ROBERTO GARCÍA BONILLA
Segunda parte
Antonio Alatorre (1922-2010) fue uno de los hombres de letras en México más prestigiados de la segunda mitad del siglo XX dentro y fuera de la academia. Fue ensayista, filólogo, crítico literario –autor de una docena de libros, el más popular, Los 1001 años de la lengua española (FCE, 1979)- y traductor de más de treinta libros del latín, francés, inglés, alemán, portugués e italiano.
A continuación se presentan dos encuentros con el autor de El brujo de Autlán. Realizadas hace dos décadas cuyas versiones completas aparecen por vez primera ahora en Nocturnario.
II
MIRADAS DE LA MEMORIA *
El filólogo y profesor Antonio Alatorre es una referencia esclarecedora sobre Juan Rulfo y su novela Pedro Páramo, pero él evita hablar con ligereza sobre todo si sus palabras quedarán impresas. Al pedirle que recuerde el origen de su amistad con Juan José Arreola, quien una tarde de 1944 -tal vez 1945- lo llevó a conocer a un “personaje chistoso” llamado Juan Rulfo, responde que cuanto puede decir del escritor, nacido en Sayula y no en San Gabriel, lo escribió en un artículo publicado en la revista Umbral de Guadalajara: “Cuitas del joven Rulfo burócrata” (Alatorre, 1992), basado en documentos del expediente de Rulfo en la Secretaría de Gobernación, que alumbra sobre la trayectoria laboral del escritor entre 1936 y 1944. Y la antología Obras de Juan José Arreola (1995) recoge una conversación entre Arreola y Alatorre donde rememoran, sobre todo, sus encuentros en los años cuarenta cuando juntos hicieron la revista Pan. Alatorre, al final, acepta hablar sobre su infancia y juventud; deja destellos de su convivencia con el autor de Talpa y su profunda gratitud a Arreola; además revela algunos detalles del mito Rulfo y la gestación de la novela que le diera una fama “que lo perjudicó, paralizándolo para seguir escribiendo, porque lo siguiente tenía que ser un súper Pedro Páramo…”
¿Dónde nació usted y dónde hizo sus primeros estudios?
Bueno, yo nací en Autlán de la Grana (1922), no lejos de San Gabriel y Sayula. A los 12 años me mandaron a estudiar con unos religiosos (Misioneros del Espíritu Santo). Mis padres veían mi afición a la lectura, pero estaban en la ruina; y esa educación era gratuita. Yo no quería ser cura, pero de ninguna manera me arrepiento de haber aprendido allí latín, griego, francés… Además, aprendí a tocar piano. Dejé el seminario a los 20 años y me fui a Guadalajara, comencé a estudiar Derecho no porque tuviera ganas de ser abogado, sino porque era lo único relacionado con los libros. Como yo estaba en estado de “disponibilidad”, fui un alumno brillantísimo. El profesor de Derecho Civil, me auguró un lugar prominente en la jurisprudencia. Me aterró oírlo.
¿Cómo conoció a Juan José Arreola?
Terminé mi primer año de Derecho, y en las vacaciones un compañero que escribía, Alfonso de Alba, me dijo que había chamba en El Occidental, un periódico de mala muerte, típicamente reaccionario. El director del periódico, Pedro Ramírez Vázquez, buscaba gente joven que se contentara con quince pesos por artículo. A mí me dio la chamba de hacer la “página del agricultor”, los martes. Alfonso de Alba me dijo: “En El Occidental vas a conocer a un tipo muy chistoso que se llama Juan José Arreola (Cd. Guzmán, Jalisco, 1918)”. Conocí al tipo chistoso y me sedujo, nos hicimos amigos instantáneamente, y muy pronto me dio a leer su cuento “Hizo el bien mientras vivió”, publicado en la revista Eos (1943). Arreola hacía en el periódico “La página literaria”, a base de números viejos de Revista de Revistas y yo hice lo mismo, con tijeras y engrudo, a base de números viejos de una revista de agricultura que se llamaba creo, La Hacienda. Como estaba muy entusiasmado, me lancé incluso a escribir comentarios sobre la situación de la agricultura. Pero lo mejor de esta experiencia fue conocer a Arreola.
