AGUSTÍN ORIHUELA
A las once de la noche diez parejas abren la pista, intentan sus mejores pasos; dos hombres bailan con una mujer, mientras ella acaricia con sus manos las nalgas de uno de ellos. En una de las mesas, una joven arrodillada le hace una felación a un muchacho. En otra, un chico, acaricia con sus dedos el sexo de su acompañante. Todas las ataduras desaparecen: los voyeristas observan las escenas, los exhibicionistas muestran sus mejores ángulos, los sumisos se dejan hacer, los fetichistas acarician pies y manos.
La noche apenas inicia.
A las doce, con el lugar lleno, se anuncia el espectáculo principal: una dama aparece y comienza un striptease; después,tres “caballeros”, como les llama el presentador, disfrazados de bombero, policía y vaquero, deleitan a las féminas: se desvisten y recorren los pasillos con una diminuta tanga. El público vigila la pista en silencio, mientras espera que los bailarines lleguen a su mesa. Al final de este espectáculo se representa una orgía entre los tres hombres, la bailarina y una mujer espontánea.
Se apagan las luces.
El presentador invita a los asistentes a que pasen a la parte superior del edificio. En una mesa una pelirroja cruza la pierna. Su marido, un hombre con anteojos, mira con atención a una morena que se encuentra en una mesa vecina. La mujer de cabello oscuro se da cuenta del interés que ha despertado y se arregla el cabello, su acompañante, quien tiene la cabeza afeitada, se acomoda inquieto en su asiento. Ellos se observan con curiosidad, miden fuerzas, se ven con insolencia, mientras ellas tratan de averiguar si ambas tienen las mismas intenciones. El joven de gafas le pide a uno de los meseros que los invite a su mesa, lo hace y se sientan juntos. El calvo intenta iniciar una plática, pero no logra su cometido; la pelirroja contesta con un tono frío y ensaya una mirada inexpresiva. La otra dama saca un lápiz labial y se pinta los labios con coquetería, bajo el arco de sus cejas y el frío de sus ojos, inicia su participación en el combate. Ellas hablan, su charla parece fluida, se reconocen a través de sus historias, de sus encuentros, de su presencia en este lugar. Si estos dos quieren jugar, se dicen, ahora verán quién juega con quién.
Piden cuatro copas.
La pelirroja voltea a ver al chico con calvicie, pero ahora sus ojos tienen una chispa de curiosidad femenina que mide por primera vez el alcance de su contendiente. Se fija con detenimiento en sus facciones gastadas que delatan las arrugas, pero cuyos ojos grises ocultan con un gesto de insolencia. Él examina su cuerpo, la cintura, el inicio de su busto y sus piernas bronceadas; tiene un aire belicoso, que transmite una presencia varonil que disfruta la mujer. Uno de ellos sugiere que deberían subir, conocer el “cuarto oscuro”. Ellas intercambian una mirada.
Suben las escaleras.
Entran a una salón más pequeño, con una cama en el centro y mesas con sillones a su alrededor. Al fondo hay una puerta. Se sientan en una mesa. Las mujeres van al baño, juntas. A su regreso lucen diferentes, se dirigen hacia ellos. La chica pelirroja toma la iniciativa, agarra de la mano al joven calvo y lo lleva hacia la puerta que está al fondo del salón.
Entran a un cuarto en penumbras.
Sus pupilas tardas en habituarse a la oscuridad y advierten diversos cuerpos trabados en una batalla. Los papeles y las posiciones se intercambian. Una mujer es penetrada por un hombre, no lo conoce. En los sillones de enfrente seis cuerpos tratan de ocupar un espacio para someter a su presa. En un rincón una joven abraza un cuerpo masculino, al mismo tiempo que espía con sorpresa los cuerpos desnudos. Por el pasillo más personas intentan abrirse paso. No pueden avanzar, la gente se mueve hacia uno y otro lado, buscan un espacio para dirimir sus batallas personales.
La primera pareja avanza.
La chica avanza, queda atrapada, dos hombres acarician sus pechos, recorren con sus manos la curva breve de su cintura, que cambia de sentido en el inicio de sus caderas. No sabe qué hacer por lo que acelera el paso. Cuando se da cuenta de que no hay escapatoria, se detiene. Se arrepiente, quiere regresar, pero en ese momento observa a su esposo, quien acompañado de la morena, levanta su rostro impotente y la espía con curiosidad.
Entonces empieza el juego.
La luz mortecina del cuarto oscuro inmoviliza su representación. Las manos de él se abren paso por debajo del diminuto vestido. Sus dedos caminan por el pubis, avanzan por el vientre, se deslizan con paciencia hasta los pezones donde se detienen. Una gota de sudor moja sus dedos. Ya es suya, la ha empezado a ocupar. Se besan mientras él, hábilmente, le quita el vestido.
La otra pareja se acerca.
Las manos cobijadas por la oscuridad recorren el cuerpo de la pelirroja, quien respira con placer, sus ojos se cierran, se entrega a la dominación del hombre que solo quiere satisfacerla. El joven le dobla la espalda y con cuidado la penetra, lentamente, mientras le acaricia los pezones. Su respiración toma el mismo ritmo, el vaivén se incrementa, cambian de posición. Ella acelera sus movimientos, se detiene por unos momentos y alcanza un orgasmo entre grandes suspiros. El voyerista se toca.
Delicadeza femenina.
El hombre de gafas observa con estupefacción como, en un acto de ternura femenina, su mujer busca un pañuelo desechable, hace a un lado el prepucio y limpia con gran delicadeza el pene de su acompañante ocasional, le susurra. La atmósfera del cuarto oscuro ocupa el interior de su cuerpo y, paso por paso, como en un ensayo cien veces repetido, actúa la misma representación realizada por la primera pareja.
Se despiden.
Regresan a su mesa. Ellos casi no hablan, ellas siguen en una conversación eterna. Al final de la noche se despiden con un beso cálido en la mejilla.