VÍKTOR GOLI
Hoy desperté en silencio, salí de casa y alguna parte de mi programación inconsciente trazó la ruta por mí. Tomé el elevador y le regalé a mi cuerpo un suspiro breve. Al bajar, saludé al portero apenas con una leve sonrisa y un pequeño movimiento de cabeza. Tomé mi auto.
El camino honró mi silencio, pues el radio amaneció apagado. Y entonces admiré la quietud de la media mañana, entintada de amarillos pálidos, de acentos encerados y un calor gentilísimo, apenas detectable. Mi auto partía el aire con perfecta tersura, con graciosa agilidad y elástica firmeza. Y yo adentro, sin dar cuenta de operación alguna, disfrutando el matizado fotogénico del día golpeándome la frente con frescura, revelando las minúsculas ralladuras en mis gafas de sol. El trayecto se sentía como una secuencia sin rumbo, como un aforamiento espectacular, de alguna película oculta de todo público por el cinismo encomiable de lo que se hace por motivaciones de la intimidad: volar, navegar, degustar giro a giro el erótico ciclo de arraigo y separación, de contacto fuerte y despegue sudoroso entre el neumático y el pavimento. El momento fue, pues, delicioso. No me puede caber la menor duda de que la dulzura veraniega de la media mañana me hacía el favor de guardar en los oscuros pliegues de la conciencia las convulsiones de la noche previa.
Algo me despierta a media madrugada. Mi conciencia, todavía comprometida con los seductores rumbos de la alucinación nocturna, se ocupa de elaborar una instantánea estampa con los pequeños ruidos, los gritos ahogados de motores lejanos, el crujido de la cama, las inquietas arremetidas del gato contra sus fantasmas… pero algo cambia: un tic-tac molesta mi encuadre y lo persigo con la vista comprometida con los hechizos de la penumbra. ¿Qué es lo que suena? Abandono el lecho con cuidado ―no quise despertarla a ella― y sigo mi oído obsesionado hasta la fuente de su tormento. Salgo del cuarto hacia la sala ―ya casi verdaderamente despierto― y entonces lo encuentro: la lámpara que hace colgar el foco de un cuello largo hasta la base, se golpea repetidamente contra el muro, como un péndulo extraviado. En la hendidura sensorial que parte y copula la vigilia y la fantasía, mis pies se convencen de estar bailando para mantener el equilibrio de mi torso que juega a la ingravidez mientras mis ojos medio ciegos persiguen el tintineo creciente de la lámpara. Y entonces lo sé: está temblando.
Ella gime, entre las sábanas, atrás en la habitación. ¡Qué temblor extraño! ¿Es real? Los vecinos se escuchan, a través del ridículo intento de bloqueo de las paredes, abalanzándose por las escaleras, en seguimiento estricto del ritual del pueblo de los sismos: corren, gritan y se empujan seguramente hacia el consuelo de las estrellas, huyen del amenazante peso de sus propias edificaciones. Se supone que en estos casos uno debe reaccionar como un perro entrenado. Así que regreso al cuarto. Pero ella no despierta y no sé qué es lo que me posee para no despertarla. ¿Quién está temblando? La observo, inmersa en su danzar soñante, se retuerce con un gusto irreconocible; y gime de nuevo, y aprieta los músculos hermosos de sus piernas contra la almohada que pone entre sus piernas como fetiche de su adulterio eterno. ¿Dónde está temblando?
El serpenteo del edificio aumenta de forma preocupante: las ventanas crujen, artríticas, y la lámpara sorraja su cabeza que ya no juega al tic-tac sino al ¡pat!, ¡pat! Ya todos bajaron y es tarde; de nada serviría correr hacia la calle. Esto es todo. Llegó el final. ¿Por qué no despierta? Su serpenteo encadena mis huesos y me inclina a perseguir su trayectoria. Yo bailo de pie y ella serpentea acostada… ¡Apretando más esas piernas asesinas contra un impostor de tela! Y el serpenteo aumentaba y yo me vi bailando en el espejo que caía. ¡Es el fin, he de caer como si mereciera un trozo de belleza! ¡Y ella gime, grita, se raja las vestiduras del lecho mientras los vidrios caen, mientras todo se quiebra!, ¡un empujón profundo como sus piernas estirándose bajo de la sábana en que habita el mundo!, ¡¿por quién tiembla?!
Silencio. Quietud. A mi alrededor, algunos caídos. Vidrios rotos, libros desperdigados, discos, perfumes que habiéndose fracturado, ofrendan su mirra a todo el cementerio, como una atmósfera elísea. Y ella sigue allí, plácida, sueña; el temblor ha cesado, revelando con seguridad la fase del descanso. Un fulgor extraño, que entra por la ventana, probablemente sangre eléctrica de algún transformador rajado, echó luces sobre la fotografía destrozada en la que dos novios jugaban a la eternidad… y fue así como el temblor aclaró mi profecía. Despierta.
―¿Qué pasó?
―Nada. Tembló. Ya pasó. Vuelve a dormir.
―No lo sentí. ¿Tú estás bien?
―Mañana hablamos.
―Es que mañana… Oye, tenemos que hablar.
―Duérmete.
Hoy desperté en silencio. Todo estaba quieto, como una ermita. Su nota sobre esa maldita almohada no me molesté en leerla. Los vidrios seguían rotos a mi alrededor. Tomé la escoba y recorrí con suavidad todo el lugar para barrer un pajar de escombros perfumados.
Salí de casa y alguna parte de mi programación inconsciente trazó la ruta por mí. Tomé el elevador y le regalé al cuerpo un suspiro sutil. Al bajar, saludé al portero apenas con una leve sonrisa y un pequeño movimiento de cabeza. Tomé mi auto.
El camino honró mi silencio. Había temblado.