[En cuanto a su encuentro con Rulfo, Alatorre dice en “Cuitas del joven Rulfo, burócrata”:]
“…El Rulfo a quien conocí en Guadalajara en 1945 -o quizá ya en 1944- trabajaba en algo vagamente relacionado con Aduanas. La verdad es que ni Juan José Arreola ni yo supimos nunca qué diablos hacía Rulfo en esa tétrica oficina donde íbamos a platicar con él. Nunca se lo preguntamos, quizá por la sencilla razón de que nunca lo vimos ocupado en asuntos oficinescos, y lo que había en su destartalado escritorio eran novelas. Desde luego, sus labores no eran agobiantes” (Alatorre, 1992).
¿Cómo eran las reuniones con Rulfo y Arreola?
Después de que Arreola me presentó a Rulfo, lo veíamos con frecuencia porque su oficina estaba cerca de El Occidental; sólo teníamos que caminar unos pasos. Platicábamos sobre cualquier cosa, sobre libros, etcétera. Rulfo hablaba poco. Recuerdo la gran sorpresa que nos causó a Arreola y a mí saber que ese personaje silencioso y curioso escribía. A partir de ese momento la relación cambió. Rulfo, después de ver el primer número de la revista Pan (1945) que hacíamos Arreola y yo, nos dio un cuento, “Nos han dado la tierra”, para el número 2. Mi relación con Rulfo no fue íntima; él fue siempre muy cerrado.
A fines de 1945 se fue Arreola a París, invitado por Louis Jouvet (Francia 1887-1951), que había estado en Guadalajara en 1944. Con un francés aprendido en películas francesas se hacía entender, y Jouvet quedó cautivado por el entusiasmo de ese muchacho. Sin más, le dijo: “Usted se va a París a estudiar teatro conmigo”. Arreola se fue, pero sólo aguantó tres meses. El número 6 de la revista Pan no está dirigido por Arreola y Alatorre sino por Alatorre y Rulfo.
¿Recuerda algo particularmente de esos días?
Rulfo vivía en una casa muy acomodada en Guadalajara; un tío o una tía le habían dado su vivienda aparte; era un cuarto amplio e independiente -separado de la casa por un jardín-; estaba muy arreglado y limpio. Recuerdo sus libros muy bien acomodados en el librero. Era fanático de novelas: Fiódor Dostoyevsky (Moscú, Rusia, 1821 – San Petersburgo 1881), Ivan Alexeievich Bunin Voróznez, (Rusia, 1870 – París, Francia,1953), Hermann Hesse (Calw, Alemania, 1877 – Montagnola, Suiza, 1962), Knut Hamsun (Noruega 1859-1952)…, pero sobre todo autores gringos: John Ernst Steinbeck (California 1902 – Nueva York 1968), John dos Passos (Chicago 1896 – Baltimore 1970), William Faulkner (New Albany, Mississippi, 1897 – Byhalia, Misisipi, 1962), Willa Cather (recuerdo La muerte viene al arzobispo). En una de mis visitas me invitó a oir música. La música para mí siempre ha sido muy importante, pero en Guadalajara estaba muy en ayunas ¡Qué piano ni qué nada! Yo era muy pobre, igual que Arreola. En cambio Rulfo vivía como burgués: ¡tenía tocadiscos! Entonces, me puso un aria del Mesías de Haendel, cantada por la contralto Marian Anderson (Filadelfia 1897 – id 1993), muy famosa en esos tiempos. Yo conocía la música, pero nunca la había oído cantada. Recuerdo que se me salieron las lágrimas; muy apenado, me oculté para que no me viera Rulfo, pero él se dio cuenta y me dijo: “Éjele, ya te vi… se te salieron…”. Los dos nos reímos. Después, recién casado, en 1948, Rulfo se vino a México y nos seguimos viendo, pero sin mucha frecuencia. Durante los últimos años él fue un personaje muy alejado. Cuando nos llegábamos a encontrar, un gran abrazo, pero nada más.
¿Usted cómo llegó a México?
Guadalajara sin Arreola, no era soportable. Aunque ya me habían dicho que en El Colegio de México no había estudios de literatura, me vine a México a lo loco. Me matriculé en Filosofía y Letras. Recuerdo a dos compañeras: Cayito Castellanos (Ciudad de México, 1925 – Israel, 1974) y Rosa Castro (Venezuela, 1920).
