ÉDGAR F. CARBAJAL
Da vuelta a su derecha. Luego, a la izquierda. Opta mejor por regresar unos pasos. Menea la cabeza mientras se reclama en su interior con voz apenas audible. Retoma su andar original, atravesando la plaza hasta cruzar en la esquina, perdiéndose detrás de un puesto de revistas en la avenida principal. Ahora que el destino ha entrecruzado sus pasos con los de él, está plenamente decidida a llevar a cabo sus planes.
Luis solía tomar café al aire libre en una de las mesitas dispuestas del lado de los adoquines sobre la banqueta que desemboca en una fuente. Pasaba horas y horas leyendo lo que llenara su curiosidad, o lo que mejor le diera rienda suelta a las locas ideas que de repente se le cruzaban por todas partes y que su cabeza, cual imán filosófico, retenía con tal obsesión que no comía, no dormía, no cogía, incluso no podía recordar lo que había hecho cinco minutos antes, y se la pasaba a cada rato como zombi ilustrado: repite y repite la lección intelectual a quien osara permanecer siquiera un parpadeo a su lado, atrapado como mosca por la miel debido a su porte afable, sus ojos hipnóticos claros y una chispa de animosidad que siempre lo rodeaba. Eso sí: bebía, fumaba y se metía cualquier cosa masticable, inhalable, inyectable y hasta untable, según él, para poder resistir los duros embates de conciencia que le sobrevenían por tener que lidiar con lo que al común de la gente le freiría el cerebro con sólo pretender imaginárselo.
Al lado del café se encuentra la tienda de libros usados a la que, apegándose a un riguroso ritual, Luis acudía con una puntualidad pasmosa en cuanto abrían, y pasaba en ella el tiempo suficiente, ni más ni menos, recorriendo los pasillos entre estantes y mesas atiborradas de libros amontonados, para elegir con una puntería pasmosa el volumen que ese día conseguiría que le prestaran y que le dejaría un grato sabor de boca. Y no tenía que revisarlos todos. Simplemente se dejaba llevar por el tacto. Solía repetir también hasta el cansancio que un buen libro es aquél que lleva en el canto de su cuerpo, en ambas caras del forro y sobre la orilla de sus hojas, la marca de las constantes arrugas de quien lo reclama a deshoras para encomendarle el punto medio exacto entre sus pensamientos, sus sentimientos y lo que significa no haber llegado a existir nunca. A veces lo pregonaba a viva voz desbordando orgullo con una copa de oporto en lo alto; otras, meciéndose los cabellos en lo que las ojeras se le resaltaban de un morado carmín escurriéndosele por las estrías de los cachetes. Lo que jamás perdonaba era leer a continuación un fragmento del volumen que en esos momentos tuviera abierto de par en par delante de sí. Su voz vibraba siempre con la emoción de un condenado que está refiriéndole al mundo su última voluntad.
A un costado de la misma esquina guarecida entre aparadores y marquesinas donde conoció a Luis, ella se detiene. Lleva entre sus manos un desgastado libro hurtado de la librería momentos antes. Si bien pretende reacomodarlo en su sitio con idénticas artimañas, luego de llevar a cabo su cometido, en realidad se ha estado reprochando todo ese tiempo esa acción innecesaria; puesto que las palabras exactas y completas, así como la tesitura de la voz que se las leyó a sus espaldas la primera vez, podía evocarlas de memoria cuándo y en dónde se le antojara. Pero allí, en ese preciso momento, importa más el valor sentimental de ese ejemplar único. Y lo que lleva en su bolso de mano. Así como lo que ha de sobrevenir luego.
―¿Qué haces aquí? ―un timbre varonil le preguntó a lo bajo, de un modo tan sutil por detrás de la oreja, que ella supuso que había sido el viento quien en esos momentos había logrado darle alcance, para devolverle aquellos recuerdos que había creído olvidados.
―¿Quién es usted para..? ―miró sorprendida por encima del hombro y se dispuso a proseguir su andar resuelto por una vereda de peatones, jardineras y mesitas desperdigadas de cafés al aire libre―. No se atreva a seguirme o gritaré pidiendo auxilio.
