MIGUEL ÁNGEL PEGARZ
Lidia y Juan se prometieron amor eterno. No eran matrimonio, ni siquiera pareja, cada cual tenía la suya. Pero juraron ser amantes perpetuos. Siempre, siempre y por encima de todo, podrían citarse. Durante años no hubo problema alguno, e indistintamente se reclamaron para saciar sus deseos más instintivos. Ella sigue reclamándolo con frecuencia insaciable. Juan accede, fiel a su palabra, pero cada vez le cuesta más. Desde que ella murió le resulta extraño.