En una ocasión que yo estaba platicando con don Alfonso Reyes (Monterrey, México, 1889 – Ciudad de México 1959) pasó Daniel Cosío Villegas (Ciudad de México 1898 – Ciudad de México 1976). Don Alfonso lo llamó y le resumió mi historia. Cosío me preguntó si me interesaba ser abogado. “No, para nada”; “Entonces ¿para qué sigue estudiando?” Don Alfonso intervino: “Pero, Daniel, ya está en tercero…, y además un papel es un papel”. Después de un silencio, Cosío dijo: “Mire, Alfonso, usted y yo somos abogados, ¿quiere decirme para qué carajos nos ha servido?” Me impresionó a tal grado la palabrota, que no volví a poner un pie en la Facultad de Derecho. Además, Cosío me invitó, sin más, a trabajar en el Fondo de Cultura Económica. Fui el primer mexicano en el Departamento Técnico. Hasta entonces sólo habían estado esos españoles que fueron los cimientos del prestigio del Fondo: Joaquín Díez Canedo (Madrid, España, 1917 – Ciudad de México 1999), Eugenio Imaz (San Sebastián, España, 1900 – Veracruz, México, 1951), Luis Alaminos Peña (Granada, España, 1902 – Ciudad de México 1955), Julián Calvo y don Sindulfo de la Fuente… Prodigiosos personajes.
¿Y qué pasó con Arreola después de su regreso de París?
Arreola se fue a París por diciembre del 45 y regresó hacia marzo o abril del 46 todo jodido; con la admiración que yo le tenía, lo recomendé con don Daniel Cosío Villegas en el Fondo de Cultura; me dijo, “traígaselo”. Arreola hace muchas ironías sobre su paso por el Fondo porque hacía mucho alboroto; con frecuencia le llamaban la atención por ser muy platicador. Pero lo que hizo lo hizo muy bien. No duró mucho. Pronto comenzaron sus ires y venires. Esos años de Arreola son imposibles, yo creo que nadie tiene el registro cronológico de sus viajes y recorridos. “Ahora nos vamos a Zapotlán”, por ejemplo. Una de sus aventuras fue una granja para gallinas. “El negocio es bueno”, me comentaba. Todo fue un fracaso. Luego regresa a México sin dinero. Al mismo tiempo está metido en el taller de la revista Mester. Creo que Arreola, es una de las figuras centrales de la literatura mexicana del siglo XX, entre otras cosas, por lo que hizo por un montón de gente, como Vicente Leñero (Guadalajara, México, 1933), que ahora llenan la literatura mexicana y que tanto le deben. Arreola los guió, los ayudó. Se entregó a ellos. Sin él, la literatura mexicana del siglo XX sería otra cosa.
¿Y cómo fue su amistad con Arreola a lo largo de los años?
La amistad con Arreola fue para mí algo muy importante y decisivo. Yo me he comparado con un pedazo de barro que Arreola se encargó de moldear. ¿Tú crees que en un seminario se leía a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, Granada, España, 1898 –Alfacar, España, 1936). En una orden religiosa cada lectura es vigiladísima. Yo salí de ahí pensando que el gran novelista de lengua española era Hugo Wast (Córdoba, España, 1883 – Buenos Aires, Argentina, 1962), el novelista católico y antisemita. Una de sus novelas Flor de durazno (1911) la llevaron al cine. Cuando me oyó Arreola nombrar a Hugo Wast, como gran novelista, o a Alfonso Junco (Monterrey, México, 1896 – Ciudad de México 1974) como un buen poeta, se moría de risa. Luego salté, gracias a Arreola, ¡a Rainer María Rilke (Praga, República Checa, 1875 – Montreux, Suiza, 1926), a Paul Valéry (Séte, Francia, 1871 – París, Francia,1945), a José Gorostiza (Villahermosa, México, 1901 – Ciudad de México 1973).
¿Qué recuerdo tiene de Efrén Hernández y sus textos?
