STIVALEIT GUERRERO
Hoy es jueves seis de octubre del dos mil dieciséis. Son las veintiuna horas con dieciocho minutos. Tuve que cambiar de computadora porque mi laptop no tenía batería y no encuentro el cargador. La línea principal decía en mi laptop veintiuna horas con doce minutos. Soy bastante lenta. Hoy es mi cumpleaños.
Qué chistosa composición de palabra: cumple-años. Estaré trastornada pero a mí nadie me viene a decir qué hacer con mi vida. ¿Qué es eso de andar exigiendo responsabilidades? Cumple con los años me suena a madurar. No hago más que madurar. Me paso la vida madurando. ¿Hasta qué grado puede uno madurar? ¿Cuándo me dan mi certificado?
Estaba en la cocina poquito antes de las veintiuna horas, hirviendo el agua para tomarme mi café trasnochador.
Guácala
¿Qué? ¿Mi paleta Payaso?
Sí. Qué asco. ¿Por qué comes eso a esta hora?
No tiene nada de asqueroso. Además, puedo hacer lo que sea por hoy. A que no adivinas por qué.
¿Por qué?
Adivina.
¡Estás embarazada!
No.
¡Ya tienes novio!
¿En serio no tienes idea? ¡No tengo novio! ¿Y por qué eso me daría la libertad de hacer lo que quisiera?
No sé.
Hoy es mi cumpleaños.
No.
¡Que sí! ¿No viste los mensajes del Whats? ¿En el grupo de la familia? Ahí me felicitó mi papá.
No vi nada. No te creo.
¿Por qué no? Te estoy diciendo que ahí está la prueba.
Mi mamá no hizo ni dijo nada.
Porque no me quiere.
Se levantó, vino hasta mí y me dio mi respectivo abrazo. Felicidades. Regresó al comedor.
No es cierto, no es mi cumpleaños.
No miento, abrió la boca como si le cupiera el universo adentro, y se le salió una queja en ¡oah!
Reí lo que no había reído en todo el día. En toda la semana.
Es broma. Sí es mi cumpleaños.
Ahogándome en risa me subí a escribir ésto.
*
Curioso me parece que la vida siempre resulta ser alguien. Al menos para mí. Yo ya no sé si el amor me salva, o si yo lo salvo a él. Sólo sé que me mata con lentitud, y yo lo mato en un santiamén. Esa maldita mujer me está destripando. Anoche me dormí pasaditas las doce, sólo para ver si me felicitaba iniciando el seis. Hoy me voy a dormir y ni un pinche mensaje de ella. Ah, cómo la odio. Por otra parte, no sabría qué decirle si me escribe. No sabría si reclamarle o hacerme la loca otra vez. A estas alturas ya no me importa perderla. Ya la perdí. Lo supe desde que nos conocimos. La María. Maldita María. Ya no puedo rezarle al cielo porque pienso en ella.
El día anterior lloré. Lloré todo el día. Le lloré todo el día a la maldita María. La quiero. Quiero a mi María. ¿Cuántas veces tendré que escribirlo en este libro para que se le quede grabado? ¿Cuántas veces tendré que escribir que le lloré todo el día a la maldita María porque la quería?
La imagino en su habitación asquerosa. Los Gregorios, por supuesto, no entran ahí. Es recinto sagrado. Hasta ellos están enterados. Sin embargo, huele bien. En realidad su habitación no es asquerosa. Sólo lo son el baño, la cocina, el pasillo, la entrada y el comedor. Ah, también hay otro cuarto que es de su hermano. No sé cómo sea de asqueroso ya que permanece cerrado.
Ahí se encuentra, semidesnuda, probablemente leyendo o perdiendo el tiempo en internet. Debería estar haciendo su tarea. Es una niña. Tiene sólo veintiún años con dieciocho minutos. No tengo ni pinche idea de cuándo sea su cumpleaños. Algún día de enero. Lo sé porque vi algo así en internet. ¿O era de diciembre? Yo le dije mi fecha desde un mes antes. Estando en sus brazos me preguntó qué le iba a regalar para mi cumpleaños. Sonreí.
