ANA BARDALES
Recuerdo a la perfección el día en que le vi por primera vez, fue como si de pronto mi corazón despertara de un letargo y viera, aunque fuera por un segundo, la luz. Mi mirada en torno al sonido de sus pasos acompasados. Su entrada triunfal, mi perdición. Era una belleza. Sus cabellos negros igual que el abismo y su piel tan blanca que desaparecía en ella en el mismo instante en que nos volvíamos uno. Éramos dos cuerpos envueltos entre sábanas que no cubrían la desnudez del alma. Una entrega, aparentemente, total. Sin embargo, ninguno de los dos podía estar seguro de que el otro no estuviera aventurándose tan sólo en un juego de seducción. Mientras tanto disfrutábamos del momento con caricias y besos prohibidos en medio de un erotismo que nos consumía en su fuego, aun cuando era visible cómo el miedo inundaba nuestros cuerpos ante la posible trampa de un alma que había encontrado en el placer efímero, la venganza perfecta. De modo que, entre gemidos y silencios, sabía que anhelaba que continuáramos nuestros caminos sin mirar atrás y olvidáramos esta noche, pero para mí resultaba, sencillamente, imposible. Por lo cual, cuando nos hallábamos entregados al descanso pleno, me acerqué y le miré directamente a los ojos, aunque varias veces intentó esquivar mi mirada sin éxito, cuando ambos nos vimos sin barreras ni defensas, busqué las palabras adecuadas; no obstante, antes de pronunciar siquiera algo se levantó de inmediato de la cama y comenzó a vestirse… Aquel era un adiós definitivo.