No hubo dado unos cuantos pasos cuando la voz del susurro al oído se transformó, abordándola de manera firme y resonante.
―Valeria. Regresa. He esperado por ti todo este tiempo.
Se paró en seco. Contuvo la respiración mientras giraba sobre sus talones, con el desconcierto de quien no escucha seguido un nombre que su madre le añadió de modo fortuito y de último momento en la pila de bautismo.
Entonces se imaginó cómo su madre también debió darse media vuelta con cautela, sintiendo cómo se le resbalaba en la garganta el miedo de que la gente que pasaba alrededor estuviera al tanto de su historia con aquel hombre, cuya reputación lo precedía por doquier.
Y allí estaba, sonriente, de pie sobre la banqueta, con los largos cabellos y la barba hirsuta agitados por el viento, sosteniendo un libro con un dedo entre sus páginas, a la espera de alguna reacción por parte de ella.
Sin embargo, ella se quedó inmóvil.
Luis seguido se vanagloriaba de sus conquistas sentimentales. Lo hacía exagerando más de la cuenta; quizás por aparentar que a sus años todavía estaba en condiciones de poder cautivar a cualquier mujer con intenciones que predominaran en lo físico: el aguante, el desvelo constante y esas cosas. O más bien era por satisfacer su egocentrismo especulativo de que el idealismo, las convicciones y el contar con un sentido bien marcado de la vida serían lo que en el fondo han de causar la admiración extrema de todo el género femenino sin excepción; al grado de que desde su parecer, manifestado por supuesto cada que se presentaba la ocasión, ellas invariablemente tenderían a elegir una pareja permanente con base en esa conjetura.
También cabía la posibilidad, urdida por quienes lo trataban seguido, de que no hallara mejor modo de apaciguar una acuciante soledad que lo había estado corroyendo desde adentro, acentuándosele de forma notoria con el paso del tiempo. Lo que fuera, Luis no perdía la oportunidad de confrontar a su conquista en turno con la anterior cuando, según él, necesitaba recuperar su espacio, su tiempo y su ensimismamiento perdidos, tan necesarios para poder entregarse de lleno a desenmarañar los misterios de la vida, su propia vida; la cual había estado girando como trompo la mayor parte de su existencia. Así, enarbolaba a viva voz, entre brindis y brindis, la premisa de que ello le evitaba desgastar su privilegiada capacidad de razonamiento con explicaciones vanas.
La última vez, a Luis se le vio en un destartalado edificio de apartamentos, enclavado en una de las zonas menos agraciadas de la ciudad, con una de sus parejas sentimentales que no veía en meses, una jovencita coqueta, de encantos desbordándosele en la fisonomía, carácter discreto y hasta cierto punto conservador, con una pizca de afabilidad en la mirada que a cualquiera le habría hecho sentirse eximido de sus pecados. Se la debió encontrar en la gran avenida, lugar céntrico en el que confluye la mayor parte de la vida cosmopolita de la capital; porque Luis no salía de allí a menos que fuera, o para ir a pasar la noche en uno de los tugurios ubicados en los suburbios, o para acudir a una de sus citas convenidas en las que le gustaba disfrutar de la versión carnal de lo que él continuamente tachaba como una aproximación efímera al amor.
Seguramente, durante el café obligado después del encuentro, en uno de los establecimientos cercanos, le habló a la chica de lo extremadamente bonita que se veía sin cambio alguno en su irradiante belleza; de que ella nunca debió abandonarlo así, sin más, presa de miedos e incertidumbres debido a su acentuada disparidad de condiciones y de edad; de que él jamás había podido olvidarla, a pesar de todos sus esfuerzos por entregarse a la locura; y de que por lo mismo, el lugar más preciado en los pensamientos de él era el que siempre le había estado reservando a ella, para continuar llenándolo en cuanto ella se decidiera a regresar y permanecer siempre a su lado.