¿Qué quieres para mi cumpleaños?
No dijo qué quería.
El café me pasa pesado por la garganta al imaginarme que está hablando con mi vecina. A esa sí la odio sin remordimientos ni pesadez. Le tengo apego por María. La vecina es la causa y yo soy el efecto. Aunque María diga que todo gira en torno a la vecina. No se da cuenta de que el efecto soy yo. A mí me llegan los putazos de ambas. Estoy tan adherida como una y como otra. Sólo que la vecina no lo sabe. Y María no quiere aceptarlo.
Hace rato mientras me bañaba deseé con todas mis ganas que la vecina muriera. Luego me sentí mal. Y luego no me importó, porque a fin de cuentas, no sucederá. Es más, creo que hasta le di más vida a la desgraciada. Claro que, si la vecina muriera, por pura terquedad, María la santificaría. Qué necedad, Dios mío, qué pinche perversión.
La mía. Mi perversión. Porque todavía no termino con una y ya estoy pensando en la siguiente víctima… que siempre termina siendo yo.
Vi a un chico en la estación de autobuses de Orizaba. Él había subido en Córdoba pero el antojo de un desayuno azucarado le ganó a la comodidad. Cuando yo subí al autobús, él también. Iba con su panqueque de chocolate. A mí se me antojó él. Ojos verdes, piel canela, dirían mis tíos Los Panchos. Me saludó, aunque estoy segura de que no conoce mi nombre. Y luego, en el autobús, cuando se dirigía al baño y yo babeaba mi hombro derecho, me sonrió. Juro que regresé la sonrisa simpática pero ya me ha pasado que todo se ve más bonito en mi mente.
Resulta pues que este chico estudió con varias amigas mías y comencé a preguntarles por él. Que nadie sabía nada en específico, todo muy vago. Que él ahora vive en la Ciudad de México. Bien. Que no saben qué tipo de mujeres le gustan porque nunca le han conocido una novia. Puta madre. Lo más fácil sería que fuera bi.
No entiendo esas cosas de querer encasillar todo y a todos. ¡Maldita sea! ¡Pueden llamarme pera y yo sentirme manzana! O sentirme pera porque me gusta la palabra. Me siento más pera por perra y no manzana por enana. A una de mis informantes amigas no le gustó mi indiferencia a su sexualidad. ¡Si tan sólo más gente se enamorara de las mentes!
Resolví dejarlo al destino. Pero eso sí, me pasé un buen par de horas en el chisme del fulano. Había decidido desde la mañana usar mi único día en lo que más amaba hacer: perder el tiempo.
Mi vida probablemente estaría mejor estructurada y sería más eficiente sin tantas redes sociales. ¿Qué es la eficiencia en la vida, anyways? La que ahora me tiene colgada es Instagram. Puedo pasar horas mirando fotos de personas que nunca conoceré. Cerré mi Facebook porque no soporto ver a las personas felices en proyectos concretados, en casas compradas, en embarazos planeados. Me parece increíble que sigan luchando. Son todos unos adultos. Mis contemporáneos son más adultos que los adultos. ¿Dónde consiguieron su certificado? Sí puedo compartir su felicidad. En verdad que sí. Ojalá más personas pudieran cumplir sus sueños. ¿Pero y yo? ¿Dónde quedo? ¿A quién le presumo qué? ¿A quién le interesaría saber de mí? ¿A quién chingados le escribo? ¿Quién chingados me va a leer? ¿Quién va a leer esto?
Para María. Ni te lo mereces, pero quiero que te sientas obligada a leerlo. Es lo menos que puedes hacer.