Efrén Hernández (León, México, 1904 – Ciudad de México 1958) fue obviamente el primer padrino de Rulfo, un padrino muy bondadoso. Yo me vine a México en 46. Un buen día fuimos Rulfo y yo a platicar con Efrén Hernández; luego fuimos una vez más. No sé si estaba también Arreola. Efrén Hernández tenía una librería en el centro en la calle de Moneda, Nicomaco (el nombre tenía que ver con su novela corta Cerrazón de Nicomaco, 1946); había de todo. Él tenía sueldo de la SEP de modo que no dependía de la venta de los libros. Había un lugar con sillas y lo habitual eran las tertulias con los cuates. Tengo un buen recuerdo de Efrén Hernández: su timidez, su humor. La gente lo buscaba, lo estimaba, porque se daba a querer.
Del trabajo de Efrén Hernández recuerdo unos cuentos graciosos, como “Unos cuantos tomates en una repisita” que describe una casa muy modesta en donde hay una despensa con tres jitomates en una tablita. Los cuentos están sembrados de puntadas humorísticas. Hay uno, donde de pronto, sin venir a cuento venía el siguiente chiste: “tú no sabes bañarte -le dijo un chofer a otro- todito te mojas”. Al leerlo Arreola dice, “el chiste está bien pero no pertenece a este cuento, lo estropea”. A mí me parece muy buena observación; ahí está el agudo sentido crítico de Arreola.
Hay una serie de dudas que se han vuelto mitos en torno a Rulfo, por ejemplo hay ideas contradictorias sobre lo que hacía en la Secretaría de Gobernación en Guadalajara.
Lo que cuenta Rulfo sobre lo que hacía en Guadalajara, en la Secretaría de Gobernación, obviamente es falso; dice que durante la guerra él cuidó a los alemanes y a los italianos que estaban en Guadalajara. [“Yo me encargué de vigilarlos; tenían a Guadalajara como prisión; podían andar en la calle pero no salir de la ciudad, y todos los días les pasaba yo lista” (Umbral, p. 70)]. Eso es falso. A esos extranjeros los metieron de inmediato en el presidio de Perote. Ciertamente trabajaba en Gobernación en Migración. Arreola dice que no llegaba nadie; [“no le caía un marchante más que cada ocho, quince días. Uno. Algún norteamericano que andaba extraviado, desconcertado; algún centroamericano. Ve tú a saber”(Umbral, p.70)].
Una confusión más sobre Rulfo ha sido el año de su nacimiento.
Un mito más es que él nació en 1918. Arreola me explicó que Rulfo se sentía muy solo porque había una bola de cuates, González Durán, José Luis Martínez (Atoyac, México, 1918), Manuel Calvillo (San Luis Potosí, México, 1918), y él mismo (Arreola) que nacieron en 1918. Rulfo, entonces, dijo, “me voy con ustedes” y siempre dijo que nació en 1918, pero nació en 1917.
También se ha discutido si nació en San Gabriel o en Sayula.
Hay dos hechos semejantes en la vida de Rulfo: el ocultamiento de que estuvo en el seminario; era seguramente una consigna de su tío, el capitán David Pérez Rulfo, como se las vio negras Agustín Yañez (Guadalajara, México, 1904 – Ciudad de México 1980) para borrar su pasado cristero; recogió todo lo que había publicado. Nadie supo del pasado seminarista de Rulfo mientras él vivió, eso se supo después de su muerte (Serrano, 1986). El otro hecho es el lugar de nacimiento, Rulfo no podía decir, “soy de Sayula” a causa de la famosa historia de “El ánima de Sayula”. Esa razón folklórica llevó a Rulfo a decir que nació en San Gabriel. Pero en el acta de nacimiento consta que nació en Sayula.
¿Y cuál fue su primera impresión de Pedro Páramo?
Me pareció gloriosa, una maravilla. Una vez tuve la idea de que esa novela se imprimiera como una colección de poemas, con tipografía como de versos sueltos. Ahí la discontinuidad del texto sería todavía mayor. Serían como relámpagos intuitivos. La idea es loca, pero siento Pedro Páramo más como poema que como novela.
¿Usted leyó Pedro Páramo, ya publicada o vio, como Arreola, los manuscritos?