Por muy trillado o cursi que pudiera sonar, era lo mismo que le repetía una y otra vez a todas; por lo regular, oprimiéndoles luego los labios con suavidad, exhortándolas cariñosamente a que dejaran de una buena vez de hablarle de usted. Eso sí, había que reconocerle que tenía muy buena labia; pero que sobre todo, sabía utilizarla muy bien en el momento y en el sitio más indicados. Y, por supuesto, siempre, siempre a continuación, habría de venir alguno de los consabidos fragmentos de la novela que escribió una de las amantes que tuvo en sus años mozos; quien, después de publicarla, habría de desaparecer bajo circunstancias jamás esclarecidas. Luis se encontró un ejemplar sumamente deteriorado y a medio deshojar en una de sus visitas matutinas a la tienda de libros usados. En cuanto vio el nombre de su autora, supo de inmediato de quién se trataba. A partir de entonces, siempre habría de esconderlo muy bien en el mismo rincón de la estantería.
Cierto pasaje en especial le había hecho despertar a Luis de forma intempestiva, bañado en sudor, más de una vez en medio de la madrugada:
―Pero, en verdad, ¿todavía me amas? ―le preguntó mientras luchaba por poder mantenerse aferrada de él mientras la iba jalando de la mano al subir unas estrechas escaleras.
―Hoy y siempre, mi amor ―le respondió, y se lo volvió a decir al menos dos veces más en el siguiente tramo de escalones―. No hay nada ni nadie a quien yo pueda desear tener a mi lado más que a ti. Siempre habrá de ser así. Te lo prometo.
―¿De verdad? ¿Me lo juras? ―trató de ponerse unos instantes junto a él―. Entiende que para mí es muy importante que seas totalmente sincero conmigo. Más en estos precisos instantes en que…
―En serio ya soy otro ―él seguía empeñado en subir a toda prisa; ella, en evitar soltarle la mano a toda costa―. Si hubo algo en lo que te fallé antes, quiero que sepas que fue un error que nunca, jamás me pude perdonar. Puedes estar segura de que esta vez, no pienso desaprovechar la posibilidad que contigo me ofrece la vida de poder enmendar el camino y ahora sí, de poder hacer lo correcto…
―Yo quiero que sepas que sí estoy dispuesta a permanecer a tu lado siempre, sólo contigo ―ella aseveró con voz entrecortada mientras continuaban por un pasillo flanqueado por lámparas rotas, sobre el que se extendía una alfombra desgastada y con olor a humedad penetrante―. Espero que no me lo tomes a mal, ¿sabes? Creí que después de que me dejaste, yéndote quién sabe a dónde o con quién estos meses, ya no te lo iba a poder decir. Yo también me siento afortunada de tener una segunda oportunidad. Te digo, no me había podido imaginar cómo vayas a reaccionar; es decir, no lo sabré hasta ahora que te lo puedo anunciar por fin: Estoy emba…
―Hemos llegado ―anunció él con tono triunfante, ajeno a las palabras de ella, al tiempo que abría de par en par una habitación sin número en la puerta.
Valeria conoce de sobra la trama de esa historia. En el interior había otra mujer desnuda. Lo que Luis nunca se esperó fue que al verse mutuamente, a diferencia de otras tantas incautas en condiciones similares, ninguna de ellas dos buscó espetar a la otra. Además, no hubo reproches ni intento alguno de daño entre ambas. Tampoco ninguna volvió a ver a Luis, ni a querer saber nunca más de él. Éste, sin comentarle la razón a nadie, se la pasó una buena temporada rehuyéndole a cualquier clase de compañía. Si bien, sus viejos impulsos y sus arraigadas costumbres le hicieron retornar a las andadas a la postre, sólo pudo recobrar por completo el ánimo y volver a sentirse igual del todo que antaño hasta que se encontró, mucho tiempo después, a una joven que le recordaba a plenitud cada detalle interior y exterior de a quien él consideraba el único demonio indomable de cuantos esperpentos habrían de rondar en su mente.