*
Mamá me dijo desde el cinco que debía llevarla a casa de una de sus amigas para supervisar un taller de oración en otra parte de la ciudad que no conocía. Así que hoy, seis, desperté a las ocho y media, porque supuestamente debía estar en ese lugar a las nueve. Pues dieron las nueve y yo, en el colchón de la cama adjunta a la de mi hermano, deseé morir. Media hora de cumpleaños y ya no soportaba el sofocamiento de saber que ni la muerte me quiere. Llegamos a las nueve y media. En realidad debían estar en el lugar a las diez. Mamá me mintió.
Mamá me abrazó y me felicitó con entusiasmo antes de irnos a su reunión. Le pregunté quién le había recordado. Si acaso había sido papá.
No. Estuve muy al pendiente de que no se me pasara. El mes de las brujas es tu mes.
Sí. Soy una bruja. Pensé que no lo recordaría. Tengo poderes mágicos. Mando a la gente a la chingada y se me regresan las maldiciones, lo que significa que los anatemas sí salieron de mí hacia ellos. Aún no sé bien cómo dirigir estos esfuerzos.
Mamá, hay un post-it en el refrigerador que dice que hoy, jueves seis de octubre del dos mil dieciséis, debes hacer una llamada. No se te olvide porque papá te cuelga. Nos cuelga a ambas.
Papá llamó antes de salirnos de casa. Es increíble el don que tiene para llamar en los momentos menos adecuados. Por estar echada en la cama odiando mi existencia, no me peiné. Estaba con el peine en una mano y con el teléfono en la otra, tratando de no calabacear mi habilidad mediocre.
El pinche café se me pasa mal otra vez por la garganta. Papacito, perdóname. Qué asco de hija soy. Ni siquiera pude concentrarme en tu mensaje tan bonito. Me ha dicho que está muy feliz de que yo esté aquí. Que le he dado más alegrías que corajes. Soy una malagradecida. Le he alegado que siempre le he dado alegrías. No es cierto. No sé qué me ha respondido. Después lo ha repetido porque al parecer, no me entra en la nuez que tengo de cerebro: que le he dado más alegrías que corajes. Gracias al cielo (María). Felicidades, felicidades.
Papá, ya te dejo porque se nos hace tarde y no me puedo desenredar la cabeza con una mano.
No me puedo desenredar la cabeza, así tuviera mil manos.
*
Después de darle ride a mi madre, me fui manejando muy despacito hasta la casa. La abuela me ha dicho que fui muy rápida. Quería irme a dar vueltas, pero no sabía ni a dónde. Y no tengo licencia. Siempre el problema de la licencia. Qué dejada soy.
En el coche pensaba que sería muy gracioso que por fin se me cumpliera mi deseo. Chin, pero ese bonito deseo no se puede subir a Instagram… no todos lo comprenderían. Sería gracioso, hay que admitirlo. Incluso la mañana estaba soleada. No había mucho coche. Se respiraba calma.
El día anterior pensé que también sería gracioso un día antes de cumplir años. Así ha sucedido. Un montón de veces escucho que dicen “y tan sólo a dos semanas de su cumpleaños…” o más dramático: “en dos días cumplía ya su tercera década…”. O así dicen. Lo que no me parece es que fuera en el veintiséis, porque el veintiséis no tiene nada de especial. Especiales son los números terminados en cinco o en cero, hablando de edades.
Desayuné con la abuela. Tenía pensado ver una película en Netflix pero ella comenzó a hablar. No me siento mal de no haber puesto atención. Hasta la parte en que decía sobre uno de sus nietos más chicos, comencé a escuchar. Que el pobre niño no dormía en las noches porque se la pasaba jugando con su papá. Su papá, mi tío, murió poquito después del nacimiento de mi primo.
Sí que le presté atención después de eso. Pero ahora que son las veintidós horas con cincuenta y dos minutos, ya no recuerdo qué fue lo demás que me contó. Bonita memoria.
Cuando regresé de correr, a eso de las ocho de la noche, entré a mi habitación donde se queda ella desde hace dos semanas, y la encontré orando. Quise pedirle que le pidiera a Dios por mí. Quise. No terminó su oración.
Mija, me acabo de dar cuenta que no te felicité por tu cumpleaños.