Lo primero que leí de Pedro Páramo se publicó en la Revista de la Universidad con el nombre “Los murmullos”. Me fascinó. Por otra parte tengo un recuerdo de una elaboración lenta, muy penosa de Pedro Páramo. En el Centro Mexicano de Escritores, Rulfo tenía la obligación de leer el texto a otros, que comenzaban a criticarlo, como se hace en cualquier taller. Al final la novela estaba aprobada pero le faltaba cohesión. Eso con seguridad le provocó mayor presión, sin embargo fue útil, justamente, para escribirla. Rulfo estaba preocupado por el orden del texto y fue a ver a Arreola.
¿Entonces sí es cierto que Arreola le dio orden al texto final?
Mira, si Arreola hubiera inventado eso después de la fama de Rulfo, se podría sospechar, pero me lo contó cuando estaba sucediendo. Yo estoy al corriente de la gestación de Pedro Páramo. Arreola me dice: “estoy entusiasmado con lo que he visto, el problema es que Rulfo no sabe cómo darle forma”. En casa de Arreola pusieron sobre la mesa las cuartillas, que Arreola conocía muy bien; le dijo “Mira, esta sección puede ir aquí…; este diálogo, acá”. Y le sugirió un orden. Así que la famosa estructura de la novela es producto de Arreola. A mí me parece bien arreglada, sin verla con superstición. Porque Pedro Páramo es tan imponente que los lectores piensan que hay voluntad artística.
¿Usted se refiere a las significaciones estéticas y simbólicas que se le han dado a la ruptura del tiempo en la novela?
Una vez que se publica, se siente como un texto sagrado, pero si no, así se podría observar que un párrafo pudo aparecer antes o después de donde quedó y no habría cambiado nada. La novela tiene un carácter rapsódico. Significa que no hay un orden tan predeterminado, sino que fue una solución accidental pero absolutamente de un buen sentido de Arreola que dijo a Rulfo: “No te preocupes, la cosa está muy bien”. Eso es todo.
¿Y las supuestas diferencias entre ellos cuánto tienen de cierto?
Pues es un raro elemento de la historia. En fin, la naturaleza humana… Rulfo después con su fama comenzó a ningunear a Arreola. Y eso es natural, está en la naturaleza humana. Pero Arreola es magnánimo, no está dolido. Yo leí un artículo, creo que en La Jornada, de alguien que da testimonios de que Rulfo ninguneaba a Arreola; se lo mandé a Arreola. (“Ahí va, para que te diviertas”). Me habló por teléfono riéndose.
¿Entonces sí hubo enemistad por la fama que le llegó a Rulfo?
Yo he reflexionado mucho sobre el caso de amigos que de pronto llegan a la fama; me llama la atención ver cómo cambia la personalidad. La fama es muy cabrona. Creo que a Rulfo lo perjudicó, en primer lugar, paralizándolo para seguir escribiendo, porque lo siguiente tenía que ser un súper Pedro Páramo, pero se le atoró la carreta. Luego vino el alcoholismo, y eso fue el peor resultado de la fama. Yo asistí a dos conversaciones de Rulfo con gente que quería hacer su tesis sobre él, pero tenía muy pocas ideas generales sobre la literatura, no era un estudioso. Carlos Fuentes (Panamá, Panamá, 1928 – Ciudad de México 2012) y Octavio Paz (Ciudad de México 1914 – Ciudad de México 1998) si son estudiosos; Rulfo hablaba muy mal. De repente elevaba un juicio personal suyo a verdad absoluta. Pontificaba, “lo único que sirve es Rafael F. Muñoz (Chihuahua, México, 1899 – Ciudad de México 1972), ¡ah, y sólo una novela, Se llevaron el cañón para Bachimba, (1941)”. Lo dice Rulfo y lo dice en Buenos Aires y otras partes del mundo. Como digo, no está preparado. Llegaron muchas traducciones y la fama lo trastorna. Cómo confesar, así, el detalle de la ordenación de la novela. Imposible decir que se debe a Arreola, ¿verdad?
Arreola señala que una de las fuerzas grandes de lo que Rulfo tiene de telúrico proviene de Faulkner, aunque el propio Rulfo rechazó esta influencia; ¿cuál es su opinión?