Tanto se parecían entre ambas que a Luis se le escapó en voz alta el nombre de la primera en cuanto vio a la segunda parada en esa misma esquina donde el destino parecía estar empeñado en jugarle dos veces la misma broma. Tampoco le sorprendió haber podido llevarse a la cama a la flamante conocida con idénticas maneras afectuosas que a su versión anterior. Incluso le leyó el mismo fragmento de la novela, sin reparar en lo sorprendida que ella lo observaba fijamente durante esos momentos, después de haber refrenado el temperamento sexual violento característico de Luis, para conducirlo paulatinamente a hacer el amor de un modo tan sensual y gentil como él nunca más hubo de volver a experimentar.
Cuando Luis terminó de leer, ella tomó con delicadeza el libro llevándoselo hasta sus piernas entrecruzadas, sobre las que caían sus cabellos largos y castaños, escondiendo las lágrimas que entonces escurrían por sus mejillas y que continuaban por sus senos apiñonados, y extendió con suavidad las páginas de la novela en una parte casi al final para iniciar su lectura con voz tersa y firme:
―Valeria te has de llamar igual que yo ―le confió a lo bajo a la pequeñita recién nacida que sostenía en brazos frente a una pila bautismal―. Valerosa tendrás que ser siempre, igual que tu madre, para hacer frente a los embates de la vida. Pero a diferencia de mí, tú sí serás valiente y te sostendrás siempre de pie, pase lo que pase, sobre las aguas embravecidas del amor; ese amor de la mar al que siempre le ha de sobrar una pizca de sal, no importa cuánto cuidado y esmero se le ponga ―le dio un largo beso, tras de lo cual la depositó con extremo cuidado entre los brazos de una religiosa―. Si eres capaz de perdonarme algún día, podrás entender por qué no fui lo suficientemente fuerte como para haberme quedado por siempre a tu lado. Así tú sabrás a su debido tiempo qué se requiere para evitar pasar por lo mismo; y también qué es necesario para remediarlo si se llegara a repetir…
Recién concluyó, batallando por disimular todavía su aliento entrecortado, Valeria tomó sus ropas, así como sus demás pertenencias esparcidas sobre una mesita, y salió de la habitación ante el semblante atónito de Luis. Se fue vistiendo por el pasillo, reprochándose a lo bajo por no haber visto antes esa puerta a la que le faltaba el número, ni la podredumbre acumulada de años en la alfombra que olía a pestes, ni las lámparas rotas que permanecían empotradas aun con focos instalados al lado. Abandonó el edificio perdiéndose entre el bullicio citadino. Y deambuló fuera de sí, incapaz de entender del todo qué acaba de ocurrir con exactitud, pero sí qué era lo que tendría que hacer en consecuencia.
Siguió deambulando en el transcurso de las semanas siguientes. Acechando al causante de que ella hubiera podido conocer a su madre únicamente a través de un diario disfrazado de novela romántica. La cual leyó y releyó junto a multitud de otros libros en su infancia. Pero el ejemplar que ahora lleva entre sus manos no es cualquiera, sino con el que han estado mancillando las palabras de su madre; restregándoselas casi que a la fuerza en los oídos a otras inocentes como ella, sí, pero con quienes ese ser monstruoso ha pretendido borrarla de su memoria alrevesada y engreída.
Mientras avanza por el corredor con una mano aferrada al interior de su bolso, repara unos instantes en que jamás se imaginó que la percepción del mundo que se construyó adentro de un convento se vería toda derruida por los desencantos de una realidad para la que los libros, aunque le advirtieron, jamás pudieron prepararla de forma justa y debida. Ni que ella, creyéndose protegida por el más sublime y férreo de los sentimientos que jamás le hubieran hecho albergar alguna vez con encantos y atenciones, se hubiera mancillado con el peor de los pecados imaginables entregándose a su propio padre sin saberlo. En el mismo sitio donde convinieron de volver a verse en otro encuentro casual, en cuanto Luis abre la puerta y pone los ojos desorbitados al verla plenamente decidida a llevar a cabo su cometido, ella le vacía el contenido de una pistola.