactitud las más apropiadas para expiar su culpa. Sin embargo, el miedo se apoderó de él mientras trataba de proferir las palabras de castigo que debían caer sobre la joven, para descargar su culpa en los hombros de ella; lo que halló del otro extremo de la rivera fue una mirada tan inocente que sólo podía ser obra de Dios. A través de ella la naturaleza rebosaba de bondad, como un signo de abnegación pura. El aire se hizo espeso. El fraile sintió que se derrumbaba. Las piernas le temblaron con rabia, como si la piedra sobre la que estaba se lo quisiera sacudir de encima. Miro a la mujer con desesperación, y encontró en ese rostro las facciones de las imágenes santas que coronan los atrios de las iglesias, la honestidad de los santos que no proferían nunca una queja. El demonio que estaba entre ellos no era amo de la campesina, sino la vileza del mortal confundido. Su impureza lo estaba consumiendo. El terror sustituyo todo trazo de placer. Era indigno de los hábitos que vestía, de las enseñanzas de los patriarcas. Corruptos los áureos blasones, era indigno de misericordia.
En cuanto la mujer de Tazzo terminó de acomodar las prendas mojadas de nuevo en la canasta, se preparó a tenderlas. El monje, avergonzado hasta la náusea de sí, aprovechó que la mujer le dio la espalda para alejarse por entre los árboles por los que había llegado a gran velocidad. La mujer le vio correr mientras colgaba una camisa para secarla al sol. Pronto desapareció en la espesura del follaje. El hombre corría como si hubiese visto el rostro de un terrible demonio reflejado en el agua.
Zepeda Villarreal, Ernesto Adair. (Texcoco, México, 1986) es economista y M. C. Es director de Ave Azul Editorial (aveazul.com.mx) y editor del Colectivo Entrópico. Obtuvo el XVI Premio Nacional de poesía Tintanueva 2014 y el Primer lugar del III certamen “Buscando la Muerte” del Centro Cultural Mexiquense Bicentenario, 2014. Algunas de sus publicaciones más recientes son: Reminiscencias (Tintanueva, 2014; Ave Azul, 2019); Raíces bajo las rocas (Alja Ediciones, 2016); Hipérbole del hecho (Ave Azul, 2019); Estatua de fuego (Ave Azul, 2019); y Pensión de las olas (Ave Azul, 2019).