Escuché tempranito que mamá le decía que hoy era mi cumpleaños. ¿Y luego? ¿Qué estás esperando?
Me deseó muchas bendiciones. Le dije que me hacían falta. Siempre digo eso. Soy una egoísta. A ver, que alguien me explique cómo funciona este asunto. Si me ofrecen bendiciones, ¿se quedan ellos sin las bendiciones? Ya sé que se regresan. Ya sé el karma qué eficaz es. Pero para que algo salga puro de uno, tiene que abandonarlo. Ah, y lo que más me causa conflicto no es mi tergiversación de todo sino que luego yo misma me contradigo. No creo que las maldiciones se vuelvan realidad, por eso las escupo como si me las pagaran. En cambio, las bendiciones las mendigo sin esfuerzo. Se me hace que hay una maquinita invisible de esas de palanqueta, en las bocas de los que conozco, donde se forman las bendiciones. A mí nada más me instalaron las malas palabras. Sólo así se puede explicar esto que no tengo. ¿No les parece demasiado el reventar bendiciones a lo loco? Uno tiene que ganárselas. Por eso maldigo bastante. Las maldiciones se conquistan fácil. Qué bien funciona mi maquinita.
Me acerqué a abrazarla. Estaba sentada en la cama. Me cantó las mañanitas, a esa hora, y me dijo que estaba rechula. Me dio un regalazo.
Se suponía que íbamos a ir por un par de pantalones de mezclilla, que ya me hacía falta. Sería el regalo de mi abuela. También me hacen falta calzones pero esos ya serán para Navidad, me imagino. No quería aceptar el regalo por dos razones. Una es un secreto, y la otra, muy sencilla, es que durante el desayuno, mi abuela se quejó conmigo de que los pasados meses estuvo privándose de un montón de cosas para poder comprar las placas del taxi que tiene ahora. Que no comía, me dijo. Y que el dinero que ahora sí tiene lo quiere invertir en sus productos de Omnilife que ya tanta falta le hacen. Que no la hubieran operado de la catarata del ojo si se los hubiera tomado.
A las doce regresó mamá pero yo no estaba lista porque estuve jugando con los perros en lugar de arreglarme. Tomé rápidamente una ducha y, ya estando más o menos decente, me fui con ella a pagar la beca que me dio la universidad donde estudié. No diré el nombre porque tengo miedo de que me rastreen y me demanden por difamación (¡son capaces!). Aunque no es la primera vez que me quejo a puerta abierta. Me gradué en el 2012 (diciembre) y a la fecha sigo pagando el crédito. Mejor hubiera sido pagar la colegiatura completa pero mis papás son de raíces rancheras y con cualquier cosa que se puedan parar el cuello, se ponen contentos. Tampoco tiene nada de malo aprovechar el fruto de su trabajo arduo. Sólo opino. Incluso, si a esas vamos, más fácil hubiera sido que no estudiara en esa escuela tan cara. O quizás en ninguna privada. Tampoco es que las de gobierno estén tan mal… ni que entraran en paro a cada rato… ejem…
Pues de pagar la beca nos pasamos al Walmart. Que si quería un pedazo de pastel, me preguntó mi mamá. Negué. Ni ella ni yo podíamos creer que rechazara el azúcar. En fin, de ahí, se nos acabó el tiempo y tuvimos que ir por mi hermano a la escuela. Estudia Contaduría Pública y Finanzas. En algún momento estuvo en la misma universidad que yo, pero esa es otra historia. Regresamos a casa sin pantalones de mezclilla y con los mismos calzones agujerados. Al menos yo.
Ya íbamos llegando a la casa cuando pedí un té helado de la tienda. Se me había olvidado en el supermercado. Se me antojaba por el calor, sí, pero la realidad es que quería exigir mi derecho de hacer lo que yo quisiera este día. Mamá regresó a la tienda. Me sentí importante mientras mis dedos buscaban la lata entre los demás refrescos. Apuesto que la lata se sintió importante también. De mango, no de sandía.