Este desconocimiento de Rulfo hacia Arreola es exactamente análogo al de Faulkner. Rulfo rechazó enérgicamente haber imitado a Faulkner. “Yo lo leí mucho después de haber escrito Pedro Páramo“; esa es una mentira flagrante, porque el tenía libros de Faulkner en Guadalajara en esa biblioteca que describí antes. Y fue por recomendación de Rulfo que leí por primera vez a Faulkner; leí Santuario (1931). Pero Rulfo nunca imaginó que alguien pudiera contradecirlo. Me ha llamado mucho la atención eso, porque en todo Pedro Páramo hay -tal vez inconscientemente- una influencia de Faulkner. El crítico norteamericano James Irby hizo una tesis muy bonita sobre la presencia de Faulkner en cuatro novelistas latinoamericanos (Irby, 1956) [Rulfo es uno de ellos]. Es una exposición de la manera de sentir el mundo, y Rulfo tiene un lugar muy destacado; pero él supuso que aceptar la influencia de Faulkner era tanto como despojarlo de su originalidad; no se dio cuenta que eso era irrelevante. Él piensa que la técnica lo es todo y que la técnica no es de él sino de Faulkner, con ese terror niega algo tan simplón.
¿Cuál fue la última vez que usted vio a Rulfo?
La última vez que vi a Rulfo creo que fue cuando Miguel de la Madrid, era candidato a la presidencia (hacia julio del 81). Un día me hablaron para invitarme a Guadalajara, porque el candidato quería un coloquio con intelectuales jaliscienses. Como siempre, estaba listo a negarme -por dignidad- a esas payasadas. De pronto cambié de plan; me dije, “qué el PRI me pague el viaje, veo a mi madre y mis hermanas y regreso el día siguiente. Además veo el “espectáculo folklórico” como decía Luis González, que son las pláticas entre políticos e intelectuales. Llegamos al Hotel Camino Real: en una reunión informal en el lobby está un individuo esmirriado, calvo, diciéndonos a los intelectuales lo que debíamos decirle al candidato. Yo traté de explicarle que ésas no eran maneras, pero siguió, no me hizo caso. Decía que teníamos que decirle al candidato que la consigna era “reforzar el nacionalismo”. Después Emmanuel Carballo (Guadalajara, México, 1929) me dijo que ese individuo era Carlos Salinas de Gortari, el jefe del equipo intelectual del PRI: Yo siempre he dicho que el diálogo de un verdadero intelectual con un político sencillamente es imposible. El cronista de Guadalajara fue uno de los oradores en la cena; pidió al licenciado De la Madrid que tomara medidas contra la traducción de novelas extranjeras porque la juventud tapatía se estaba corrompiendo. No me pude aguantar y pedí la palabra: “Yo conocí a Juan Rulfo aquí en Guadalajara en 1944 y me consta que lo único que leía eran novelas gringas, así que no es verdad eso…” Estábamos en una mesa larguísima, yo estaba en una esquina y De la Madrid estaba en ese mismo lado, en medio, y Rulfo junto a él. Yo no los podía ver. Después platiqué con Rulfo. Se veía agobiado. Ese mismo día había estado en Colima, luego llega a Guadalajara y lo acomodan a la derecha del candidato para que luciera. Me dijo, “Ay, Antonio estoy cansado, desesperado”. “¿A qué vienes?”, le dije; “¿Por qué te dejas?”,”Haz como Arreola”. Porque Arreola estaba en Guadalajara, pero no se presentó en ese circo. Rulfo me dijo, “No puedo…; qué quieres que haga”. Creo que fue la última vez que lo vi.
Notas
* Esta conversación se publicó, con algunos fragmentos menos, en Los Universitarios (UNAM, Difusión Cultural), número 87, septiembre de 1996.
Referencias
Alatorre, Antonio (1992). “Cuitas del joven Rulfo burócrata” en Umbral. México: Secretaría de Educación y Cultura, número 2, primavera.
Irby, James (1956). La influencia de William Faulkner en cuatro narradores hispano americanos. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Serrano, Ricardo (1986). “El seminarista JR. Verdadera raíz de su personalidad” en Excélsior. 29 de enero. Pp. 2-4.
Yurkievich, Saúl (1995). Obras de Juan José Arreola. México: Fondo de Cultura Económica.