SONIA ZENTENO CALDERÓN
Había anochecido cuando mi padre sufrió la crisis que nos condujo al Hospital Gabriel Mancera del Instituto Mexicano del Seguro Social. Es sábado y la sala de espera de Urgencias está atiborrada por los familiares de los pacientes que ya han ingresado a las áreas de Observación y Primer Contacto. Todas las sillas están ocupadas. Los familiares se instalan en cobijas o cartones extendidos en el suelo, dispuestos a pasar allí la noche entera. Es una regla de la institución que un familiar del paciente esté disponible las 24 horas del día por cualquier imprevisto, sin importar la gravedad de la causa de ingreso: da igual si el paciente se rompió un brazo o si acaba de sufrir un paro cardiaco.
Es noviembre, un frío intenso obliga a los familiares a resguardarse en la sala de espera, en donde el aire enrarecido, aunque aminorado por las numerosas personas que pernoctarán allí, apenas permite respirar.
Por ser el de mi padre un caso excepcional me permiten pasar con él a Observación; necesitan que yo me haga cargo de cuidarlo. La mayoría de los pacientes están en tal grado de postración que difícilmente se percatan de lo que ocurre a su alrededor, pero yo sí me doy cuenta. Esta área consiste en un gran cuarto con sólo seis camillas separadas por una cortina, y, acomodadas por cualquier lado, numerosas sillas de ruedas y de plástico inundan el lugar. La designación de los espacios no depende de la gravedad del paciente, sino del orden en el que van llegando, de manera tal que a un moribundo le puede tocar una silla de ruedas y a un enfermo de colitis, una camilla.
Los pacientes de verdad honran este adjetivo; tienen que esperar horas para ser revisados y que entonces se decida qué medicamentos se les suministrarán, y pueden ser días los que permanezcan allí antes de que se desocupe una cama en el área de hospitalización de Urgencias. Muchas veces se les da el alta apenas son estabilizados, sin haberse recostado ni un momento.
Unas cuantas enfermeras de gesto indolente deambulan por la sala, administrando sueros, tomando los signos vitales, dando alimentos a los pocos que pueden comer, pero no he escuchado de alguna de ellas una palabra amable, un intento de consuelo frente el dolor de los enfermos. Inconmovibles cumplen con un trabajo evidentemente aborrecido, como si estuvieran purgando un castigo. De vez en cuando un médico revisa a algún paciente y ordena los análisis o el tratamiento. Después, desaparece durante varias horas y no hay a quién preguntarle nada. Las enfermeras tienen prohibido dar información, aún la más elemental.
Una muchacha se retuerce en la camilla y se oprime el vientre. Sospechan que tiene apendicitis, pero faltan varias horas para que le den un diagnóstico y decidan si la hospitalizan o la regresan a su casa con un analgésico en las venas.
En una silla de ruedas, un anciano, moreno, delgado y desdentado, gime señalando su pañal, única prenda que lo cubre. El olor es insoportable. No entiendo qué pasa y alguien me cuenta que dos días atrás lo llevó su hijo y no ha vuelto. Desde entonces no lo han aseado; las enfermeras tienen demasiado trabajo para hacerlo. El hombre está desesperado con su inmundicia. Poco después, llega su hijo y el anciano le extiende los brazos, llorando.
Una anciana de pelo cano y tez cetrina está tendida en una camilla. Su hija le humedece los labios con un algodón empapado de agua. Tiene que moverla cada cierto tiempo para impedir que su cuerpo se llague. No tiene suficiente fuerza para hacerlo sola y me acerco a ayudarla. Me cuenta que tiene cáncer en fase terminal y lleva allí dos días, con dolores insoportables que apenas atenúan los analgésicos que le suministran a través del suero. Sus familiares únicamente están esperando que amanezca para llevarla a morir a su casa —con la dignidad que le sobra después de esos días aciagos— entre aquellos a los que sí les importa.
A las cuatro de la mañana llega un chico como de quince años, la mujer que lo acompaña, y que luego fue conminada a retirarse a la sala de espera, cuenta que, drogado y ebrio, se lanzó por la azotea de su casa. Se abrió el cráneo. Lo dejan en una silla de ruedas junto a la camilla en la que ya han acostado a mi padre. Veo sus manos y su cabello ensangrentados, un tatuaje en el brazo y la mirada perdida. Una hora después unas lágrimas ruedan por su rostro. No habla, tal vez está recordando los últimos sucesos.
Pronto va a amanecer. Mientras mi padre duerme un poco, descanso en una silla de plástico. Una mujer de mediana edad se sienta junto a mí. Ha llegado por su esposo. Parece que su padecimiento no es grave y está esperando que lo den de alta para llevárselo. Me pregunta sobre mi padre y, ante mi desolación, se conduele. Me platica que su hija estaba en Madrid haciendo una maestría, a punto de casarse, era joven y fuerte. Un mal día recibió una llamada telefónica de la embajada de México en España avisándole que le enviarían las cenizas de su hija. Adujeron que había contraído una enfermedad viral desconocida y ante una amenaza sanitaria decidieron cremarla de inmediato. No puedo imaginar un dolor mayor que el de esa mujer que me abraza para consolarme, como un ángel en el centro del infierno.