No pude aguantar el hambre y me comí la pasta de coditos que compramos en el supermercado. Mamá asaba los bisteces, hacía el agua de papaya, acomodaba la mesa. Yo puse los cubiertos, que después mi abuela no usó. Me molesta regañarla cuando come. A ella le molesta que la regañe. No sé si sienta vergüenza de que la regaño. ¿Pensará que la estoy ridiculizando? Mejor aquí en la casa y no en los restaurantes. Mete los dedos para cortar la comida con el tenedor. No usa el cubierto. Se embarra toda. Mamá hacía lo mismo. De hecho, muchas personas lo hacen y no se dan cuenta. Muchas otras personas son ególatras y piensan que son perfectas. Dicen las cosas sin pensar. Critican. Y tampoco se dan cuenta.
En la tarde por fin pude terminar de ver mi película: Forrest Gump. Un clásico. Cuando era joven había visto sólo partes del filme. Ya que a mi María le gustaba tanto hacer referencias a ella, decidí echármela completa. La película.
La empecé en la mañana, después de echar a lavar la ropa blanca y de jugar un rato con los perros. Estuve vociferando a todo pulmón las coplas de las Verónicas. Pienso que quizás si tomo clases de música, no me respondan tan feo mis mascotas cuando canto.
*
Me fui a dormir después del asterisco. Estuve leyendo cosas en Memes Literarios (con la cuenta de mi hermano) y en la revista Marabunta. Con los memes me idioticé. Hoy desperté y ya abrí mi cuenta otra vez. Veinte minutos estuve perdiendo al ver lo que la gente bonita en mi muro hacía. Ayer debía haber terminado este reporte.
La noche del seis, cuando salí a correr pensé que quizás comenzaría a llover. Pensé que sería gracioso pisar el agua, resbalar y romperme la cabeza. El mero día. Graciosísimo. Pero no sucedió. No llovió.
Durante el camino hacia mi casa me encontré con una iglesia. O me encontró. Ninguno de los dos había existido ahí antes. El Santísimo estaba expuesto. Me molestó que había un fulano hablando al lado del altar y con micrófono. No sé por qué entré, pero entré. Y me senté hasta atrás. Bloqueé la voz del hombre. O lo intenté por unos dos segundos. Ya no recuerdo qué dije. Me sentí hipócrita, aunque era Él quien debía sentirse así. Yo no pedí nacer pero soy tuya porque ya no tengo nada que perder. Dejé de hablar. Por unos momentos ya no pensé en nada. Deseé con todas mis fuerzas ser nada. Incluso ahora siento que debería ahondar en este episodio del día porque fue algo muy intenso. Sentarme ahí sin pensar, sin hablar, sin sentir. Pocas veces puedo serenar mi mente. Pero no me salen las palabras. No sé cómo describirlo. ¿Merece más palabras?
En casa me encontré con la sorpresa de que mamá había traído tres pambazos. Uno de ellos se lo comió mi abuela y los otros dos estaban destinados para mi hermano. Tuve que detenerlo al bocado para que me convidara uno. Lo hizo. A mamá se le olvida que yo también como.
¡Mami! ¿Hiciste la llamada que debías hacer?
¡No! ¡Se me olvidó!
Ya estoy escuchando los regaños de mi papá.
*
El seis me acabé los pulmones mientras tendía la ropa. Me acabé los ojos al ver la película. Me acabé los pies mientras corría. Me acabé la esperanza contando los minutos y las horas. Pero no me pude acabar la vida todavía.
Saqué la paleta Payaso que compré antes de pasar a la iglesia y puse el agua a hervir para prepararme mi café.
Job well done,
standing ovation.
Yeah you got what you wanted,
I guess you won.
And I don’t wanna hear,
they don’t know you like I do.
Even I could’ve told you
but now we’re done.
‘Cause you play me like a symphony.
Play me till your fingers bleed.
I’m your greatest masterpiece.
You ruin me.
The Veronicas
You ruin me.
Son las diez horas y todo sereno.